Vigilia Oración - Con los jóvenes. Viaje Apostólico a Alemania (22 - 25 de septiembre de 2011)
Benedicto XVI comenzó sus palabras hablando de la Vigilia Pascual, la más importante que la Iglesia celebra. La luz que se enciende en el cirio recuerda las palabras de Cristo: "Yo soy la luz del mundo" (Jn 8,12). Y a la que también dijo a sus discípulos "Vosotros sois la luz del mundo" (Mt 5,14). Con esta figura de la luz recuerda en los jóvenes que en el mundo se encuentran con mucha oscuridad, sufrimientos y dificultades, incluso en su propia vida. Sin embargo, San Pablo en sus cartas llama "santos" a los miembros de las comunidades locales. Los santos son imitables, no son las caricaturas que muchos han hechos de ellos, sino que también han pecado como nos pasa a nosotros porque a "Cristo no se interesa tanto por las veces que flaqueamos o caemos en la
vida, sino por las veces que nosotros, con su ayuda, nos levantamos". Por lo que, prosigue el Papa diciendo a los jóvenes, "vosotros
sois cristianos, no porque hacéis cosas especiales y extraordinarias, sino
porque Él, Cristo, es vuestra, nuestra vida. Vosotros sois santos, nosotros
somos santos, si dejamos que su gracia actúe en nosotros."
Al final de su discurso anima a los jóvenes a "permitid que Cristo arda en vosotros, aun cuando ello comporte a veces
sacrificio y renuncia" siendo valientes y teniendo "la
osadía de ser santos brillantes, en cuyos ojos y corazones resplandezca el amor
de Cristo, llevando así la luz al mundo".
VIGILIA DE ORACIÓN CON LOS JÓVENES
DISCURSO DEL SANTO
PADRE BENEDICTO XVI
Feria de Friburgo de Brisgovia
Sábado 24 de septiembre de 2011
Feria de Friburgo de Brisgovia
Sábado 24 de septiembre de 2011
Queridos jóvenes amigos:
Durante todo el día he pensado con gozo en esta noche, en la que estaría aquí
con vosotros, unidos en la oración. Algunos habéis participado tal vez en la
Jornada Mundial de la Juventud, donde experimentamos esa atmósfera especial de
tranquilidad, de profunda comunión y de alegría interior que caracteriza una
vigilia nocturna de oración. Espero que también todos nosotros podamos tener esa
misma experiencia en este momento en el que el Señor nos toca y nos hace
testigos gozosos, que oran juntos y se hacen responsables los unos de los otros,
no solamente esta noche, sino también durante toda la vida.
En todas las iglesias, en las catedrales y conventos, en cualquier lugar donde
los fieles se reúnen para celebrar la Vigilia pascual, la más santa de todas las
noches, ésta se inaugura encendiendo el cirio pascual, cuya luz se transmite
después a todos los participantes. Una pequeña llama se irradia en muchas luces
e ilumina la casa de Dios a oscuras. En este maravilloso rito litúrgico, que
hemos imitado en esta vigilia de oración, se nos revela mediante signos más
elocuentes que las palabras el misterio de nuestra fe cristiana. Él, Cristo, que
dice de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12), hace brillar
nuestra vida, para que se cumpla lo que acabamos de escuchar en el Evangelio:
“Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 14). No son nuestros esfuerzos
humanos o el progreso técnico de nuestro tiempo los que aportan luz al mundo.
Una y otra vez, experimentamos que nuestro esfuerzo por un orden mejor y más
justo tiene sus límites. El sufrimiento de los inocentes y, más aún, la muerte
de cualquier hombre, producen una oscuridad impenetrable, que quizás se
esclarece momentáneamente con nuevas experiencias, como un rayo en la noche.
Pero, al final, queda una oscuridad angustiosa.
Puede haber en nuestro entorno tiniebla y oscuridad y, sin embargo, vemos una
luz: una pequeña llama, minúscula, más fuerte que la oscuridad, en apariencia
poderosa e insuperable. Cristo, resucitado de entre los muertos, brilla en el
mundo, y lo hace de la forma más clara, precisamente allí donde según el juicio
humano todo parece sombrío y sin esperanza. Él ha vencido a la muerte – Él vive
– y la fe en Él, penetra como una pequeña luz todo lo que es oscuridad y amenaza.
Ciertamente, quien cree en Jesús no siempre ve en la vida solamente el sol, casi
como si pudiera ahorrarse sufrimientos y dificultades; ahora bien, tiene siempre
una luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en
abundancia (cf. Jn 10, 10). Los ojos de los que creen en Cristo
vislumbran incluso en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un
nuevo día.
La luz no se queda aislada. En todo su entorno se encienden otras luces. Bajo
sus rayos se perfilan los contornos del ambiente, de forma que podemos
orientarnos. No vivimos solos en el mundo. Precisamente en las cosas importantes
de la vida tenemos necesidad de otros. En particular, no estamos solos en la fe,
somos eslabones de la gran cadena de los creyentes. Ninguno llega a creer si no
está sostenido por la fe de los otros y, por otra parte, con mi fe, contribuyo a
confirmar a los demás en la suya. Nos ayudamos recíprocamente a ser ejemplos los
unos para los otros, compartimos con los otros lo que es nuestro, nuestros
pensamientos, nuestras acciones y nuestro afecto. Y nos ayudamos mutuamente a
orientarnos, a discernir nuestro puesto en la sociedad.
Queridos amigos, “Yo soy la luz del mundo – vosotros sois la luz del mundo”,
dice el Señor. Es algo misterioso y grandioso que Jesús diga lo mismo de sí y de
cada uno de nosotros, es decir, “ser luz”. Si creemos que Él es el Hijo de Dios,
que ha sanado a los enfermos y resucitado a los muertos; más aún, que Él ha
resucitado del sepulcro y vive verdaderamente, entonces comprendemos que Él es
la luz, la fuente de todas las luces de este mundo. Nosotros, en cambio,
experimentamos una y otra vez el fracaso de nuestros esfuerzos y el error
personal a pesar de nuestras buenas intenciones. Por lo que se ve, no obstante
los progresos técnicos, el mundo en que vivimos nunca llega en definitiva a ser
mejor. Sigue habiendo guerras, terror, hambre y enfermedades, pobreza extrema y
represión sin piedad. E incluso aquellos que en la historia se han creído
“portadores de luz”, pero sin haber sido iluminados por Cristo, única luz
verdadera, no han creado ningún paraíso terrenal, sino que, por el contrario,
han instaurado dictaduras y sistemas totalitarios, en los que se ha sofocado
hasta la más pequeña chispa de humanidad.
Llegados a este punto, no debemos silenciar el hecho de que el mal existe. Lo
vemos en tantos lugares del mundo; pero lo vemos también, y esto nos asusta, en
nuestra vida. Sí, en nuestro propio corazón existe la inclinación al mal, el
egoísmo, la envidia, la agresividad. Quizás se puede controlar esto de algún
modo con una cierta autodisciplina. Pero es más difícil con formas de mal más
bien oscuras, que pueden envolvernos como una niebla difusa, como la pereza, la
lentitud en querer y hacer el bien. En la historia, algunos finos observadores
han señalado frecuentemente que el daño a la Iglesia no lo provocan sus
adversarios, sino los cristianos mediocres. ¿Cómo puede entonces decir Cristo
que los cristianos – y también aquellos cristianos débiles – son la luz del
mundo? Quizás lo entenderíamos si Él gritase: ¡Convertíos! ¡Sed la luz del mundo!
¡Cambiad vuestra vida, hacedla clara y resplandeciente! ¿No debemos quizás
quedar sorprendidos de que el Señor no nos dirija una llamada de atención, sino
que afirme que somos la luz del mundo, que somos luminosos y que brillamos en la
oscuridad?
Queridos amigos, el apóstol san Pablo, se atreve a llamar “santos” en muchas de
sus cartas a sus contemporáneos, los miembros de las comunidades locales. Con
ello, se subraya que todo bautizado es santificado por Dios, incluso antes de
poder hacer obras buenas. En el Bautismo, el Señor enciende por decirlo así una
luz en nuestra vida, una luz que el catecismo llama la gracia santificante.
Quien conserva dicha luz, quien vive en la gracia, es santo.
Queridos amigos, muchas veces se ha caricaturizado la imagen de los santos y se
los ha presentado de modo deformado, como si ser santos significase estar fuera
de la realidad, ingenuos y sin alegría. A menudo, se piensa que un santo es
aquel que hace obras ascéticas y morales de altísimo nivel y que precisamente
por ello se puede venerar, pero nunca imitar en la propia vida. Qué equivocada y
decepcionante es esta opinión. No existe ningún santo, salvo la bienaventurada
Virgen María, que no haya conocido el pecado y que nunca haya caído. Queridos
amigos, Cristo no se interesa tanto por las veces que flaqueamos o caemos en la
vida, sino por las veces que nosotros, con su ayuda, nos levantamos. No exige
acciones extraordinarias, pero quiere que su luz brille en vosotros. No os llama
porque sois buenos y perfectos, sino porque Él es bueno y quiere haceros amigos
suyos. Sí, vosotros sois la luz del mundo, porque Jesús es vuestra luz. Vosotros
sois cristianos, no porque hacéis cosas especiales y extraordinarias, sino
porque Él, Cristo, es vuestra, nuestra vida. Vosotros sois santos, nosotros
somos santos, si dejamos que su gracia actúe en nosotros.
Queridos amigos, esta noche, en la que estamos reunidos en oración en torno al
único Señor, vislumbramos la verdad de la Palabra de Cristo, según la cual no se
puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Esta asamblea brilla en
los diversos sentidos de la palabra: en la claridad de innumerables luces, en el
esplendor de tantos jóvenes que creen en Cristo. Una vela puede dar luz
solamente si la llama la consume. Sería inservible si su cera no alimentase el
fuego. Permitid que Cristo arda en vosotros, aun cuando ello comporte a veces
sacrificio y renuncia. No temáis perder algo y, por decirlo así, quedaros al
final con las manos vacías. Tened la valentía de usar vuestros talentos y dones
al servicio del Reino de Dios y de entregaros vosotros mismos, como la cera de
la vela, para que el Señor ilumine la oscuridad a través de vosotros. Tened la
osadía de ser santos brillantes, en cuyos ojos y corazones resplandezca el amor
de Cristo, llevando así la luz al mundo. Confío que vosotros y tantos otros
jóvenes aquí en Alemania seáis llamas de esperanza que no queden ocultas.
“Vosotros sois la luz del mundo”. “Donde está Dios, allí hay futuro”. Amén.
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