Texto
6 El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios;
7 al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia,
8 se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz.
9 Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre;
10 de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo,
11 y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
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Que la gracia divina abra nuestro corazón para que comprendamos el don inestimable que es la salvación que nos ha obtenido el sacrificio de Cristo.
Este don inmenso lo encontramos admirablemente narrado en un célebre himno contenido en la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 6-11), que en Cuaresma hemos meditado muchas veces. El Apóstol recorre, de un modo tan esencial como eficaz, todo el misterio de la historia de la salvación aludiendo a la soberbia de Adán que, aunque no era Dios, quería ser como Dios. Y a esta soberbia del primer hombre, que todos sentimos un poco en nuestro ser, contrapone la humildad del verdadero Hijo de Dios que, al hacerse hombre, no dudó en tomar sobre sí todas las debilidades del ser humano, excepto el pecado, y llegó hasta la profundidad de la muerte. A este abajamiento hasta lo más profundo de la pasión y de la muerte sigue su exaltación, la verdadera gloria, la gloria del amor que llegó hasta el extremo. Por eso es justo —como dice san Pablo— que "al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!" (Flp 2, 10-11).
Con estas palabras san Pablo hace referencia a una profecía de Isaías donde Dios dice: Yo soy el Señor, que toda rodilla se doble ante mí en los cielos y en la tierra (cf. Is 45, 23). Esto —dice san Pablo— vale para Jesucristo. Él, en su humildad, en la verdadera grandeza de su amor, es realmente el Señor del mundo y ante él toda rodilla se dobla realmente.
¡Qué maravilloso y, a la vez, sorprendente es este misterio! Nunca podremos meditar suficientemente esta realidad. Jesús, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios como propiedad exclusiva; no quiso utilizar su naturaleza divina, su dignidad gloriosa y su poder, como instrumento de triunfo y signo de distancia con respecto a nosotros. Al contrario, "se despojó de su rango", asumiendo la miserable y débil condición humana. A este respecto, san Pablo usa un verbo griego muy rico de significado para indicar la kénosis, el abajamiento de Jesús. La forma (morphé) divina se ocultó en Cristo bajo la forma humana, es decir, bajo nuestra realidad marcada por el sufrimiento, por la pobreza, por nuestros límites humanos y por la muerte. Este compartir radical y verdaderamente nuestra naturaleza, en todo menos en el pecado, lo condujo hasta la frontera que es el signo de nuestra finitud, la muerte.
Pero todo esto no fue fruto de un mecanismo oscuro o de una fatalidad ciega: fue, más bien, una libre elección suya, por generosa adhesión al plan de salvación del Padre. Y la muerte a la que se encaminó —añade san Pablo— fue la muerte de cruz, la más humillante y degradante que se podía imaginar. Todo esto el Señor del universo lo hizo por amor a nosotros: por amor quiso "despojarse de su rango" y hacerse hermano nuestro; por amor compartió nuestra condición, la de todo hombre y toda mujer. A este propósito, un gran testigo de la tradición oriental, Teodoreto de Ciro, escribe:
"Siendo Dios y Dios por naturaleza, siendo igual a Dios, no consideró esto algo grande, como hacen aquellos que han recibido algún honor por encima de sus méritos, sino que, ocultando sus méritos, eligió la humildad más profunda y tomó la forma de un ser humano" (Comentario a la carta a los Filipenses 2, 6-7).
3. La divinidad de Cristo en la predicación de san Pablo (Audiencia, 22 de octubre de 2008)
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