Texto
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
«Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía:
«Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:
«Levantaos, no temáis».
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó:
«No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
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La Transfiguración. El evangelista Mateo nos ha narrado lo que aconteció cuando Jesús subió a un monte alto llevando consigo a tres de sus discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Mientras estaban en lo alto del monte, ellos solos, el rostro de Jesús se volvió resplandeciente, al igual que sus vestidos. Es lo que llamamos «Transfiguración»: un misterio luminoso, confortante. ¿Cuál es su significado? La Transfiguración es una revelación de la persona de Jesús, de su realidad profunda. De hecho, los testigos oculares de ese acontecimiento, es decir, los tres Apóstoles, quedaron cubiertos por una nube, también ella luminosa —que en la Biblia anuncia siempre la presencia de Dios— y oyeron una voz que decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo» (Mt 17, 5). Con este acontecimiento los discípulos se preparan para el misterio pascual de Jesús: para superar la terrible prueba de la pasión y también para comprender bien el hecho luminoso de la resurrección.
El relato habla también de Moisés y Elías, que se aparecieron y conversaban con Jesús. Efectivamente, este episodio guarda relación con otras dos revelaciones divinas. Moisés había subido al monte Sinaí, y allí había tenido la revelación de Dios. Había pedido ver su gloria, pero Dios le había respondido que no lo vería cara a cara, sino sólo de espaldas (cf. Ex 33, 18-23). De modo análogo, también Elías tuvo una revelación de Dios en el monte: una manifestación más íntima, no con una tempestad, ni con un terremoto o con el fuego, sino con una brisa ligera (cf. 1 R 19, 11-13). A diferencia de estos dos episodios, en la Transfiguración no es Jesús quien tiene la revelación de Dios, sino que es precisamente en él en quien Dios se revela y quien revela su rostro a los Apóstoles. Así pues, quien quiera conocer a Dios, debe contemplar el rostro de Jesús, su rostro transfigurado: Jesús es la perfecta revelación de la santidad y de la misericordia del Padre. Además, recordemos que en el monte Sinaí Moisés tuvo también la revelación de la voluntad de Dios: los diez Mandamientos. E igualmente en el monte Elías recibió de Dios la revelación divina de una misión por realizar. Jesús, en cambio, no recibe la revelación de lo que deberá realizar: ya lo conoce. Más bien son los Apóstoles quienes oyen, en la nube, la voz de Dios que ordena: «Escuchadlo». La voluntad de Dios se revela plenamente en la persona de Jesús. Quien quiera vivir según la voluntad de Dios, debe seguir a Jesús, escucharlo, acoger sus palabras y, con la ayuda del Espíritu Santo, profundizarlas. Esta es la primera invitación que deseo haceros, queridos amigos, con gran afecto: creced en el conocimiento y en el amor a Cristo, como individuos y como comunidad parroquial; encontradlo en la Eucaristía, en la escucha de su Palabra, en la oración, en la caridad.
Él, tras anunciar a sus discípulos su pasión, «tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (Mt 17, 1-2). Según los sentidos, la luz del sol es la más intensa que se conoce en la naturaleza, pero, según el espíritu, los discípulos vieron, por un breve tiempo, un esplendor aún más intenso, el de la gloria divina de Jesús, que ilumina toda la historia de la salvación. San Máximo el Confesor afirma que
«los vestidos que se habían vuelto blancos llevaban el símbolo de las palabras de la Sagrada Escritura, que se volvían claras, transparentes y luminosas» (Ambiguum 10: pg 91, 1128 b).
Dice el Evangelio que, junto a Jesús transfigurado, «aparecieron Moisés y Elías conversando con él» (Mt 17, 3); Moisés y Elías, figura de la Ley y de los Profetas. Fue entonces cuando Pedro, extasiado, exclamó: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mt 17, 4). Pero san Agustín comenta diciendo que nosotros tenemos sólo una morada: Cristo; él «es la Palabra de Dios, Palabra de Dios en la Ley, Palabra de Dios en los Profetas» (Sermo De Verbis Ev. 78, 3: pl 38, 491). De hecho, el Padre mismo proclama: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo» (Mt 17, 5). La Transfiguración no es un cambio de Jesús, sino que es la revelación de su divinidad, «la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 361). Pedro, Santiago y Juan, contemplando la divinidad del Señor, se preparan para afrontar el escándalo de la cruz, como se canta en un antiguo himno:
«En el monte te transfiguraste y tus discípulos, en la medida de su capacidad, contemplaron tu gloria, para que, viéndote crucificado, comprendieran que tu pasión era voluntaria y anunciaran al mundo que tú eres verdaderamente el esplendor del Padre» (Kontákion eis ten metamórphosin, en: Menaia, t. 6, Roma 1901, 341)
Queridos amigos, participemos también nosotros de esta visión y de este don sobrenatural, dando espacio a la oración y a la escucha de la Palabra de Dios.
Aquí está el punto crucial: la Transfiguración es anticipación de la resurrección, pero esta presupone la muerte. Jesús manifiesta su gloria a los Apóstoles, a fin de que tengan la fuerza para afrontar el escándalo de la cruz y comprendan que es necesario pasar a través de muchas tribulaciones para llegar al reino de Dios. La voz del Padre, que resuena desde lo alto, proclama que Jesús es su Hijo predilecto, como en el bautismo en el Jordán, añadiendo: "Escuchadlo" (Mt 17, 5). Para entrar en la vida eterna es necesario escuchar a Jesús, seguirlo por el camino de la cruz, llevando en el corazón, como él, la esperanza de la resurrección. Spe salvi, salvados en esperanza. Hoy podemos decir: "Transfigurados en esperanza".
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