Las bienaventuranzas no son una ideología sino un nuevo programa de vida.
Queridos hermanos y hermanas:
En este cuarto domingo del tiempo ordinario, el Evangelio presenta el primer gran discurso que el Señor dirige a la gente, en lo alto de las suaves colinas que rodean el lago de Galilea. «Al ver Jesús la multitud —escribe san Mateo—, subió al monte: se sentó y se acercaron sus discípulos; y, tomando la palabra, les enseñaba» (Mt 5, 1-2). Jesús, nuevo Moisés, «se sienta en la “cátedra” del monte» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 92) y proclama «bienaventurados» a los pobres de espíritu, a los que lloran, a los misericordiosos, a quienes tienen hambre de justicia, a los limpios de corazón, a los perseguidos (cf. Mt 5, 3-10). No se trata de una nueva ideología, sino de una enseñanza que viene de lo alto y toca la condición humana, precisamente la que el Señor, al encarnarse, quiso asumir, para salvarla. Por eso, «el Sermón de la montaña está dirigido a todo el mundo, en el presente y en el futuro y sólo se puede entender y vivir siguiendo a Jesús, caminando con él» (Jesús de Nazaret, p. 96). Las Bienaventuranzas son un nuevo programa de vida, para liberarse de los falsos valores del mundo y abrirse a los verdaderos bienes, presentes y futuros. En efecto, cuando Dios consuela, sacia el hambre de justicia y enjuga las lágrimas de los que lloran, significa que, además de recompensar a cada uno de modo sensible, abre el reino de los cielos. «Las Bienaventuranzas son la transposición de la cruz y la resurrección a la existencia del discípulo» (ib., p. 101). Reflejan la vida del Hijo de Dios que se deja perseguir, despreciar hasta la condena a muerte, a fin de dar a los hombres la salvación.
Un antiguo eremita afirma: «Las Bienaventuranzas son dones de Dios, y debemos estarle muy agradecidos por ellas y por las recompensas que de ellas derivan, es decir, el reino de los cielos en el siglo futuro, la consolación aquí, la plenitud de todo bien y misericordia de parte de Dios… una vez que seamos imagen de Cristo en la tierra» (Pedro de Damasco, en Filocalia, vol. 3, Turín 1985, p. 79). El Evangelio de las Bienaventuranzas se comenta con la historia misma de la Iglesia, la historia de la santidad cristiana, porque —como escribe san Pablo— «Dios ha escogido lo débil del mundo para humillar lo poderoso; ha escogido lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta» (1 Co 1, 27-28). Por esto la Iglesia no teme la pobreza, el desprecio, la persecución en una sociedad a menudo atraída por el bienestar material y por el poder mundano. San Agustín nos recuerda que «lo que ayuda no es sufrir estos males, sino soportarlos por el nombre de Jesús, no sólo con espíritu sereno, sino incluso con alegría» (De sermone Domini in monte, I, 5, 13: CCL 35, 13).
Queridos hermanos y hermanas, invoquemos a la Virgen María, la Bienaventurada por excelencia, pidiendo la fuerza para buscar al Señor (cf. So 2, 3) y seguirlo siempre, con alegría, por el camino de las Bienaventuranzas.
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