El Señor es mi pastor: nada me falta (Salmo 23)

Catequesis - Audiencias de Benedicto XVI sobre la Escuela de Oración (Roma, 5 de octubre de 2011)

Catacumba de Priscila
Benedicto XVI enseña a hacer oración con el conocido Salmo 23: "el Señor es mi pastor: nada me falta". "Las imágenes de este Salmo, con su riqueza y profundidad, han acompañado toda la historia y la experiencia religiosa del pueblo de Israel y acompañan a los cristianos". Por ello "nos invita a renovar nuestra confianza en Dios, abandonándonos totalmente en sus manos".






Queridos hermanos y hermanas,

Dirigirse al Señor en la oración implica siempre un acto de confianza, con la conciencia de confiarse a un Dios que es bueno, “misericordioso, lento a la ira, rico en amor y fidelidad” (Ex34,6-7; Sal 86,15; cfr Jl 2,13; Gn 4,2; Sal 103,8; 145,8; Ne 9,17). Por esto, quisiera hoy reflexionar con vosotros sobre un Salmo impregnado de confianza en su totalidad, en el que el Salmista expresa su serena certeza de que es guiado y protegido, puesto a salvo de todo peligro, porque el Señor es su pastor. Se trata del Salmo 23 (según la tradición greco-latina el número 22), un texto familiar para todos y amado por todos. “El Señor es mi pastor: nada me falta”: así comienza esta bella oración, evocando el ambiente nómada del pastoreo y la experiencia de conocimiento recíproco que se establece entre el pastor y las ovejas que componen su pequeño rebaño. La imagen recrea una atmósfera de confianza, intimidad, ternura: el pastor conoce a sus ovejas una a una, las llama por su nombre y ellas lo siguen porque lo reconocen y se fían de él (cfr Jn 10,2-4). Él las cuida, las custodia como bienes preciosos, está preparado para defenderlas, para garantizar su bienestar, para hacerlas vivir en tranquilidad. Nada puede faltarles si el pastor está con ellas. A esta experiencia se refiere el Salmista, llamando a Dios su pastor, y dejándose guiar por Él hacia pastos seguros:

“El me hace descansar en verdes praderas,
me conduce a las aguas tranquilas
y repara mis fuerzas;
me guía por el recto sendero,
por amor de su Nombre”(vv. 2-3).

La visión que se abre a nuestros ojos es la de los prados verdes y fuentes de agua límpida, oasis de paz hacia donde el pastor acompaña a su rebaño, símbolos de lugares de vida hacia donde el Señor conduce al Salmista, que se siente como las ovejas recostadas en la hierba al lado de un manantial, en situación de reposo, no en tensión o en estado de alarma, sino confiadas y tranquilas, porque el sitio es seguro, el agua es fresca y el pastor vela por ellas. No olvidemos que la escena evocada por el Salmo está ambientada en una tierra en gran parte desértica, tostada por el sol abrasador, donde el pastor semi-nómada de Oriente Medio vive con su rebaño en las estepas áridas que se extienden alrededor de los pueblos. Pero el pastor sabe donde encontrar hierba y agua, esenciales para la vida, sabe guiar hacia el oasis donde el alma se “refresca” y es posible recuperar las fuerzas y coger nuevas energías para retomar el camino.

Como dice el Salmista, Dios lo guía hacia “verdes praderas” y “aguas tranquilas”, donde todo es abundante, donde todo se da copiosamente. Si el Señor es el pastor, incluso en el desierto, lugar de carencia y de muerte, no disminuye la certeza de una radical presencia de vida, hasta el punto que se puede decir: “nada me falta”. El pastor, de hecho, tiene en el corazón el bien de su grey, adecua sus propios ritmos y sus propias exigencias a las de sus ovejas, camina y vive con ellas, guiándolas por senderos “justos”, es decir adaptados a ellas, con atención a sus necesidades y no a las propias. La seguridad de su rebaño es su prioridad y a esto obedece su guía.

Queridos hermanos y hermanas, también nosotros, como el Salmista, si caminamos detrás del “Pastor Bueno”, aunque puedan parecer difíciles, tortuosos o largos los senderos de la vida, incluso a menudo en zonas desérticas espiritualmente, sin agua y con un sol de racionalismo abrasador, bajo la guía del Señor debemos estar seguros de que estos son los “justos” para nosotros y que el Señor nos guía, está siempre cerca de nosotros y que no nos faltará nada. Por esto el Salmista puede declarar un tranquilidad y una seguridad sin dudas ni preocupaciones:

"Aunque cruce por oscuras quebradas,
no temeré ningún mal,
porque tú estás conmigo:
tu vara y tu bastón me infunden confianza" (v. 4).

Quien va con el Señor en los valles oscuros del sufrimiento, de las dudas y de todos los problemas humanos, se siente seguro. Tú estás conmigo: esta es nuestra certeza, la que nos sostiene. La oscuridad de la noche da miedo, con sus cambiantes sombras, la dificultad de distinguir los peligros, su silencio lleno de ruidos indescifrables. Si el rebaño se mueve después de la puesta de sol, cuando la visibilidad no es buena, es normal que las ovejas se inquieten, existe el riesgo de caerse o de alejarse y perderse, y también está el temor de posibles agresores que se escondan en la oscuridad. Para hablar del valle “oscuro”, el Salmista usa una expresión hebrea que evoca las tinieblas de la muerte, por tanto el valle que hay que atravesar es un lugar de angustia, de amenazas terribles, de peligros de muerte. Sin embargo, el orante camina seguro, sin miedo, porque sabe que el Señor está con él. Ese “tú estás conmigo” es una declaración de confianza inquebrantable, que resume una experiencia de fe radical; la cercanía de Dios transforma la realidad, el valle oscuro pierde toda su peligrosidad, se vacía de toda amenaza. El rebaño puede caminar tranquilo, acompañado del sonido familiar del bastón que golpea sobre el terreno y señala la presencia tranquilizadora del pastor.

Esta imagen confortadora cierra la primera parte del Salmo, y deja lugar a una escena distinta. Estamos todavía en el desierto, donde el pastor vive con su rebaño, pero ahora estamos bajo su tienda, que se abre para acoger:

“Tú preparas ante mí una mesa,
frente a mis enemigos;
unges con óleo mi cabeza
y mi copa rebosa”(v. 5).

Ahora el Señor se presenta como el que acoge al orante, con los signos de una hospitalidad generosa y llena de atenciones. El anfitrión divino prepara la comida en la “mesa”, un término que en hebreo significa, en su significado primitivo, la piel del animal que se extendía en la tierra y donde se colocaban los víveres para una comida en común. Es un gesto de compartir no sólo la comida sino también la vida, un oferta de comunión y de amistad que crea vínculos y que expresa solidaridad. Después está el generoso don del aceite perfumado sobre la cabeza, que alivia el calor del sol del desierto, refresca y suaviza la piel, y anima el espíritu con su fragancia. Finalmente la copa rebosante añade una nota de fiesta, con su vino exquisito, compartido con una generosidad abundante. Comida, aceite, vino: son los dones que hacen vivir y que dan alegría porque van más allá de lo que es estrictamente necesario y expresan la gratuidad y la abundancia del amor. Proclama el Salmo 104, celebrando la bondad que viene del Señor: “Haces brotar la hierba para el ganadoy las plantas que el hombre cultiva, para sacar de la tierra el pan y el vino que alegra el corazón del hombre, para que él haga brillar su rostro con el aceite y el pan reconforte su corazón” (v.14 y 15). El Salmista es objeto de muchas atenciones, por las que se ve a un viajero que encuentra refugio en una tienda acogedora, mientras sus enemigos deben detenerse a mirar, sin poder intervenir, porque al que consideraban su presa se le ha dado refugio, se ha convertido en huésped sagrado, intocable. El Salmista somos nosotros cuando somos realmente creyentes en comunión con Cristo. Cuando Dios abre su tienda para acogernos, nada nos puede hacer daño.

Al partir el viajero de nuevo, la protección divina continúa y lo acompaña en su viaje:

“Tu bondad y tu gracia me acompañan
a lo largo de mi vida;
y habitaré en la Casa del Señor,
por muy largo tiempo”(v. 6).

La bondad y la fidelidad de Dios son la escolta que acompaña al Salmista que sale de la tienda y se pone en camino de nuevo. Además es un camino que adquiere un nuevo sentido, se convierte en peregrinación hacia el Templo del Señor, el lugar santo en el que el orante quiere “habitar” para siempre y al que quiere “regresar”. El verbo hebreo que se utiliza aquí tiene el sentido de “volver” pero, con una pequeña modificación vocálica puede entenderse como “habitar” y así está traducido en las versiones antiguas y en la mayor parte de las traducciones modernas. Ambas se pueden mantener: volver al Templo y habitar en él es el deseo de todo israelita, y habitar cerca de Dios, en su cercanía y bondad es el anhelo y la nostalgia de todo creyente: poder habitar realmente donde está Dios, cerca de Él.

La estela del Pastor lleva a su casa, es la mitad de todo camino, oasis deseado en el desierto, tienda de refugio en la huida de los enemigos, lugar de paz donde experimentar la bondad y el amor fiel de Dios, día tras días, en la alegría serena de un tiempo sin fin.

Las imágenes de este Salmo, con su riqueza y profundidad, han acompañado toda la historia y la experiencia religiosa del pueblo de Israel y acompañan a los cristianos. La figura del pastor, en especial, evoca el tiempo del Éxodo, el largo camino en el desierto, como un rebaño bajo la guía del Pastor divino (cfr Is 63,11-14; Sal 77,20-21; 78,52-54). Y en la Tierra Prometida era el rey el que tenía el deber de pacer el rebaño del Señor, como David, pastor elegido por Dios y figura del Mesías (cfr 2Sam 5,1-2; 7,8; Sal 78,70-72). Después en el exilio en Babilonia, casi un nuevo Éxodo (cfr Is 40,3-5.9-11; 43,16-21), Israel es reconducido a la patria como ovejas dispersas y reencontradas, reconducidas por Dios a los exuberantes pastos y lugares de reposo (cfr Ez 34,11-16.23-31). Pero es en el Señor Jesús que toda la fuerza evocadora de nuestro Salmo llega a su plenitud, encuentra el culmen de su significado: Jesús es el “Buen Pastor” que va a buscar a la oveja perdida, que conoce a sus ovejas y que da la vida por ellas (cfr Mt 18,12-14; Lc 15,4-7; Jn 10,2-4.11-18), Él es la vía, el camino justo que lleva a la vida (cfr Jn 14,6), la luz que ilumina el valle oscuro y que vence nuestros miedos (cfr Jn 1,9; 8,12; 9,5; 12,46). Él es el anfitrión generoso que nos acoge y nos pone a salvo de los enemigos, preparándonos la mesa de su cuerpo y de su sangre (cfr Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,19-20) y es la definitiva del banquete mesiánico en el Cielo (cfr Lc 14,15ss; Ap 3,20; 19,9). Él es el Pastor real, rey en la dulzura y en el perdón, entronizado en el leño glorioso de la Cruz (cfr Jn 3,13-15; 12,32; 17,4-5).

Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 23 nos invita a renovar nuestra confianza en Dios, abandonándonos totalmente en sus manos. Pidamos con fe que el Señor nos conceda caminar para siempre por sus senderos como grey dócil y obediente, nos acoja en su casa, en su mesa y nos conduzca hacia “aguas tranquilas”, para que en la acogida del don de su Espíritu, podamos beber en sus fuentes, manantiales de esa agua viva que “salta hasta la vida eterna” (Jn 4,14; cfr 7,37-39). Gracias.