Discurso - Visita a la casa-familia "Viva los ancianos" de la Comunidad de San Egidio
Tema: Ancianidad, Dificultades, Sufrimiento, Soledad.
"Esta mañana, dirigiéndome idealmente a todos los ancianos, consciente de
las dificultades que nuestra edad comporta, desearía deciros con
profunda convicción: ¡es bello ser anciano!
En cada edad es necesario saber descubrir la presencia y la bendición
del Señor y las riquezas que aquella contiene. ¡Jamás hay que dejarse
atrapar por la tristeza! Hemos recibido el don de una vida larga. Vivir
es bello también a nuestra edad, a pesar de algún «achaque» y
limitación. Que en nuestro rostro esté siempre la alegría de sentirnos
amados por Dios, y no la tristeza".
Queridos hermanos y queridas hermanas:
Estoy verdaderamente contento de encontrarme con vosotros en esta casa-familia de la Comunidad de San Egidio dedicada a los ancianos. Doy las gracias a vuestro presidente, el profesor Marco Impagliazzo, por las calurosas palabras que me ha dirigido. Con él, saludo al profesor Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad. Agradezco por su presencia al obispo auxiliar del centro histórico, monseñor Matteo Zuppi, al presidente del Consejo pontificio para la familia, monseñor Vincenzo Paglia, y a todos los amigos de la Comunidad de San Egidio.
Vengo entre vosotros como obispo de Roma, pero también como anciano de visita a sus coetáneos. Sobra decir que conozco bien las dificultades, los problemas y las limitaciones de esta edad, y sé que estas dificultades, para muchos, se han agravado con la crisis económica. A veces, a una cierta edad, sucede que se mira al pasado, añorando cuando se era joven, se tenían energías lozanas, se hacían planes de futuro. Así que la mirada, a veces, se vela de tristeza, considerando esta fase de la vida como el tiempo del ocaso. Esta mañana, dirigiéndome idealmente a todos los ancianos, consciente de las dificultades que nuestra edad comporta, desearía deciros con profunda convicción: ¡es bello ser anciano! En cada edad es necesario saber descubrir la presencia y la bendición del Señor y las riquezas que aquella contiene. ¡Jamás hay que dejarse atrapar por la tristeza! Hemos recibido el don de una vida larga. Vivir es bello también a nuestra edad, a pesar de algún «achaque» y limitación. Que en nuestro rostro esté siempre la alegría de sentirnos amados por Dios, y no la tristeza.
En la Biblia se considera la longevidad una bendición de Dios; hoy esta bendición se ha difundido y debe verse como un don que hay que apreciar y valorar. Sin embargo a menudo la sociedad, dominada por la lógica de la eficiencia y del beneficio, no lo acoge como tal; es más, frecuentemente lo rechaza, considerando a los ancianos como no productivos, inútiles. Muchas veces se percibe el sufrimiento de quien está marginado, vive lejos de su propia casa o se halla en soledad. Pienso que se debería actuar con mayor empeño, empezando por las familias y las instituciones públicas, para que los ancianos puedan quedarse en sus propias casas. La sabiduría de vida de la que somos portadores es una gran riqueza. La calidad de una sociedad, quisiera decir de una civilización, se juzga también por cómo se trata a los ancianos y por el lugar que se les reserva en la vida en común. Quien da espacio a los ancianos hace espacio a la vida. Quien acoge a los ancianos acoge la vida.
La Comunidad de San Egidio, desde sus comienzos, ha sostenido el camino de muchos ancianos, ayudándoles a permanecer en sus ambientes de vida, abriendo varias casas-familia en Roma y en el mundo. Mediante la solidaridad entre jóvenes y ancianos, ha ayudado a que se comprenda que la Iglesia es efectivamente familia de todas las generaciones, donde cada uno debe sentirse «en casa» y donde no reina la lógica del beneficio y el tener, sino la de la gratuidad y el amor. Cuando la vida se vuelve frágil, en los años de la vejez, jamás pierde su valor y dignidad: cada uno de nosotros, en cualquier etapa de la existencia, es querido, amado por Dios, cada uno es importante y necesario (cf. Homilía en el inicio del Ministerio petrino, 24 de abril de 2005).
La visita de hoy se sitúa en el Año europeo del envejecimiento activo y de la solidaridad entre las generaciones. Y precisamente en este contexto deseo recalcar que los ancianos son un valor para la sociedad, sobre todo para los jóvenes. No puede existir verdadero crecimiento humano y educación sin un contacto fecundo con los ancianos, porque su existencia misma es como un libro abierto en el que las jóvenes generaciones pueden encontrar preciosas indicaciones para el camino de la vida.
Queridos amigos, a nuestra edad experimentamos con frecuencia la necesidad de ayuda de los demás; y esto también ocurre con el Papa. En el Evangelio leemos que Jesús dijo al apóstol Pedro: «Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21, 18). El Señor se refería al modo en que el Apóstol daría testimonio de su fe hasta el martirio; pero con esta frase nos hace reflexionar sobre el hecho de que la necesidad de ayuda es una condición del anciano. Desearía invitaros a ver también en esto un don del Señor, pues es una gracia ser sostenidos y acompañados, sentir el afecto de los demás. Esto es importante en cada fase de la vida: nadie puede vivir solo y sin ayuda; el ser humano es relacional. Y en esta casa veo, con agrado, que cuantos ayudan y cuantos son ayudados forman una única familia, que tiene como linfa vital el amor.
Queridos hermanos y hermanas ancianos, a veces los días parecen largos y vacíos, con dificultades, pocos compromisos y encuentros; no os desaniméis nunca: sois una riqueza para la sociedad, también en el sufrimiento y la enfermedad. Y esta fase de la vida es un don igualmente para profundizar en la relación con Dios. El ejemplo del beato Papa Juan Pablo II fue y sigue siendo iluminador para todos. No olvidéis que entre los recursos preciosos que tenéis está el recurso esencial de la oración: haceos intercesores ante Dios, rogando con fe y constancia. Orad por la Iglesia, también por mí, por las necesidades del mundo, por los pobres, para que en el mundo no haya más violencia. La oración de los ancianos puede proteger al mundo, ayudándole tal vez de manera más incisiva que la solicitud de muchos. Quisiera encomendar hoy a vuestra oración el bien de la Iglesia y la paz en el mundo. El Papa os quiere y cuenta con todos vosotros. Sentíos amados por Dios y llevad a esta sociedad nuestra, frecuentemente tan individualista y eficientista, un rayo del amor de Dios. Y Dios estará siempre con vosotros y con cuantos os sostienen con su afecto y ayuda.
Os confío a todos a la materna intercesión de la Virgen María, que acompaña siempre nuestro camino con su amor maternal, y con gusto imparto a cada uno mi bendición. Gracias a todos.
Estoy verdaderamente contento de encontrarme con vosotros en esta casa-familia de la Comunidad de San Egidio dedicada a los ancianos. Doy las gracias a vuestro presidente, el profesor Marco Impagliazzo, por las calurosas palabras que me ha dirigido. Con él, saludo al profesor Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad. Agradezco por su presencia al obispo auxiliar del centro histórico, monseñor Matteo Zuppi, al presidente del Consejo pontificio para la familia, monseñor Vincenzo Paglia, y a todos los amigos de la Comunidad de San Egidio.
Vengo entre vosotros como obispo de Roma, pero también como anciano de visita a sus coetáneos. Sobra decir que conozco bien las dificultades, los problemas y las limitaciones de esta edad, y sé que estas dificultades, para muchos, se han agravado con la crisis económica. A veces, a una cierta edad, sucede que se mira al pasado, añorando cuando se era joven, se tenían energías lozanas, se hacían planes de futuro. Así que la mirada, a veces, se vela de tristeza, considerando esta fase de la vida como el tiempo del ocaso. Esta mañana, dirigiéndome idealmente a todos los ancianos, consciente de las dificultades que nuestra edad comporta, desearía deciros con profunda convicción: ¡es bello ser anciano! En cada edad es necesario saber descubrir la presencia y la bendición del Señor y las riquezas que aquella contiene. ¡Jamás hay que dejarse atrapar por la tristeza! Hemos recibido el don de una vida larga. Vivir es bello también a nuestra edad, a pesar de algún «achaque» y limitación. Que en nuestro rostro esté siempre la alegría de sentirnos amados por Dios, y no la tristeza.
En la Biblia se considera la longevidad una bendición de Dios; hoy esta bendición se ha difundido y debe verse como un don que hay que apreciar y valorar. Sin embargo a menudo la sociedad, dominada por la lógica de la eficiencia y del beneficio, no lo acoge como tal; es más, frecuentemente lo rechaza, considerando a los ancianos como no productivos, inútiles. Muchas veces se percibe el sufrimiento de quien está marginado, vive lejos de su propia casa o se halla en soledad. Pienso que se debería actuar con mayor empeño, empezando por las familias y las instituciones públicas, para que los ancianos puedan quedarse en sus propias casas. La sabiduría de vida de la que somos portadores es una gran riqueza. La calidad de una sociedad, quisiera decir de una civilización, se juzga también por cómo se trata a los ancianos y por el lugar que se les reserva en la vida en común. Quien da espacio a los ancianos hace espacio a la vida. Quien acoge a los ancianos acoge la vida.
La Comunidad de San Egidio, desde sus comienzos, ha sostenido el camino de muchos ancianos, ayudándoles a permanecer en sus ambientes de vida, abriendo varias casas-familia en Roma y en el mundo. Mediante la solidaridad entre jóvenes y ancianos, ha ayudado a que se comprenda que la Iglesia es efectivamente familia de todas las generaciones, donde cada uno debe sentirse «en casa» y donde no reina la lógica del beneficio y el tener, sino la de la gratuidad y el amor. Cuando la vida se vuelve frágil, en los años de la vejez, jamás pierde su valor y dignidad: cada uno de nosotros, en cualquier etapa de la existencia, es querido, amado por Dios, cada uno es importante y necesario (cf. Homilía en el inicio del Ministerio petrino, 24 de abril de 2005).
La visita de hoy se sitúa en el Año europeo del envejecimiento activo y de la solidaridad entre las generaciones. Y precisamente en este contexto deseo recalcar que los ancianos son un valor para la sociedad, sobre todo para los jóvenes. No puede existir verdadero crecimiento humano y educación sin un contacto fecundo con los ancianos, porque su existencia misma es como un libro abierto en el que las jóvenes generaciones pueden encontrar preciosas indicaciones para el camino de la vida.
Queridos amigos, a nuestra edad experimentamos con frecuencia la necesidad de ayuda de los demás; y esto también ocurre con el Papa. En el Evangelio leemos que Jesús dijo al apóstol Pedro: «Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21, 18). El Señor se refería al modo en que el Apóstol daría testimonio de su fe hasta el martirio; pero con esta frase nos hace reflexionar sobre el hecho de que la necesidad de ayuda es una condición del anciano. Desearía invitaros a ver también en esto un don del Señor, pues es una gracia ser sostenidos y acompañados, sentir el afecto de los demás. Esto es importante en cada fase de la vida: nadie puede vivir solo y sin ayuda; el ser humano es relacional. Y en esta casa veo, con agrado, que cuantos ayudan y cuantos son ayudados forman una única familia, que tiene como linfa vital el amor.
Queridos hermanos y hermanas ancianos, a veces los días parecen largos y vacíos, con dificultades, pocos compromisos y encuentros; no os desaniméis nunca: sois una riqueza para la sociedad, también en el sufrimiento y la enfermedad. Y esta fase de la vida es un don igualmente para profundizar en la relación con Dios. El ejemplo del beato Papa Juan Pablo II fue y sigue siendo iluminador para todos. No olvidéis que entre los recursos preciosos que tenéis está el recurso esencial de la oración: haceos intercesores ante Dios, rogando con fe y constancia. Orad por la Iglesia, también por mí, por las necesidades del mundo, por los pobres, para que en el mundo no haya más violencia. La oración de los ancianos puede proteger al mundo, ayudándole tal vez de manera más incisiva que la solicitud de muchos. Quisiera encomendar hoy a vuestra oración el bien de la Iglesia y la paz en el mundo. El Papa os quiere y cuenta con todos vosotros. Sentíos amados por Dios y llevad a esta sociedad nuestra, frecuentemente tan individualista y eficientista, un rayo del amor de Dios. Y Dios estará siempre con vosotros y con cuantos os sostienen con su afecto y ayuda.
Os confío a todos a la materna intercesión de la Virgen María, que acompaña siempre nuestro camino con su amor maternal, y con gusto imparto a cada uno mi bendición. Gracias a todos.
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