El mes de mayo está dedicado a María y el mes de octubre al Santo Rosario.
La luz que da la vela la compara a la luz que recibimos de Jesús, "su presencia en nosotros renueva el misterio ... que no deja de seducir a los que se an cuenta de una luz especial en nosotros, que arde sin consumirnos". Para portar esta luz "imitemos a María haciendo resonar en nuestra vida su
“hágase en mí”. Con lo que nos anima diciendo "No tengáis miedo de
hablar de Dios y de mostrar sin complejos los signos de la fe". Apoyémonos en el rezo del Santo
Rosario: "dejémonos atraer por los misterios de Cristo, los misterios del
Rosario
de María".
Queridos peregrinos:
Todos juntos, con la vela encendida en la mano, semejáis
un mar de luz en torno
a esta sencilla capilla, levantada con amor para honrar a la Madre de
Dios y Madre nuestra, a la que los pastorcillos vieron volver de la
tierra al cielo como una estela de luz. Sin embargo, ni ella ni nosotros
tenemos
luz propia: la recibimos de Jesús. Su presencia en nosotros renueva el
misterio
y el recuerdo de la zarza ardiente, que en otro tiempo atrajo a Moisés
en el
monte Sinaí, y que no deja de seducir a los que se dan cuenta de una luz
especial en nosotros, que arde sin consumirnos (cf. Ex 3, 2-5). Por
nosotros mismos no somos más que una mísera zarza, en la que, sin embargo, se
ha posado la gloria de Dios. A Él sea la gloria y a nosotros la confesión
humilde de nuestra nada y la adoración obediente de los designios divinos, que
se cumplirán cuando “Dios lo será todo para todos” (1 Co 15, 28). La Virgen llena de gracia sirvió incomparablemente dichos designios: “He aquí la
esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).
Queridos peregrinos, imitemos a María haciendo resonar en nuestra vida su
“hágase en mí”. Dios había ordenado a Moisés: “Quítate las sandalias de los pies,
pues el sitio que pisas es terreno sagrado” (Ex 3, 5). Y así lo hizo;
luego se puso nuevamente las sandalias para ir a liberar a su pueblo de la
esclavitud de Egipto y guiarlo a la tierra prometida. No se trataba simplemente
de poseer una parcela de terreno o del territorio nacional al que todo pueblo
tiene derecho. En la lucha por la liberación de Israel y en su salida de Egipto,
lo que destaca en primer lugar es, sobre todo, el derecho a la libertad para
adorar, a la libertad de un culto propio. A lo largo de la historia del pueblo
elegido, la promesa de la tierra acaba asumiendo cada vez más este significado:
la tierra se da para que haya un lugar de obediencia, para que haya un espacio
abierto a Dios.
En nuestro tiempo, cuando en vastas regiones de la tierra la fe corre el
riesgo de apagarse como una llama que se extingue, la prioridad más importante
de todas es hacer presente a Dios en este mundo y facilitar a los hombres el
acceso a Dios. No a un dios cualquiera, sino al Dios que ha hablado en el Sinaí;
al Dios cuyo rostro reconocemos en el amor hasta el extremo (cf. Jn 13,
1), en Cristo crucificado y resucitado. Queridos hermanos y hermanas, adorad en
vuestros corazones a Cristo Señor (cf. 1 P 3, 15). No tengáis miedo de
hablar de Dios y de mostrar sin complejos los signos de la fe, haciendo
resplandecer a los ojos de vuestros contemporáneos la luz de Cristo que, como
canta la Iglesia en la noche de la Vigilia Pascual, engendra a la humanidad como familia de Dios.
Hermanos y hermanas, en este lugar impresiona ver cómo
tres niños se rindieron a
la fuerza interior que los había invadido en las apariciones del Ángel y
de la Madre del cielo. Aquí, donde tantas veces se nos ha pedido que
recemos el
Rosario, dejémonos atraer por los misterios de Cristo, los misterios del
Rosario
de María. El rezo del Rosario nos permite poner nuestros ojos y nuestro
corazón
en Jesús, como su Madre, modelo insuperable de contemplación del Hijo.
Al
meditar los misterios gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos,
recitando las
avemarías, contemplamos todo el misterio de Jesús, desde la
Encarnación a la Cruz y la gloria de la Resurrección; contemplamos la
íntima participación de María en este misterio y nuestra vida
en Cristo hoy, que también está tejida de momentos de alegría y de
dolor, de
sombras y de luz, de contrariedades y de esperanzas. La gracia inunda
nuestro
corazón suscitando el deseo de un cambio de vida radical y evangélico,
en
comunión de vida y de destino con Cristo, de manera que podamos decir
con San
Pablo: “Para mí la vida es Cristo” (Flp 1, 21).
Siento que me acompañan la devoción y el afecto de todos los fieles aquí
reunidos y del mundo entero. Traigo conmigo las preocupaciones y las esperanzas
de nuestro tiempo y los sufrimientos de la humanidad herida, los problemas del
mundo, y vengo a ponerlos a los pies de Nuestra Señora de Fátima: Virgen Madre
de Dios y Madre nuestra querida, intercede por nosotros ante tu Hijo, para que
las familias de los pueblos, tanto aquellas que llevan el nombre de cristianas
como las que todavía no conocen a su Salvador, vivan en paz y en concordia hasta
que todas formen un solo Pueblo de Dios, a gloria de la santísima e indivisible
Trinidad. Amén.
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