Catacumba de Priscila |
Queridos hermanos y hermanas,
Dirigirse al Señor en la oración
implica siempre un acto de confianza, con la conciencia de confiarse a
un Dios que es bueno, “misericordioso, lento a la ira, rico en amor y
fidelidad” (Ex34,6-7; Sal 86,15; cfr Jl 2,13; Gn 4,2; Sal 103,8; 145,8;
Ne 9,17). Por esto, quisiera hoy reflexionar con vosotros sobre un Salmo
impregnado de confianza en su totalidad, en el que el Salmista expresa
su serena certeza de que es guiado y protegido, puesto a salvo de todo
peligro, porque el Señor es su pastor. Se trata del Salmo 23 (según la
tradición greco-latina el número 22), un texto familiar para todos y
amado por todos. “El Señor es mi pastor: nada me falta”: así comienza
esta bella oración, evocando el ambiente nómada del pastoreo y la
experiencia de conocimiento recíproco que se establece entre el pastor y
las ovejas que componen su pequeño rebaño. La imagen recrea una
atmósfera de confianza, intimidad, ternura: el pastor conoce a sus
ovejas una a una, las llama por su nombre y ellas lo siguen porque lo
reconocen y se fían de él (cfr Jn 10,2-4). Él las cuida, las custodia
como bienes preciosos, está preparado para defenderlas, para garantizar
su bienestar, para hacerlas vivir en tranquilidad. Nada puede faltarles
si el pastor está con ellas. A esta experiencia se refiere el Salmista,
llamando a Dios su pastor, y dejándose guiar por Él hacia pastos
seguros:
“El me hace descansar en verdes praderas,
me conduce a las aguas tranquilas
y repara mis fuerzas;
me guía por el recto sendero,
por amor de su Nombre”(vv. 2-3).
La visión que se abre a nuestros ojos es la de los prados verdes y
fuentes de agua límpida, oasis de paz hacia donde el pastor acompaña a
su rebaño, símbolos de lugares de vida hacia donde el Señor conduce al
Salmista, que se siente como las ovejas recostadas en la hierba al lado
de un manantial, en situación de reposo, no en tensión o en estado de
alarma, sino confiadas y tranquilas, porque el sitio es seguro, el agua
es fresca y el pastor vela por ellas. No olvidemos que la escena evocada
por el Salmo está ambientada en una tierra en gran parte desértica,
tostada por el sol abrasador, donde el pastor semi-nómada de Oriente
Medio vive con su rebaño en las estepas áridas que se extienden
alrededor de los pueblos. Pero el pastor sabe donde encontrar hierba y
agua, esenciales para la vida, sabe guiar hacia el oasis donde el alma
se “refresca” y es posible recuperar las fuerzas y coger nuevas energías
para retomar el camino.
Como dice el Salmista, Dios lo guía hacia “verdes praderas” y “aguas
tranquilas”, donde todo es abundante, donde todo se da copiosamente. Si
el Señor es el pastor, incluso en el desierto, lugar de carencia y de
muerte, no disminuye la certeza de una radical presencia de vida, hasta
el punto que se puede decir: “nada me falta”. El pastor, de hecho, tiene
en el corazón el bien de su grey, adecua sus propios ritmos y sus
propias exigencias a las de sus ovejas, camina y vive con ellas,
guiándolas por senderos “justos”, es decir adaptados a ellas, con
atención a sus necesidades y no a las propias. La seguridad de su rebaño
es su prioridad y a esto obedece su guía.
Queridos hermanos y hermanas, también nosotros, como el Salmista, si
caminamos detrás del “Pastor Bueno”, aunque puedan parecer difíciles,
tortuosos o largos los senderos de la vida, incluso a menudo en zonas
desérticas espiritualmente, sin agua y con un sol de racionalismo
abrasador, bajo la guía del Señor debemos estar seguros de que estos son
los “justos” para nosotros y que el Señor nos guía, está siempre cerca
de nosotros y que no nos faltará nada. Por esto el Salmista puede
declarar un tranquilidad y una seguridad sin dudas ni preocupaciones:
"Aunque cruce por oscuras quebradas,
no temeré ningún mal,
porque tú estás conmigo:
tu vara y tu bastón me infunden confianza" (v. 4).
Quien va con el Señor en los valles oscuros del sufrimiento, de las
dudas y de todos los problemas humanos, se siente seguro. Tú estás
conmigo: esta es nuestra certeza, la que nos sostiene. La oscuridad de
la noche da miedo, con sus cambiantes sombras, la dificultad de
distinguir los peligros, su silencio lleno de ruidos indescifrables. Si
el rebaño se mueve después de la puesta de sol, cuando la visibilidad no
es buena, es normal que las ovejas se inquieten, existe el riesgo de
caerse o de alejarse y perderse, y también está el temor de posibles
agresores que se escondan en la oscuridad. Para hablar del valle
“oscuro”, el Salmista usa una expresión hebrea que evoca las tinieblas
de la muerte, por tanto el valle que hay que atravesar es un lugar de
angustia, de amenazas terribles, de peligros de muerte. Sin embargo, el
orante camina seguro, sin miedo, porque sabe que el Señor está con él.
Ese “tú estás conmigo” es una declaración de confianza inquebrantable,
que resume una experiencia de fe radical; la cercanía de Dios transforma
la realidad, el valle oscuro pierde toda su peligrosidad, se vacía de
toda amenaza. El rebaño puede caminar tranquilo, acompañado del sonido
familiar del bastón que golpea sobre el terreno y señala la presencia
tranquilizadora del pastor.
Esta imagen confortadora cierra la primera parte del Salmo, y deja
lugar a una escena distinta. Estamos todavía en el desierto, donde el
pastor vive con su rebaño, pero ahora estamos bajo su tienda, que se
abre para acoger:
“Tú preparas ante mí una mesa,
frente a mis enemigos;
unges con óleo mi cabeza
y mi copa rebosa”(v. 5).
Ahora el Señor se presenta como el que acoge al orante, con los
signos de una hospitalidad generosa y llena de atenciones. El anfitrión
divino prepara la comida en la “mesa”, un término que en hebreo
significa, en su significado primitivo, la piel del animal que se
extendía en la tierra y donde se colocaban los víveres para una comida
en común. Es un gesto de compartir no sólo la comida sino también la
vida, un oferta de comunión y de amistad que crea vínculos y que expresa
solidaridad. Después está el generoso don del aceite perfumado sobre la
cabeza, que alivia el calor del sol del desierto, refresca y suaviza la
piel, y anima el espíritu con su fragancia. Finalmente la copa
rebosante añade una nota de fiesta, con su vino exquisito, compartido
con una generosidad abundante. Comida, aceite, vino: son los dones que
hacen vivir y que dan alegría porque van más allá de lo que es
estrictamente necesario y expresan la gratuidad y la abundancia del
amor. Proclama el Salmo 104, celebrando la bondad que viene del Señor:
“Haces brotar la hierba para el ganadoy las plantas que el hombre
cultiva, para sacar de la tierra el pan y el vino que alegra el corazón
del hombre, para que él haga brillar su rostro con el aceite y el pan
reconforte su corazón” (v.14 y 15). El Salmista es objeto de muchas
atenciones, por las que se ve a un viajero que encuentra refugio en una
tienda acogedora, mientras sus enemigos deben detenerse a mirar, sin
poder intervenir, porque al que consideraban su presa se le ha dado
refugio, se ha convertido en huésped sagrado, intocable. El Salmista
somos nosotros cuando somos realmente creyentes en comunión con
Cristo. Cuando Dios abre su tienda para acogernos, nada nos puede hacer
daño.
Al partir el viajero de nuevo, la protección divina continúa y lo acompaña en su viaje:
“Tu bondad y tu gracia me acompañan
a lo largo de mi vida;
y habitaré en la Casa del Señor,
por muy largo tiempo”(v. 6).
La bondad y la fidelidad de Dios son la escolta que acompaña al
Salmista que sale de la tienda y se pone en camino de nuevo. Además es
un camino que adquiere un nuevo sentido, se convierte en peregrinación
hacia el Templo del Señor, el lugar santo en el que el orante quiere
“habitar” para siempre y al que quiere “regresar”. El verbo hebreo que
se utiliza aquí tiene el sentido de “volver” pero, con una pequeña
modificación vocálica puede entenderse como “habitar” y así está
traducido en las versiones antiguas y en la mayor parte de las
traducciones modernas. Ambas se pueden mantener: volver al Templo y
habitar en él es el deseo de todo israelita, y habitar cerca de Dios, en
su cercanía y bondad es el anhelo y la nostalgia de todo creyente:
poder habitar realmente donde está Dios, cerca de Él.
La estela del Pastor lleva a su casa, es la mitad de todo camino,
oasis deseado en el desierto, tienda de refugio en la huida de los
enemigos, lugar de paz donde experimentar la bondad y el amor fiel de
Dios, día tras días, en la alegría serena de un tiempo sin fin.
Las imágenes de este Salmo, con su riqueza y profundidad, han
acompañado toda la historia y la experiencia religiosa del pueblo de
Israel y acompañan a los cristianos. La figura del pastor, en especial,
evoca el tiempo del Éxodo, el largo camino en el desierto, como un
rebaño bajo la guía del Pastor divino (cfr Is 63,11-14; Sal 77,20-21;
78,52-54). Y en la Tierra Prometida era el rey el que tenía el deber de
pacer el rebaño del Señor, como David, pastor elegido por Dios y figura
del Mesías (cfr 2Sam 5,1-2; 7,8; Sal 78,70-72). Después en el exilio en
Babilonia, casi un nuevo Éxodo (cfr Is 40,3-5.9-11; 43,16-21), Israel es
reconducido a la patria como ovejas dispersas y reencontradas,
reconducidas por Dios a los exuberantes pastos y lugares de reposo (cfr
Ez 34,11-16.23-31). Pero es en el Señor Jesús que toda la fuerza
evocadora de nuestro Salmo llega a su plenitud, encuentra el culmen de
su significado: Jesús es el “Buen Pastor” que va a buscar a la oveja
perdida, que conoce a sus ovejas y que da la vida por ellas (cfr Mt
18,12-14; Lc 15,4-7; Jn 10,2-4.11-18), Él es la vía, el camino justo que
lleva a la vida (cfr Jn 14,6), la luz que ilumina el valle oscuro y que
vence nuestros miedos (cfr Jn 1,9; 8,12; 9,5; 12,46). Él es el
anfitrión generoso que nos acoge y nos pone a salvo de los enemigos,
preparándonos la mesa de su cuerpo y de su sangre (cfr Mt 26,26-29; Mc
14,22-25; Lc 22,19-20) y es la definitiva del banquete mesiánico en el
Cielo (cfr Lc 14,15ss; Ap 3,20; 19,9). Él es el Pastor real, rey en la
dulzura y en el perdón, entronizado en el leño glorioso de la Cruz (cfr
Jn 3,13-15; 12,32; 17,4-5).
Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 23 nos invita a renovar
nuestra confianza en Dios, abandonándonos totalmente en sus manos.
Pidamos con fe que el Señor nos conceda caminar para siempre por sus
senderos como grey dócil y obediente, nos acoja en su casa, en su mesa y
nos conduzca hacia “aguas tranquilas”, para que en la acogida del don
de su Espíritu, podamos beber en sus fuentes, manantiales de esa agua
viva que “salta hasta la vida eterna” (Jn 4,14; cfr 7,37-39). Gracias.