"Jesús es el sol que apareció en el horizonte de la humanidad
para iluminar la existencia personal de cada uno de nosotros y para
guiarnos a todos juntos hacia la meta de nuestra peregrinación, hacia la
tierra de la libertad y de la paz, en donde viviremos para siempre en
plena comunión con Dios y entre nosotros."
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, en la solemnidad de la Epifanía del Señor, he ordenado, en la basílica de San Pedro, a dos nuevos obispos; por eso, perdonad el retraso. Esta fiesta de la Epifanía es una fiesta muy antigua, que tiene su origen en el Oriente cristiano y pone de relieve el misterio de la manifestación de Jesucristo a todas las naciones, representadas por los Magos que acudieron a adorar al Rey de los judíos recién nacido en Belén, como narra el Evangelio de san Mateo (cf. 2, 1-12). La «luz nueva» que se encendió en la noche de Navidad (cf. Prefacio de Navidad I), hoy comienza a brillar sobre el mundo, como sugiere la imagen de la estrella, un signo celestial que atrajo la atención de los Magos y los guió en su viaje hacia Judea.
Todo el período de Navidad y de Epifanía se caracteriza por el tema de la luz, vinculado al hecho de que, en el hemisferio norte, después del solsticio de invierno, el día vuelve a alargarse con respecto a la noche. Pero, más allá de su posición geográfica, para todos los pueblos vale la palabra de Cristo: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). Jesús es el sol que apareció en el horizonte de la humanidad para iluminar la existencia personal de cada uno de nosotros y para guiarnos a todos juntos hacia la meta de nuestra peregrinación, hacia la tierra de la libertad y de la paz, en donde viviremos para siempre en plena comunión con Dios y entre nosotros.
El anuncio de este misterio de salvación fue confiado por Cristo a su Iglesia. Ese misterio —escribe san Pablo— «ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa en Jesucristo, por el Evangelio» (Ef 3, 5-6). La invitación que el profeta Isaías dirigía a la ciudad santa Jerusalén se puede aplicar a la Iglesia: «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Las tinieblas cubren la tierra; la oscuridad, los pueblos; pero sobre ti amanecerá el Señor y su gloria se verá sobre ti» (Is 60, 1-2). Es así, como dice el Profeta: el mundo, con todos sus recursos, no es capaz de dar a la humanidad la luz para orientarla en su camino. Lo constatamos también en nuestros días: la civilización occidental parece haber perdido la orientación, navega a vista. Pero la Iglesia, gracias a la Palabra de Dios, ve a través de estas nieblas. No posee soluciones técnicas, pero tiene la mirada dirigida a la meta, y ofrece la luz del Evangelio a todos los hombres de buena voluntad, de cualquier nación y cultura.
Esta es también la misión de los representantes pontificios ante los Estados y las Organizaciones internacionales. Precisamente esta mañana, como ya dije, tuve la alegría de conferir la ordenación episcopal a dos nuevos nuncios apostólicos. Encomendemos a la Virgen María su servicio y la obra evangelizadora de toda la Iglesia.
Hoy, en la solemnidad de la Epifanía del Señor, he ordenado, en la basílica de San Pedro, a dos nuevos obispos; por eso, perdonad el retraso. Esta fiesta de la Epifanía es una fiesta muy antigua, que tiene su origen en el Oriente cristiano y pone de relieve el misterio de la manifestación de Jesucristo a todas las naciones, representadas por los Magos que acudieron a adorar al Rey de los judíos recién nacido en Belén, como narra el Evangelio de san Mateo (cf. 2, 1-12). La «luz nueva» que se encendió en la noche de Navidad (cf. Prefacio de Navidad I), hoy comienza a brillar sobre el mundo, como sugiere la imagen de la estrella, un signo celestial que atrajo la atención de los Magos y los guió en su viaje hacia Judea.
Todo el período de Navidad y de Epifanía se caracteriza por el tema de la luz, vinculado al hecho de que, en el hemisferio norte, después del solsticio de invierno, el día vuelve a alargarse con respecto a la noche. Pero, más allá de su posición geográfica, para todos los pueblos vale la palabra de Cristo: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). Jesús es el sol que apareció en el horizonte de la humanidad para iluminar la existencia personal de cada uno de nosotros y para guiarnos a todos juntos hacia la meta de nuestra peregrinación, hacia la tierra de la libertad y de la paz, en donde viviremos para siempre en plena comunión con Dios y entre nosotros.
El anuncio de este misterio de salvación fue confiado por Cristo a su Iglesia. Ese misterio —escribe san Pablo— «ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa en Jesucristo, por el Evangelio» (Ef 3, 5-6). La invitación que el profeta Isaías dirigía a la ciudad santa Jerusalén se puede aplicar a la Iglesia: «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Las tinieblas cubren la tierra; la oscuridad, los pueblos; pero sobre ti amanecerá el Señor y su gloria se verá sobre ti» (Is 60, 1-2). Es así, como dice el Profeta: el mundo, con todos sus recursos, no es capaz de dar a la humanidad la luz para orientarla en su camino. Lo constatamos también en nuestros días: la civilización occidental parece haber perdido la orientación, navega a vista. Pero la Iglesia, gracias a la Palabra de Dios, ve a través de estas nieblas. No posee soluciones técnicas, pero tiene la mirada dirigida a la meta, y ofrece la luz del Evangelio a todos los hombres de buena voluntad, de cualquier nación y cultura.
Esta es también la misión de los representantes pontificios ante los Estados y las Organizaciones internacionales. Precisamente esta mañana, como ya dije, tuve la alegría de conferir la ordenación episcopal a dos nuevos nuncios apostólicos. Encomendemos a la Virgen María su servicio y la obra evangelizadora de toda la Iglesia.
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