"No todos somos padres, pero
ciertamente todos somos hijos. Venir al mundo nunca es una decisión
personal, no se nos pregunta antes si queremos nacer. Pero, durante la
vida, podemos madurar una actitud libre con respecto a la vida misma:
podemos acogerla como un don y, en cierto sentido, «llegar a ser» lo que
ya somos: llegar a ser hijos. Este paso marca un viraje de madurez en nuestro ser y en la relación con nuestros padres, que nos impulsa a la gratitud"
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy celebramos la fiesta del Bautismo del Señor. Esta mañana he conferido el sacramento del Bautismo a dieciséis niños, y por este motivo quiero proponer una breve reflexión sobre el hecho de que somos hijos de Dios. Ahora bien, ante todo partamos del hecho de que somos simplemente hijos: esta es la condición fundamental, común a todos. No todos somos padres, pero ciertamente todos somos hijos. Venir al mundo nunca es una decisión personal, no se nos pregunta antes si queremos nacer. Pero, durante la vida, podemos madurar una actitud libre con respecto a la vida misma: podemos acogerla como un don y, en cierto sentido, «llegar a ser» lo que ya somos: llegar a ser hijos. Este paso marca un viraje de madurez en nuestro ser y en la relación con nuestros padres, que nos impulsa a la gratitud. Es un paso que nos hace capaces de ser, también nosotros, padres, no biológica sino moralmente.
Del mismo modo, con respecto a Dios todos somos hijos. Dios está en el origen de la existencia de toda criatura, y es Padre de modo singular de cada ser humano: con él o con ella tiene una relación única, personal. Cada uno de nosotros es querido, es amado por Dios. Y también en esta relación con Dios podemos, por decirlo así, «renacer», es decir, llegar a ser lo que somos. Esto acontece mediante la fe, mediante un «sí» profundo y personal a Dios como origen y fundamento de nuestra existencia. Con este «sí» yo acojo la vida como don del Padre que está en el cielo, un Padre a quien no veo, pero en el cual creo y a quien siento en lo más profundo del corazón, que es Padre mío y de todos mis hermanos en la humanidad, un Padre inmensamente bueno y fiel. ¿En qué se basa esta fe en Dios Padre? Se basa en Jesucristo: su persona y su historia nos revelan al Padre, nos lo dan a conocer, en la medida de lo posible, en este mundo. Creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, permite «renacer de lo alto», es decir, de Dios, que es Amor (cf. Jn 3, 3). Y tengamos presente, una vez más, que nadie se hace a sí mismo hombre: nacimos sin haber hecho nada nosotros; el pasivo de haber nacido precede al activo de nuestro hacer. Lo mismo sucede en el nivel de ser cristianos: nadie puede hacerse cristiano sólo por su propia voluntad; también el ser cristiano es un don que precede a nuestro hacer: debemos renacer con un nuevo nacimiento. San Juan dice: «A cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios» (Jn 1, 12). Este es el sentido del sacramento del Bautismo: el Bautismo es este nuevo nacimiento, que precede a nuestro hacer. Con nuestra fe podemos salir al encuentro de Cristo, pero sólo él mismo puede hacernos cristianos y dar a esta voluntad nuestra, a este deseo nuestro, la respuesta, la dignidad, el poder de llegar a ser hijos de Dios, que por nosotros mismos no tenemos.
Queridos amigos, este domingo del Bautismo del Señor concluye el tiempo de Navidad. Demos gracias a Dios por este gran misterio, que es fuente de regeneración para la Iglesia y para todo el mundo. Dios se hizo hijo del hombre, para que el hombre llegara a ser hijo de Dios. Renovemos, por tanto, la alegría de ser hijos: como hombres y como cristianos; nacidos y renacidos a una nueva existencia divina. Nacidos por el amor de un padre y de una madre, y renacidos por el amor de Dios, mediante el Bautismo. A la Virgen María, Madre de Cristo y de todos los que creen en él, pidámosle que nos ayude a vivir realmente como hijos de Dios, no de palabra, o no sólo de palabra, sino con obras. San Juan escribe también: «Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó» (1 Jn 3, 23).
Hoy celebramos la fiesta del Bautismo del Señor. Esta mañana he conferido el sacramento del Bautismo a dieciséis niños, y por este motivo quiero proponer una breve reflexión sobre el hecho de que somos hijos de Dios. Ahora bien, ante todo partamos del hecho de que somos simplemente hijos: esta es la condición fundamental, común a todos. No todos somos padres, pero ciertamente todos somos hijos. Venir al mundo nunca es una decisión personal, no se nos pregunta antes si queremos nacer. Pero, durante la vida, podemos madurar una actitud libre con respecto a la vida misma: podemos acogerla como un don y, en cierto sentido, «llegar a ser» lo que ya somos: llegar a ser hijos. Este paso marca un viraje de madurez en nuestro ser y en la relación con nuestros padres, que nos impulsa a la gratitud. Es un paso que nos hace capaces de ser, también nosotros, padres, no biológica sino moralmente.
Del mismo modo, con respecto a Dios todos somos hijos. Dios está en el origen de la existencia de toda criatura, y es Padre de modo singular de cada ser humano: con él o con ella tiene una relación única, personal. Cada uno de nosotros es querido, es amado por Dios. Y también en esta relación con Dios podemos, por decirlo así, «renacer», es decir, llegar a ser lo que somos. Esto acontece mediante la fe, mediante un «sí» profundo y personal a Dios como origen y fundamento de nuestra existencia. Con este «sí» yo acojo la vida como don del Padre que está en el cielo, un Padre a quien no veo, pero en el cual creo y a quien siento en lo más profundo del corazón, que es Padre mío y de todos mis hermanos en la humanidad, un Padre inmensamente bueno y fiel. ¿En qué se basa esta fe en Dios Padre? Se basa en Jesucristo: su persona y su historia nos revelan al Padre, nos lo dan a conocer, en la medida de lo posible, en este mundo. Creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, permite «renacer de lo alto», es decir, de Dios, que es Amor (cf. Jn 3, 3). Y tengamos presente, una vez más, que nadie se hace a sí mismo hombre: nacimos sin haber hecho nada nosotros; el pasivo de haber nacido precede al activo de nuestro hacer. Lo mismo sucede en el nivel de ser cristianos: nadie puede hacerse cristiano sólo por su propia voluntad; también el ser cristiano es un don que precede a nuestro hacer: debemos renacer con un nuevo nacimiento. San Juan dice: «A cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios» (Jn 1, 12). Este es el sentido del sacramento del Bautismo: el Bautismo es este nuevo nacimiento, que precede a nuestro hacer. Con nuestra fe podemos salir al encuentro de Cristo, pero sólo él mismo puede hacernos cristianos y dar a esta voluntad nuestra, a este deseo nuestro, la respuesta, la dignidad, el poder de llegar a ser hijos de Dios, que por nosotros mismos no tenemos.
Queridos amigos, este domingo del Bautismo del Señor concluye el tiempo de Navidad. Demos gracias a Dios por este gran misterio, que es fuente de regeneración para la Iglesia y para todo el mundo. Dios se hizo hijo del hombre, para que el hombre llegara a ser hijo de Dios. Renovemos, por tanto, la alegría de ser hijos: como hombres y como cristianos; nacidos y renacidos a una nueva existencia divina. Nacidos por el amor de un padre y de una madre, y renacidos por el amor de Dios, mediante el Bautismo. A la Virgen María, Madre de Cristo y de todos los que creen en él, pidámosle que nos ayude a vivir realmente como hijos de Dios, no de palabra, o no sólo de palabra, sino con obras. San Juan escribe también: «Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó» (1 Jn 3, 23).
0 Comentarios