(Mt 13, 1-23), Jesús se dirige a la
multitud con la célebre parábola del sembrador. Es una página de algún modo
«autobiográfica», porque refleja la experiencia misma de Jesús, de su
predicación: él se identifica con el sembrador, que esparce la buena semilla de
la Palabra de Dios, y percibe los diversos efectos que obtiene, según el tipo de
acogida reservada al anuncio. Hay quien escucha superficialmente la Palabra pero
no la acoge; hay quien la acoge en un primer momento pero no tiene constancia y
lo pierde todo; hay quien queda abrumado por las preocupaciones y seducciones
del mundo; y hay quien escucha de manera receptiva como la tierra buena: aquí la
Palabra da fruto en abundancia.
Pero este Evangelio insiste también en el «método» de la predicación de
Jesús, es decir, precisamente, en el uso de las parábolas. «¿Por qué les hablas en parábolas?», preguntan los discípulos (Mt 13,
10). Y Jesús responde poniendo una distinción entre ellos y la multitud: a los
discípulos, es decir, a los que ya se han decidido por él, les puede hablar del
reino de Dios abiertamente; en cambio, a los demás debe anunciarlo en parábolas,
para estimular precisamente la decisión, la conversión del corazón; de hecho,
las parábolas, por su naturaleza, requieren un esfuerzo de interpretación,
interpelan la inteligencia pero también la libertad. Explica san Juan
Crisóstomo: «Jesús pronunció estas palabras con la intención de atraer a sí a
sus oyentes y solicitarlos asegurando que, si se dirigen a él, los sanará» (Com.
al Evang. de Mat., 45, 1-2). En el fondo, la verdadera «Parábola» de Dios es
Jesús mismo, su Persona, que, en el signo de la humanidad, oculta y al mismo
tiempo revela la divinidad. De esta manera Dios no nos obliga a creer en él,
sino que nos atrae hacia sí con la verdad y la bondad de su Hijo encarnado: de
hecho, el amor respeta siempre la libertad.
(Extracto Ángelus - Castelgandolfo 10 de julio de 2011)
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