Benedicto XVI recuerda la figura de Lutero y reflexiona sobre la pregunta que se hizo: "¿Cómo puedo tener un Dios misericordioso?". En el mundo en que vivimos son pocos los que se plantean esta cuestión, piensan en un Dios generoso al final de la vida que "no tendrá en cuenta nuestras faltas". Pero concluye "no, el mal no es una nimiedad".
Prosigue comentando que luteranos y católicos coincidimos en que "Jesucristo sea el centro de nuestra espiritualidad y que
su amor, la intimidad con Él, oriente nuestra vida".
Una vez visto los puntos en que coincidimos entra en la raíz de la cuestión ecuménica: "pero, ¿qué tiene
esto que ver con nuestra situación ecuménica?". Por un lado, "no perdamos casi
inadvertidamente las grandes cosas que tenemos en común" y, por otro lado, "una fe pensada y vivida
de un modo nuevo, mediante la cual Cristo, y con Él, el Dios viviente,
entre en nuestro mundo".
Distinguidos Señores y Señoras:
Al tomar la palabra, quisiera ante todo dar gracias por tener esta
ocasión de encontrarles. Mi particular gratitud al presidente Schneider
que me ha dado la bienvenida y me ha recibido entre ustedes con sus
amables palabras, quisiera agradecer al mismo tiempo por el don especial
de que nuestro encuentro se desarrolle en este histórico lugar.
Como Obispo de Roma, es para mí un momento emocionante encontrarme en
el antiguo convento agustino de Erfurt con los representantes del
Consejo de la Iglesia Evangélica de Alemania. Aquí, Lutero estudió
teología. Aquí, en 1507, fue ordenado sacerdote. Contra los deseos de su
padre, no continuó los estudios de derecho, sino que estudió teología y
se encaminó hacia el sacerdocio en la Orden de San Agustín. En este
camino, no le interesaba esto o aquello. Lo que le quitaba la paz era la
cuestión de Dios, que fue la pasión profunda y el centro de su vida y
de su camino. "¿Cómo puedo tener un Dios misericordioso?": Esta pregunta
le penetraba el corazón y estaba detrás de toda su investigación
teológica y de toda su lucha interior. Para él, la teología no era una
cuestión académica, sino una lucha interior consigo mismo, y luego esto
se convertía en una lucha sobre Dios y con Dios.
"¿Cómo puedo tener un Dios misericordioso?" No deja de sorprenderme
que esta pregunta haya sido la fuerza motora de su camino. ¿Quién se
ocupa actualmente de esta cuestión, incluso entre los cristianos? ¿Qué
significa la cuestión de Dios en nuestra vida, en nuestro anuncio? La
mayor parte de la gente, también de los cristianos, da hoy por
descontado que, en último término, Dios no se interesa por nuestros
pecados y virtudes. Él sabe, en efecto, que todos somos solamente carne.
Si hoy se cree aún en un más allá y en un juicio de Dios, en la
práctica, casi todos presuponemos que Dios deba ser generoso y, al
final, en su misericordia, no tendrá en cuenta nuestras pequeñas faltas.
Pero, ¿son verdaderamente tan pequeñas nuestras faltas? ¿Acaso no se
destruye el mundo a causa de la corrupción de los grandes, pero también
de los pequeños, que sólo piensan en su propio beneficio? ¿No se
destruye a causa del poder de la droga que se nutre, por una parte, del
ansia de vida y de dinero, y por otra, de la avidez de placer de quienes
son adictos a ella? ¿Acaso no está amenazado por la creciente tendencia
a la violencia que se enmascara a menudo con la apariencia de una
religiosidad? Si fuese más vivo en nosotros el amor de Dios, y a partir
de Él, el amor por el prójimo, por las creaturas de Dios, por los
hombres, ¿podrían el hambre y la pobreza devastar zonas enteras del
mundo? Las preguntas en ese sentido podrían continuar. No, el mal no es
una nimiedad. No podría ser tan poderoso, si nosotros pusiéramos a Dios
realmente en el centro de nuestra vida. La pregunta: ¿Cómo se sitúa Dios
respecto a mí, cómo me posiciono yo ante Dios? Esta pregunta candente
de Martín Lutero debe convertirse otra vez, y ciertamente de un modo
nuevo, también en una pregunta nuestra. Pienso que esto sea la primera
cuestión que nos interpela al encontrarnos con Martín Lutero.
Y después es importante: Dios, el único Dios, el Creador del cielo y
de la tierra, es algo distinto de una hipótesis filosófica sobre el
origen del cosmos. Este Dios tiene un rostro y nos ha hablado, en
Jesucristo hecho hombre, se hizo uno de nosotros; Dios verdadero y
verdadero hombre a la vez. El pensamiento de Lutero y toda su
espiritualidad eran completamente cristocéntricos. Para Lutero, el
criterio hermenéutico decisivo en la interpretación de la Sagrada
Escritura era: "Lo que conduce a la causa de Cristo". Sin embargo, esto
presupone que Jesucristo sea el centro de nuestra espiritualidad y que
su amor, la intimidad con Él, oriente nuestra vida.
Quizás, ustedes podrían decir ahora: De acuerdo. Pero, ¿qué tiene
esto que ver con nuestra situación ecuménica? ¿No será todo esto
solamente un modo de eludir con muchas palabras los problemas urgentes
en los que esperamos progresos prácticos, resultados concretos? A este
respecto les digo: Lo más necesario para el ecumenismo es sobre todo
que, presionados por la secularización, no perdamos casi
inadvertidamente las grandes cosas que tenemos en común, aquellas que de
por sí nos hacen cristianos y que tenemos como don y tarea. Fue un
error de la edad confesional haber visto mayormente aquello que nos
separa, y no haber percibido en modo esencial lo que tenemos en común en
las grandes pautas de la Sagrada Escritura y en las profesiones de fe
del cristianismo antiguo. Éste ha sido el gran progreso ecuménico de los
últimos decenios: nos dimos cuenta de esta comunión y, en el orar y
cantar juntos, en la tarea común por el ethos cristiano ante el mundo,
en el testimonio común del Dios de Jesucristo en este mundo, reconocemos
esta comunión como nuestro fundamento imperecedero.
Por desgracia, el riesgo de perderla es real. Quisiera señalar aquí
dos aspectos. En los últimos tiempos, la geografía del cristianismo ha
cambiado profundamente y sigue cambiando todavía. Ante una nueva forma
de cristianismo, que se difunde con un inmenso dinamismo misionero, a
veces preocupante en sus formas, las Iglesias confesionales históricas
se quedan frecuentemente perplejas. Es un cristianismo de escasa
densidad institucional, con poco bagaje racional, menos aún dogmático, y
con poca estabilidad. Este fenómeno mundial nos pone a todos ante la
pregunta: ¿Qué nos transmite, positiva y negativamente, esta nueva forma
de cristianismo? Sea lo que fuere, nos sitúa nuevamente ante la
pregunta sobre qué es lo que permanece siempre válido y qué pueda o deba
cambiarse ante la cuestión de nuestra opción fundamental en la fe.
Más profundo, y en nuestro país, más candente, es el segundo desafío
para todo el cristianismo; quisiera hablar de ello: se trata del
contexto del mundo secularizado en el cual debemos vivir y dar
testimonio hoy de nuestra fe. La ausencia de Dios en nuestra sociedad se
nota cada vez más, la historia de su revelación, de la que nos habla la
Escritura, parece relegada a un pasado que se aleja cada vez más.
¿Acaso es necesario ceder a la presión de la secularización, llegar a
ser modernos adulterando la fe? Naturalmente, la fe tiene que ser
nuevamente pensada y, sobre todo, vivida, hoy de modo nuevo, para que se
convierta en algo que pertenece al presente. Ahora bien, a ello no
ayuda su adulteración, sino vivirla íntegramente en nuestro hoy. Esto es
una tarea ecuménica central. En esto debemos ayudarnos mutuamente, a
creer cada vez más viva y profundamente. No serán las tácticas las que
nos salven, las que salven el cristianismo, sino una fe pensada y vivida
de un modo nuevo, mediante la cual Cristo, y con Él, el Dios viviente,
entre en nuestro mundo. Como los mártires de la época nazi propiciaron
nuestro acercamiento recíproco, suscitando la primera apertura
ecuménica, del mismo modo también hoy la fe, vivida a partir de lo
íntimo de nosotros mismos, en un mundo secularizado, será la fuerza
ecuménica más poderosa que nos congregará, guiándonos a la unidad en el
único Señor.
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