La alegría del pueblo (Salmo 126)

Catequesis - Audiencias de Benedicto XVI sobre la Escuela de Oración (Roma, 12 de octubre de 2011)

El Salmo 126 es un salmo de alegría. Benedicto XVI explica lo que significa este salmo en la tradición y lo aplica a nuestra oración: "deberíamos ver más a menudo, cómo en las vivencias de nuestra vida, el Señor nos ha protegido, guiado y ayudado, alabándolo por cuánto ha hecho y hace por nosotros. Debemos estar más atentos a las cosas buenas que el Señor nos da." Por lo tanto, el salmo 126 "nos enseña que, en nuestra oración, siempre debemos permanecer abiertos a la esperanza y firmes en la fe de Dios". y además "debemos aprender en nuestras noches oscuras, no olvidar que la luz existe, que Dios está en medio de nuestra vida y que podemos sembrar con la confianza de que el gran Sí de Dios es más fuerte que todos nosotros".





Queridos hermanos y hermanas,

En las catequesis precedentes meditamos sobre algunos Salmos de lamentación y de confianza. Hoy quisiera que reflexionáramos juntos sobre un Salmo con notas festivas, una oración que, en la alegría, canta las maravillas de Dios. Es el Salmo 126 - según la datación greco latina 125 – que celebra las grandes cosas que el Señor ha obrado con su pueblo y que obra continuamente con todo creyente.

El Salmista, en nombre de todo Israel, comienza su oración recordando la experiencia exaltante de la salvación:

«Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, 
nos parecía que soñábamos: 
la boca se nos llenaba de risas. La lengua, de cantares. 
Hasta los gentiles decían: 
‘¡El Señor ha estado grande con ellos » (vv. 1-2a).

El Salmo habla de una “suerte cambiada”, es decir, devuelta a su estado originario, con todas sus precedentes características positivas. Se parte, es decir, de una situación de sufrimiento y de necesidad, a la que Dios responde obrando con la salvación y volviendo a llevar al orante a la condición de antes, aún más enriquecida y mejorada. Es lo que le sucede a Job, cuando el Señor le vuelve a donar todo lo que había perdido, duplicándolo y brindándole una bendición aún mayor (cfr Jacob 42,10-13), y es lo que experimenta el pueblo de Israel, regresando a su patria, desde el exilio babilónico. Este Salmo se interpreta, precisamente, en referencia con el fin de la deportación a la tierra extranjera: la expresión “cambió la suerte de Sión” se lee y comprende en la tradición como un “hacer volver a los prisioneros de Sión”. En efecto, el retorno del exilio es paradigma de toda intervención divina de salvación, porque la caída de Jerusalén y la deportación a Babilonia fueron un experiencia devastadora para el pueblo elegido, no sólo en el plano político y social, sino también - y sobre todo - en el plano religioso y espiritual. La pérdida de la tierra, el fin de la monarquía davídica y la destrucción del Templo parecen desmentir las promesas divinas, y el pueblo de la alianza, disperso entre los paganos, se interroga dolorosamente sobre un Dios que parece que lo ha abandonado. Por ello, el fin de la deportación y el retorno a la patria se experimentan como un maravilloso retorno a la fe, a la confianza, a la comunión con el Señor; es un “restablecimiento de la suerte” que implica también conversión del corazón, perdón, el reencuentro de la amistad con Dios, tomar conciencia de su misericordia y la renovada posibilidad de alabarlo (cfr Jer 29,12-14; 30,18-20; 33,6-11; Ez 39,25-29). Se trata de una experiencia de alegría rebosante, de sonrisas y gritos de júbilo, tan linda que “parecía que soñábamos”.

Las intervenciones divinas tienen a menudo una forma inesperada, que va mucho más allá de lo que el hombre se pueda imaginar. He aquí, entonces, la maravilla y la alegría que se expresan con la alabanza: “‘¡El Señor ha estado grande con ellos!”. Es lo que dicen las naciones y lo que proclama Israel:

«Hasta los mismos paganos decían: 
‘¡El Señor hizo por ellos grandes cosas!’. 
¡Grandes cosas hizo el Señor por nosotros 
y estamos rebosantes de alegría!» (vv. 2b-3).
Dios hace maravillas en la historia de los hombres. Obrando la salvación, se revela a todos como Señor poderoso y misericordioso, refugio del oprimido, que no olvida el clamor de los pobres (cfr Sal 9,10.13), que ama la justicia y el derecho y la tierra está llena de su amor (cfr Sal 33,5). Por ello, ante la liberación del pueblo de Israel, todas las gentes reconocen las cosas grandes y estupendas que Dios cumple en favor de su pueblo y celebran al Señor en la su realidad de Salvador. E Israel hace resonar la proclamación de las naciones y la repite como protagonista, como directo destinatario de la acción divina: «Grandes cosas hizo el Señor por nosotros»; “por nosotros”, o más precisamente, “con nosotros”, en hebraico ‘immanû, afirmando así esa relación privilegiada que el Señor mantiene con sus elegidos y que encontrará en el nombre Immanuel, “Dios con nosotros” - con el que es llamado Jesús - su culmen y su plena manifestación (cfr Mt 1,23).

Queridos hermanos y hermanas, en nuestra oración deberíamos ver más a menudo, cómo en las vivencias de nuestra vida, el Señor nos ha protegido, guiado y ayudado, alabándolo por cuánto ha hecho y hace por nosotros. Debemos estar más atentos a las cosas buenas que el Señor nos da. Estamos atentos siempre a los problemas y a las dificultades y casi no queremos percibir que hay cosas bellas que vienen del Señor. Esta atención que se vuelve gratitud es muy importante para nosotros y nos crea una memoria del bien que nos ayuda también en las horas oscuras. Dios cumple cosas grandes y el que las experimenta está atento a la bondad del Señor, con la atención del corazón rebosante de alegría. Con esta nota festiva se concluye la primera parte del Salmo. Ser salvados y volver a la patria desde el exilio es como volver a la vida: la liberación da paso a la sonrisa, pero, al mismo tiempo, a la espera de un cumplimiento aun por desear y pedir. Ésta es la segunda parte de nuestro Salmo que dice así:

«¡Cambia, Señor, nuestra suerte como los torrentes del Négueb! 
Los que siembran entre lágrimas cosecharán entre canciones. 
El sembrador va llorando cuando esparce la semilla, 
pero vuelve cantando cuando trae las gavillas» (4-6).

Así como, al comienzo de su oración, el Salmista celebraba la alegría de una suerte ya restablecida por el Señor, ahora la pide como algo que todavía se debe realizar. Este Salmo se aplica al retorno del exilio, esta aparente contradicción se explicaría con la experiencia histórica, vivida por Israel, de un retorno difícil a la patria, sólo parcial, que lleva al orante a solicitar una ulterior intervención divina, para llevar a la plenitud la restauración del pueblo.

Pero el Salmo va más allá del dato puramente histórico para abrirse a dimensiones más amplias, de tipo teológico. La experiencia consoladora de la liberación de Babilonia es, sin embargo, todavía incompleta, “ya” ocurrida, pero “no aún” marcada por la definitiva plenitud. Así pues, mientras celebra con alegría la salvación recibida, la oración se abre a la expectativa de la plena realización. Por esto el Salmo utiliza imágenes particulares, que, con su complejidad, se refieren a la realidad misteriosa de la redención, en la que se entrelazan don recibido pero aún no poseído, vida y muerte, alegría de ensueño y lágrimas de dolor. La primera imagen alude a los torrentes secos del desierto del Negev, que con las lluvias rebosan de agua impetuosa que vuelve a dar vida a la tierra reseca y la hace florecer de nuevo. La petición del salmista es, pues, que se restablezca la suerte del pueblo y que el retorno del exilio sea para él como el agua, abrumadora e irresistible, capaz de convertir el desierto en una vasta extensión de hierba verde y flores.

La segunda imagen se desplaza de las colinas áridas y rocosas del Negev a los campos que los agricultores cultivan para sacar alimentos. Para hablar de la salvación, aquí se recuerda la experiencia que se renueva cada año en el mundo agrícola: el tiempo difícil y agotador de la siembra y la alegría incontenible de la cosecha. Una siembra acompañada por lágrimas, porque se lanza lo que podría convertirse en pan, exponiéndose a una espera llena de incertidumbre: el campesino trabaja, prepara la tierra, esparce la simiente, pero no sabe donde caerá aquella semilla, si se la comerán los pájaros, si prenderá, si echará raíces, si reconvertirá en espiga (cfr Mateo 13,3-9; Marcos 4,2-9; Lucas 8,4-8). Lanzar la semilla es un acto de confianza y de esperanza; es necesario el trabajo del hombre, pero luego se entra en una espera impotente, muchos factores entran en juego y son determinantes para el éxito de la cosecha y que el riesgo del fracaso siempre está al acecho. Y sin embargo, año tras año, el agricultor repite su gesto y echa su semilla. Y cuando ésta se convierte en espiga, y los campos se llenan de cultivos, estalla la alegría del que se encuentra ante un prodigio extraordinario. Jesús conocía muy bien esta experiencia y habla de ella con los suyos: "Decía:" Así es el reino de Dios; como un hombre que echa la semilla sobre la tierra, duerma o vele noche o día, la semilla nace y crece, sin que el sepa como"(Marcos 4:26-27). Es el misterio escondido de la vida, son las maravillosas “grandes cosas” de la salvación que el Señor obra en la historia de los hombres y que los hombres ignoran el secreto.

La intervención divina, cuando se manifiesta en su plenitud, muestra una dimensión rebosante, como los torrentes del Negev y como los campos de trigo, evocadora esta última imagen también de una desproporción típica de las cosas de Dios: la desproporción entre el esfuerzo de la siembra y la "inmensa alegría" de la cosecha, entre la ansiedad de la espera y la visión tranquila de los graneros llenos, entre las pequeñas semillas sembradas en pequeños montículos de tierra y los grandes haces de oro del sol. En la cosecha, todo se transforma, el llanto ha terminado, y ha dado paso a los gritos exultantes de alegría.

A todo esto hace referencia el Salmista para hablar de la salvación, de la liberación, del restablecimiento de la suerte, del retorno del exilio. La deportación a Babilonia, como cualquier situación de sufrimiento y de crisis, con su dolorosa oscuridad hecha de dudas y de aparente alejamiento de Dios, en realidad, dice nuestro Salmo, es como una siembra. En el Misterio de Cristo, a la luz del Nuevo Testamento, el mensaje se hace todavía más explícito y claro: el creyente que atraviesa aquella oscuridad es como el grano de trigo que cae a tierra y muere para dar mucho fruto (cfr Juan 12,24); o retomando otra imagen querida por Jesús, es como la mujer que sufre durante el parto para llegar a la alegría de haber dado luz a una nueva vida. (cfr Juan 16,21).

Queridos hermanos y hermanas, este Salmo nos enseña que, en nuestra oración, siempre debemos permanecer abiertos a la esperanza y firmes en la fe de Dios. Nuestra historia, aunque a menudo marcada por el dolor, por la incertidumbre, con momentos de crisis, es una historia de la salvación y del "restablecimiento de las suertes". En Jesús, todo nuestro exilio termina, y cada lágrima se seca, en el misterio de su Cruz, de la muerte transformada en vida, como un grano de trigo que se ha abierto en la tierra y se convierte en espiga.

También para nosotros este descubrimiento de Jesucristo es la gran alegría del Sí de Dios, del restablecimiento de nuestra suerte. Pero aquellos que volvieron de Babilonia llenos de alegría encontraron una tierra empobrecida, devastada, y sufrieron durante la siembra llorando hasta la cosecha de trigo. Así también nosotros, después del gran descubrimiento de Jesús, nuestra vida, la verdad, el camino, entrando en la tierra de la fe, en el terreno de la fe encontramos también a menudo una vida oscura, dura, difícil, una siembra con lágrimas, pero estamos seguros que la luz de Cristo nos dará al final la gran cosecha. Y esto debemos aprender en nuestras noches oscuras, no olvidar que la luz existe, que Dios está en medio de nuestra vida y que podemos sembrar con la confianza de que el gran Sí de Dios es más fuerte que todos nosotros. Lo importante es no perder esta unión, este recuerdo de la presencia de Dios en nuestra vida, esta alegría profunda, que Dios ha entrado liberándonos, en esta gratitud por el descubrimiento de Jesucristo que ha venido entre nosotros, y esta gratitud se transforma en esperanza, estrella de la esperanza que nos da la confianza, es la luz y precisamente el dolor de la siembra es el inicio de la nueva vida, de la gran y definitiva alegría de Dios. Gracias.