En el diálogo de Jesús con la mujer samaritana encontramos a Jesús cansado y que tiene sed de almas. El símbolo del agua alude claramente al bautismo.
Queridos hermanos y hermanas:
Este tercer domingo de Cuaresma se caracteriza por el célebre diálogo de Jesús con la mujer samaritana, narrado por el evangelista san Juan. La mujer iba todos los días a sacar agua de un antiguo pozo, que se remontaba a los tiempos del patriarca Jacob, y ese día se encontró con Jesús, sentado, «cansado del camino» (Jn 4, 6). San Agustín comenta: «Hay un motivo en el cansancio de Jesús... La fuerza de Cristo te ha creado, la debilidad de Cristo te ha regenerado... Con la fuerza nos ha creado, con su debilidad vino a buscarnos» (In Ioh. Ev., 15, 2). El cansancio de Jesús, signo de su verdadera humanidad, se puede ver como un preludio de su pasión, con la que realizó la obra de nuestra redención. En particular, en el encuentro con la Samaritana, en el pozo, sale el tema de la «sed» de Cristo, que culmina en el grito en la cruz: «Tengo sed» (Jn 19, 28). Ciertamente esta sed, como el cansancio, tiene una base física. Pero Jesús, como dice también Agustín, «tenía sed de la fe de esa mujer» (In Ioh. Ev., 15, 11), al igual que de la fe de todos nosotros. Dios Padre lo envió para saciar nuestra sed de vida eterna, dándonos su amor, pero para hacernos este don Jesús pide nuestra fe. La omnipotencia del Amor respeta siempre la libertad del hombre; llama a su corazón y espera con paciencia su respuesta.
En el encuentro con la Samaritana, destaca en primer lugar el símbolo del agua, que alude claramente al sacramento del Bautismo, manantial de vida nueva por la fe en la gracia de Dios. En efecto, este Evangelio, como recordé en la catequesis del miércoles de Ceniza, forma parte del antiguo itinerario de preparación de los catecúmenos a la iniciación cristiana, que tenía lugar en la gran Vigilia de la noche de Pascua. «El que beba del agua que yo le daré —dice Jesús—, nunca más tendrá sed. El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 14). Esta agua representa al Espíritu Santo, el «don» por excelencia que Jesús vino a traer de parte de Dios Padre. Quien renace por el agua y el Espíritu Santo, es decir, en el Bautismo, entra en una relación real con Dios, una relación filial, y puede adorarlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23.24), como revela también Jesús a la mujer samaritana. Gracias al encuentro con Jesucristo y al don del Espíritu Santo, la fe del hombre llega a su cumplimiento, como respuesta a la plenitud de la revelación de Dios.
Cada uno de nosotros puede identificarse con la mujer samaritana: Jesús nos espera, especialmente en este tiempo de Cuaresma, para hablar a nuestro corazón, a mi corazón. Detengámonos un momento en silencio, en nuestra habitación, o en una iglesia, o en otro lugar retirado. Escuchemos su voz que nos dice: «Si conocieras el don de Dios...». Que la Virgen María nos ayude a no faltar a esta cita, de la que depende nuestra verdadera felicidad.
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