Discurso - Vísperas en la Cartuja de San Bruno (Calabria, 9 de octubre de 2011) - Viaje pastoral a Lamezia Terme y Serra Bruno.
Benedicto XVI advierte del peligro que la virtualidad conlleva el miedo al vacío. por ello, "los más jóvenes parecen querer llenar de música y de
imágenes cada momento vacío, casi por el miedo de sentir, precisamente,
este vacío". E incluso "algunas personas ya no son capaces de quedarse
durante mucho rato en silencio y en soledad".
Después habla a los monjes de su vocación, que como cualquier vocaciones en la Iglesia, "requiere tiempo, ejercicio,
paciencia en una perseverante vigilancia divina ... y precisamente en esto consiste la belleza
de toda vocación en la Iglesia: dar tiempo a Dios de actuar con su
Espíritu y a la propia humanidad de formarse, de crecer según la medida
de la madurez de Cristo, en ese particular estado de vida.
Venerados Hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos cartujos,
hermanos y hermanas,
Doy gracias al Señor que me ha traido a este lugar de fe y de
oración, la Cartuja de Serra San Bruno. Al renovar mi saludo reconocido a
monseñor Vincenzo Bertolone, arzobispo de Catanzaro-Squillace, me
dirijo con gran afecto a esta comunidad cartuja, a cada uno de sus
miembros, a partir del Prior, padre Jacques Dupont, a quien doy las
gracias de corazón por sus palabras, pidiéndole que haga llegar mi
pensamiento grato y bendiciente al Ministro General y a las Monjas de la
Orden.
Quisiera ante todo subrayar que esta visita mía se pone en
continuidad con algunos signos de fuerte comunión entre la Sede
Apostólica y la Orden Cartuja, que han tenido lugar durante el siglo
pasado. En 1924 el Papa Pío XI emanó una Constitución Apostólica con la
que aprobó los Estatutos de la Orden, revisados a la luz del Código de
Derecho Canónico. En mayo de 1984, el beato Juan Pablo II dirigió al
Ministro General una Carta especial, con ocasión del noveno centenario
de la fundación por parte de san Bruno de la primera comunidad en la
Chartreuse, cerca de Grenoble. El 5 de octubre de ese mismo año, mi
amado Predecesor vino aquí, y el recuerdo de su paso entre estos muros
está aún vivo. En la estela de estos acontecimiento pasados, pero
siempre actuales, vengo hoy a vosotros, y quisiera que este encuentro
nuestro pusiera de relieve un vínculo profundo que existe entre Pedro y
Bruno, entre el servicio pastoral a la unidad de la Iglesia y la
vocación contemplativa en la Iglesia. La comunión eclesial de hecho
necesita una fuerza interior, esa fuerza que hace poco el padre prior
recordaba citando la expresión "captus ab Uno", referida a san Bruno:
"aferrado por el Uno", por Dios, "Unus potens per omnia", como hemos
cantado en el himno de las Vísperas. El ministerio de los pastores toma
de las comunidades contemplativas una linfa espiritual que viene de
Dios.
"Fugitiva relinquere et aeterna captare": abandonar las realidades
fugitivas e intentar aferrar lo eterno. En esta expresión de la carta
que vuestro Fundador dirigió al Preboste de Reims, Rodolfo, se encierra
el núcleo de vuestra espiritualidad (cfr Carta a Rodolfo, 13): el fuerte
deseo de entrar en unión de vida con Dios, abandonando todo lo demás,
todo aquello que impide esta comunión y dejándose aferrar por el inmenso
amor de Dios para vivir sólo de este amor. Queridos hermanos, vosotros
habéis encontrado el tesoro escondido, la perla de gran valor (cfr Mt
13,44-46); habéis respondido con radicalidad a la invitación de Jesús:
“Si quieres ser perfecto, le dijo Jesús ve, vende todo lo que tienes y
dalo a los pobres: así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y
sígueme" (Mt 19,21). Todo monasterio – masculino o femenino – es un
oasis en el que, con la oración y la meditación, se excava
incesantemente el pozo profundo del que tomar el “agua viva” para
nuestra sed más profunda. Pero la Cartuja es un oasis especial, donde el
silencio y la soledad son custodiados con particular cuidado, según la
forma de vida iniciada por san Bruno y que ha permanecido sin cambios en
el curso de los siglos. “Habito en el desierto con los hermanos”, es la
frase sintética que escribía vuestro Fundador (Carta a Rodolfo, 4). La
visita del Sucesor de Pedro a esta histórica Cartuja pretende confirmar
no sólo a vosotros, que vivís aquí, sino a toda la Orden en su misión,
de lo más actual y significativa en el mundo de hoy.
El progreso técnico, especialmente en el campo de los transportes y
de las comunicaciones, ha hecho la vida del hombre más confortable, pero
también más agitada, a veces convulsa. Las ciudades son casi siempre
ruidosas: raramente hay silencio en ellas, porque un ruido de fondo
permanece siempre, en algunas zonas también de noche. En las últimas
décadas, además, el desarrollo de los medios de comunicación ha
difundido y amplificado un fenómeno que ya se perfilaba en los años
Sesenta: la virtualidad, que corre el riesgo de dominar sobre la
realidad. Cada vez más, incluso sin darse cuenta, las personas están
inmersas en una dimensión virtual a causa de mensajes audiovisuales que
acompañan su vida de la mañana a la noche. Los más jóvenes, que han
nacido ya en esta condición, parecen querer llenar de música y de
imágenes cada momento vacío, casi por el miedo de sentir, precisamente,
este vacío. Se trata de una tendencia que siempre ha existido,
especialmente entre los jóvenes y en los contextos urbanos más
desarrollados, pero hoy ha alcanzado un nivel tal que se habla de
mutación antropológica. Algunas personas ya no son capaces de quedarse
durante mucho rato en silencio y en soledad.
He querido aludir a esta condición sociocultural, porque esta pone de
relieve el carisma específico de la Cartuja, como un don precioso para
la Iglesia y para el mundo, un don que contiene un mensaje profundo para
nuestra vida y para toda la humanidad. Lo resumiría así: retirándose en
el silencio y en la soledad, el hombre, por así decirlo, se “expone” a
la realidad de su desnudez, se expone a ese aparente “vacío” que
señalaba antes, para experimentar en cambio la Plenitud, la presencia de
Dios, de la Realidad más real que exista, y que está más allá de la
dimensión sensible. Es una presencia perceptible en toda criatura: en el
aire que respiramos, en la luz que vemos y que nos calienta, en la
hierba, en las piedras... Dios, Creator omnium, atraviesa todo,
pero está más allá, y precisamente por esto es el fundamento de todo.
El monje, dejando todo, por así decirlo, “se arriesga”, se expone a la
soledad y al silencio para no vivir de otra cosa más que de lo esencial,
y precisamente viviendo de lo esencial encuentra también una profunda
comunión con los hermanos, con cada hombre.
Alguno podría pensar que sea suficiente con venir aquí para dar este
“salto”. Pero no es así. Esta vocación, como toda vocación, encuentra
respuesta en un camino, en la búsqueda de toda una vida. No basta, de
hecho, con retirarse a un lugar como éste para aprender a estar en la
presencia de Dios. Como en el matrimonio, no basta con celebrar el
Sacramento para convertirse en una cosa sola, sino que es necesario
dejar que la gracia de Dios actúe y recorrer juntos la cotidianeidad de
la vida conyugal, así el llegar a ser monjes requiere tiempo, ejercicio,
paciencia, “en una perseverante vigilancia divina – como afirmaba san
Bruno – esperando el regreso del Señor para abrirle inmediatamente la
puerta" (Carta a Rodolfo, 4); y precisamente en esto consiste la belleza
de toda vocación en la Iglesia: dar tiempo a Dios de actuar con su
Espíritu y a la propia humanidad de formarse, de crecer según la medida
de la madurez de Cristo, en ese particular estado de vida. En Cristo
está el todo, la plenitud; necesitamos tiempo para hacer nuestra una de
las dimensiones de su misterio. Podríamos decir que éste es un camino de
transformación en el que se realiza y se manifiesta el misterio de la
resurrección de Cristo en nosotros, misterio al que nos ha remitido esta
tarde la Palabra de Dios en la lectura bíblica, tomada de la Carta a
los Romanos: el Espíritu Santo, que resucitó a Jesús de entre los
muertos, y que dará la vida también a nuestros cuerpos mortales (cfr Rm
8,11), es Aquel que realiza también nuestra configuración a Cristo según
la vocación de cada uno, un camino que discurre desde la fuente
bautismal hasta la muerte, paso hacia la casa del Padre. A veces, a los
ojos del mundo, parece imposible permanecer durante toda la vida en un
monasterio, pero en realidad toda una vida es apenas suficiente para
entrar en esta unión con Dios, en esa Realidad esencial y profunda que
es Jesucristo.
¡Por esto he venido aquí, queridos hermanos que formáis la comunidad
cartuja de Serra San Bruno! Para deciros que la Iglesia os necesita, y
que vosotros necesitáis a la Iglesia. Vuestro lugar no es marginal:
ninguna vocación es marginal en el Pueblo de Dios: somos un único
cuerpo, en el que cada miembro es importante y tiene la misma dignidad, y
es inseparable del todo. También vosotros, que vivís en un aislamiento
voluntario, estáis en realidad en el corazón de la Iglesia, y hacéis
correr por sus venas la sangre pura de la contemplación y del amor de
Dios.
Stat Crux dum volvitur orbis – así reza vuestro lema. La
Cruz de Cristo es el punto firme, en medio de los cambios y de las
vicisitudes del mundo. La vida en una Cartuja participa de la
estabilidad de la Cruz, que es la de Dios, de su amor fiel.
Permaneciendo firmemente unidos a Cristo, como sarmientos a la Vid,
también vosotros, hermanos cartujos, estáis asociados a su misterio de
salvación, como la Virgen María, que junto a la Cruz stabat,
unida al Hijo en la misma oblación de amor. Así, como María y junto con
ella, también vosotros estáis insertos profundamente en el misterio de
la Iglesia, sacramento de unión de los hombres con Dios y entre sí. En
esto vosotros estáis también singularmente cercanos a mi ministerio.
Vele por tanto sobre nosotros la Madre Santísima de la Iglesia, y que el
santo padre Bruno bendiga siempre desde el cielo a vuestra comunidad.