Homilía - Canonización de los santos Guido Conforti, Luis Guanella y Bonifacia Rodríguez de Castro (Plaza de San Pedro, 23 de octubre de 2011)
Durante la homilía de canonización, Benedicto XVI comentó sobre los tres nuevos santos: “Te amo Señor, mi fuerza”. De tal amor apasionado son signo
elocuente estos tres nuevos santos. Dejémonos atraer por su ejemplo,
dejémonos guiar por sus enseñanzas, para que toda nuestra existencia se
convierta en testimonio del auténtico amor a Dios y al prójimo.
¡Queridos hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas!
Nuestra liturgia dominical se enriquece hoy por diversos motivos de
agradecimiento y de súplica a Dios. Mientras que, de hecho, celebramos
con toda la Iglesia la Jornada Mundial Misionera -cita anual que
pretende renovar el impulso y el compromiso por la misión-, damos
gracias al Señor por tres nuevos santos: el obispo Guido María Conforti,
el sacerdote Luigi Guanella y la religiosa Bonifacia Rodríguez de
Castro. Con alegría dirijo mi saludo a todos los presentes, en
particular a las Delegaciones oficiales y a los numerosos peregrinos
venidos para celebrar a estos tres ejemplares discípulos de Cristo.
La Palabra del Señor, que se ha escuchado antes en el Evangelio, nos
ha recordado que toda la Ley divina se resume en el amor. El evangelista
Mateo relata que los fariseos, después de que Jesús responda a los
saduceos cerrándoles la boca, se reúnen para probarle (cfr 22,34-35).
Uno de estos interlocutores, un doctor de la ley, le pregunta: “Maestro,
en la ley ¿cuál es el mandamiento más importante?”(v. 36). A la
pregunta, totalmente intencionada, Jesús responde con absoluta
sencillez: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu
alma y con toda tu mente. Este es el primer y más importante de los
mandamientos”(vv. 37-38). En efecto, la exigencia principal para cada
uno de nosotros es que Dios esté presente en nuestra vida. Él debe, como
dice la Escritura, penetrar todos los estratos de nuestro ser y
colmarlos plenamente: el corazón debe conocerlo a Él y debe dejarse
tocar por Él; así también el alma, las energías de nuestra voluntad y
decisión, así como también la inteligencia y el pensamiento. Es un poder
decir como San Pablo: “no vivo sólo yo, sino que Cristo vive en mí”(Gal 1,20).
Justo después, Jesús añade algo, que en verdad, no lo había
preguntado el doctor de la ley: “El segundo es igual a este: Ama a tu
prójimo como a ti mismo”(v. 39). Declarando que el segundo mandamiento
es similar al primero, Jesús deja entender que la caridad hacia el
prójimo es tan importante como el amor a Dios. De hecho, el signo
visible con el que el cristiano puede mostrar al mundo el amor a Dios,
es el amor a los hermanos. ¡Qué providencial resulta ahora el hecho de
que justo hoy la Iglesia presente a todos sus miembros, tres nuevos
santos que se dejaron transformar por la caridad divina y de ella haya
recibido la impronta toda su existencia. En distintas situaciones y con
distintos carismas, ellos amaron al Señor con todo el corazón y al
prójimo como a sí mismos “de manera que se convierten en modelo para
todos los creyentes” (1Ts 1,7).
El Salmo 17, poco antes proclamado, invita a abandonarse con
confianza en las manos del Señor, que es “fiel a su consagrado” (v. 51).
Este comportamiento interior guió la vida y el ministerio de san Guido
María Conforti. Incluso desde que era joven, tuvo que superar la
oposición del padre para entrar en el seminario, donde dio pruebas de
tener un carácter decidido en el seguimiento de la voluntad de Dios, en
el corresponder en todo a aquella caritas Christi que en la
contemplación del Crucifijo, lo atraía a sí. Sintió fuertemente la
urgencia de anunciar este amor a todos los que no habían recibido este
anuncio y el lema “Caritas Christi urget nos” (cfr 2Cor 5,14)
sintetiza el programa del Instituto Misionero, al que, apenas con
treinta años, dio vida: una familia religiosa puesta enteramente al
servicio de la evangelización, bajo el patrocinio del gran apóstol de
Oriente, San Francisco Javier. Este empuje apostólico de San Guido
María, fue llamado a vivirlo en el ministerio episcopal, primero en
Rávena y después en Parma, donde se dedicó, con todas sus fuerzas, al
bien de las almas que se le confiaron, sobre todo de las que se habían
alejado del camino del Señor.
Su vida estuvo marcada por numerosas pruebas, muchas de ellas graves.
Él supo aceptar todas las situaciones docilidad, acogiéndolas como
indicación del camino marcado para él por la divina Providencia; en toda
circunstancia, también en las derrotas más mortificantes, supo
reconocer el diseño de Dios, que lo guiaba a edificar su Reino sobre
todo en la renuncia de sí mismo y en la aceptación cotidiana de su
voluntad, con un abandono confiado cada vez más pleno. Él, en primer
lugar, experimentó y testificó lo que enseñaba a sus misioneros, que la
perfección consiste en hacer la voluntad de Dios, siguiendo el modelo de
Jesús Crucificado. San Guido María Conforti tuvo su mirada interior
fija en la Cruz, que dulcemente lo atraía a sí; en esta contemplación
veía abrirse el horizonte entero, donde surgía el “urgente” deseo,
escondido en el corazón de todo hombre, de recibir y acoger el anuncio
del único amor que salva.
El testimonio humano y espiritual de San Luigi Guanella es para toda
la Iglesia un particular don de gracia. Durante su existencia terreno,
vivió con coraje y determinación el Evangelio de la Caridad, el “gran
mandamiento” que también hoy la Palabra de Dios ha recordado. Gracias a
la profunda y continua comunión con Cristo, en la contemplación de su
amor, el padre Guanella, guiado por la Providencia divina, se convirtió
en compañero y maestro, consuelo y alivio de los más pobres y de los más
débiles. El amor de Dios animaba en Él el deseo del bien por las
personas que se le confiaron, en la realidad de la vivencia cotidiana.
Dedicaba a todos una rápida atención, respetando sus tiempos de
crecimiento y cultivando en el corazón la esperanza que todo ser humano,
creado a imagen y semejanza de Dios, gustando la alegría de ser amado
por Él – Padre de todos-, que puede obtener y dar a los demás lo mejor
de uno mismo. Queremos hoy alabar y dar gracias al Señor porque en San
Luigi Guanella nos ha dado un profeta y un apóstol de la caridad. En su
testimonio, tan cargado de atención y de humanidad hacia los últimos,
reconocemos un signo luminoso de la presencia y de la acción benéfica de
Dios: el Dios -como se ha oído en la Primera Lectura- que defiende al
forastero, a la viuda, al huérfano, al pobre que debe dar en prenda su
propia capa, la única que tiene para cubrirse por la noche (cfr Ex 22,20-26).
Que este nuevo Santo de la caridad sea, para todos, en particular para
los miembros de las Congregaciones fundadas por él, modelo de profunda y
fecunda síntesis entre la contemplación y la acción, así como él la
vivió y la puso por obra. Toda su experiencia humana y espiritual la
podemos resumir en las últimas palabras que pronunció en su lecho de
muerte: “in caritate Christi”. Y el amor de Cristo que ilumina
la vida de todo hombre, revelando como en el don de uno mismo al otro no
se pierde nada, sino que se cumple verdaderamente nuestra felicidad.
Que San Luigi Guanella nos regale crecer en la amistad con Dios, para
promover la vida en todas sus manifestaciones y condiciones, y hacer que
la sociedad humana se convierta cada vez más en la familia de los hijos
de Dios.
En la segunda Lectura hemos escuchado un pasaje de la Primera Carta a los Tesalonicenses,
un texto que usa la metáfora del trabajo manual para describir la labor
evangelizadora y que, en cierto modo, puede aplicarse también a las
virtudes de Santa Bonifacia Rodríguez de Castro. Cuando san Pablo
escribe la carta, trabaja para ganarse el pan; parece evidente por el
tono y los ejemplos empleados, que es en el taller donde él predica y
encuentra sus primeros discípulos. Esta misma intuición movió a Santa
Bonifacia, que desde el inicio supo aunar su seguimiento de Jesucristo
con el esmerado trabajo cotidiano. Faenar, como había hecho desde
pequeña, no era sólo un modo para no ser gravosa a nadie, sino que
suponía también tener la libertad para realizar su propia vocación, y le
daba al mismo tiempo la posibilidad de atraer y formar a otras mujeres,
que en el obrador pueden encontrar a Dios y escuchar su llamada
amorosa, discerniendo su propio proyecto de vida y capacitándose para
llevarlo a cabo. Así nacen las Siervas de San José, en medio de la
humildad y sencillez evangélica, que en el hogar de Nazaret se presenta
como una escuela de vida cristiana. El Apóstol continúa diciendo en su
carta que el amor que tiene a la comunidad es un esfuerzo, una fatiga,
pues supone siempre imitar la entrega de Cristo por los hombres, no
esperando nada ni buscando otra cosa que agradar a Dios. Madre
Bonifacia, que se consagra con ilusión al apostolado y comienza a
obtener los primeros frutos de sus afanes, vive también esta experiencia
de abandono, de rechazo precisamente de sus discípulas, y en ello
aprende una nueva dimensión del seguimiento de Cristo: la Cruz. Ella la
asume con el aguante que da la esperanza, ofreciendo su vida por la
unidad de la obra nacida de sus manos. La nueva Santa se nos presenta
como un modelo acabado en el que resuena el trabajo de Dios, un eco que
llama a sus hijas, las Siervas de San José, y también a todos nosotros, a
acoger su testimonio con la alegría del Espíritu Santo, sin temer la
contrariedad, difundiendo en todas partes la Buena Noticia del Reino de
los cielos. Nos encomendamos a su intercesión, y pedimos a Dios por
todos los trabajadores, sobre todo por los que desempeñan los oficios
más modestos y en ocasiones no suficientemente valorados, para que, en
medio de su quehacer diario, descubran la mano amiga de Dios y den
testimonio de su amor, transformando su cansancio en un canto de
alabanza al Creador.
“Te amo Señor, mi fuerza”. Así, queridos hermanos y hermanas, hemos
aclamado con el Salmo responsorial. De tal amor apasionado son signo
elocuente estos tres nuevos santos. Dejémonos atraer por su ejemplo,
dejémonos guiar por sus enseñanzas, para que toda nuestra existencia se
convierta en testimonio del auténtico amor a Dios y al prójimo.
Nos obtenga esta gracia la Virgen María, Reina de los Santos, y
también la intercesión de San Guido María Conforti, San Luigi Guanella y
Santa Bonifacia Rodríguez de Castro. Amén.
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