Benedicto XVI nos enseña a hacer oración con el Salmo 136, el que posiblemente rezó Jesús en la última Pascua celebrada con sus discípulos. En este salmo podemos aprender que "cada uno tiene su historia personal de salvación, y debemos
hacer un tesoro de esta historia, tener siempre presentes en la memoria
las grandes cosas que Dios ha hecho en mi vida, para tener confianza: su
misericordia es eterna. Y si hoy estoy en la noche oscura, mañana Él me
libera porque su misericordia es eterna".
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy querría meditar con vosotros un Salmo que resume toda la historia de salvación de la que el Antiguo Testamento nos da testimonio. Se trata de un gran himno de alabanza que celebra al Señor en las múltiples, repetidas manifestaciones de su bondad a través de la historia de los hombres: es el Salmo 136, o 135 según la tradición greco-latina.
Solemne oración de acción de gracias, conocido como el “Gran Hallel”, este Salmo se canta tradicionalmente al final de la cena pascual hebrea y Jesús probablemente también lo rezó en la última Pascua celebrada con los discípulos; a eso parece que se refiere la nota de los Evangelistas: “Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos” (cf. Mt 26,30; Mc 14,26). El horizonte de la alabanza ilumina así el difícil camino hacia el Gólgota. Todo el Salmo 136 se desarrolla en forma de letanía con la repetición de la antífona “porque su amor es para siempre”. A través de la composición se enumeran los muchos prodigios de Dios en la historia de los hombres y sus continuas intervenciones a favor de su pueblo; y a cada proclamación de la acción salvífica del Señor responde la antífona con la motivación fundamental de la alabanza: el amor eterno de Dios, un amor que, según el término judío utilizado, implica fidelidad, misericordia, bondad, gracia, ternura. Y este es el motivo que une todo el Salmo, repetido siempre de forma similar, mientras cambian las manifestaciones puntuales y paradigmáticas: la creación, la liberación del éxodo, el don de la tierra, la ayuda providencial y constante del Señor hacia su pueblo y a cada criatura.
Después de una triple invitación al agradecimiento al Dios soberano (vv. 1-3), se celebra al Señor como aquel que hace “grandes maravillas” (v.4), la primera de las cuales es la creación: el cielo, la tierra, los astros (vv. 5-9). El mundo creado no es un simple escenario en el que se inserta la actuación salvífica de Dios, sino que es el inicio de esta actuación maravillosa. Con la Creación, el Señor se manifiesta en toda su bondad y belleza, se compromete con la vida, revelando una voluntad de bien de la que emana toda actuación de salvación. Y en nuestro Salmo, haciéndose eco del primer capítulo del Génesis, el mundo creado se resume es sus elementos principales, insistiendo, especialmente, en los astros, el sol, la luna, las estrellas, criaturas magníficas que gobiernan el día y la noche. No se habla aquí de la creación del ser humano, pero está presente; el sol y la luna son para él -para el hombre-, para calcular el tiempo del hombre, poniéndolo en relación con el Creador, sobre todo a través de la indicación de los tiempos litúrgicos.
Y es la misma fiesta de Pascua la que se evoca poco después, cuando pasando a la manifestación de Dios en la historia, se inicia el gran suceso de la liberación de la esclavitud de los egipcios, del éxodo, marcado con sus elementos más significativos: la liberación de Egipto con la plaga de los primogénitos egipcios, la salida de Egipto, el paso del Mar Rojo, el camino en el desierto hasta la entrada a la tierra prometida (vv.10-20). Estamos en el momento originario de la historia de Israel. Dios ha intervenido potentemente para llevar a su pueblo a la libertad; a través de Moisés, su enviado, se ha impuesto al faraón revelándose en toda su grandeza y, finalmente, ha vencido la resistencia de los egipcios con el terrible flagelo de la muerte de los primogénitos. Así Israel puede dejar el país de la esclavitud, con el oro de sus opresores (cf. Ex 12,35-36), “con la mano alzada” (Ex 14,8), en el signo exultante de la victoria. También en el Mar Rojo, el Señor actúa con poder misericordioso.
Ante un Israel aterrorizado por la visión de los egipcios que los persiguen, hasta el punto de que se lamentan de haber dejado Egipto (cf. Ex 14,10-12), Dios, come dice nuestro Salmo, “el mar de Suf partió en dos […] por medio a Israel hizo pasar […] hundió en él al faraón con sus huestes” (vv. 13-15). La imagen del Mar Rojo “partido” en dos, parece evocar la idea del mar como un gran monstruo que se corta en dos trozos y que resulta inofensivo. El poder del Señor vence la peligrosidad de las fuerzas de la naturaleza y de las militares puestas en juego por los hombres: el mar, que parece bloquear el camino al pueblo de Dios, deja pasar a Israel a pie seco y después se cierra sobre los Egipcios ahogándolos. “Mano potente y tenso brazo” del Señor (cf. Dt 5,15; 7,19; 26,8) se muestran así en toda su fuerza salvífica: el injusto opresor ha sido vencido, ahogado en las aguas, mientras que el pueblo de Dios “pasa por medio” de ellas para continuar su camino hacia la libertad.
A este camino se refiere nuestro Salmo recordando, con una frase brevísima, el largo peregrinar de Israel hacia la tierra prometida: “Guió a su pueblo en el desierto, porque es eterno su amor” (v.16). Estas pocas palabras contienen una experiencia de cuarenta años, un tiempo decisivo para Israel que, dejándose guiar por el Señor, aprende a vivir en la fe, en la obediencia y en la docilidad a la ley de Dios. Son años difíciles, marcados por la dureza de la vida en el desierto, aunque también son años felices, de confianza en el Señor, de confianza filial; es el tiempo de la “juventud”, como lo define el profeta Jeremías hablando a Israel, en nombre del Señor, con expresiones llenas de ternura y de nostalgia: “De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo; aquel seguirme tú por el desierto, por la tierra no sembrada (Jr 2,2). El Señor, como el pastor del Salmo 23 que ya hemos visto en otra catequesis, durante cuarenta años guió a su pueblo, lo educó y amó, llevándolo hasta la tierra prometida, venciendo también las resistencias y hostilidades de pueblos enemigos que querían obstaculizar el camino de la salvación (cf. vv. 17-20).
En la descripción de las “grandes maravillas” que nuestro Salmo enumera, se llega al momento del don final, del cumplimiento de la promesa divina hecha a los Padres: “Y dio sus tierras en herencia, porque es eterno su amor; en herencia a su siervo Israel, porque es eterno su amor (vv. 21-22). En la celebración del amor eterno del Señor, se hace ahora memoria del don de la tierra, un don que el pueblo debe recibir pero sin poseer, viviendo continuamente con un comportamiento de acogida consciente y agradecida. Israel recibe el territorio donde habitar como “herencia”, un término que designa de un modo genérico la posesión de un bien recibido de otro, un derecho de propiedad que, de forma específica, hace referencia al patrimonio paterno. Una de las prerrogativas de Dios es la de “dar”; y ahora al final del camino del éxodo, Israel, destinatario del don, como un hijo, entra en el país de la promesa realizada. Ha terminado el tiempo del vagabundeo, bajo las tiendas, en una vida marcada por la precariedad. Ahora ha comenzado el tiempo feliz de la estabilidad, de la alegría de construir casas, de plantar las viñas, de vivir en la seguridad (cf. Dt 8,7-13). Pero es también el tiempo de la tentación de los ídolos, de la contaminación con los paganos, de la autosuficiencia que hace caer en el olvido el Origen del don. Por esto el Salmista menciona la humillación y los enemigos, una realidad de muerte en la que el Señor, de nuevo, se revela como Salvador: “En nuestra humillación se acordó de nosotros, porque es eterno su amor; y nos libró de nuestros adversarios, ¡porque es eterno su amor!" (vv. 23-24).
En este punto nace la pregunta: ¿Cómo podemos hacer de este Salmo nuestra oración, cómo podemos apropiarnos, por nuestra oración, de este Salmo? Es muy importante el marco del Salmo, al principio y al final: está la creación. Volveremos a este punto: la creación como el gran don de Dios del que vivimos, en el que Él se revela en su bondad y en su grandeza. Por tanto, tener presente la creación como don de Dios es un punto común para todos nosotros. Después continúa la historia de salvación. Naturalmente podemos decir: esta liberación de Egipto, el tiempo del desierto, la entrada en la Tierra Santa y después los demás problemas, están muy lejanos de nosotros, no es nuestra historia. Pero debemos estar atentos a la estructura fundamental de esta oración. La estructura fundamental es que Israel se acuerda de la bondad del Señor. En esta historia hay muchos valles oscuros, muchos momentos de dificultades y de muerte, pero Israel se acuerda de que Dios era bueno y puede sobrevivir en este valle oscuro, en este valle de muerte porque se acuerda. Tiene el recuerdo de la bondad del Señor, de su poder; su misericordia es eterna. Y esto es importante también para nosotros: acordarnos de la bondad del Señor. La memoria se convierte en fuerza de la esperanza. El recuerdo nos dice: Dios está, Dios es bueno, eterna es su misericordia. Y así el recuerdo abre, incluso en la oscuridad de un día, de un momento, el camino hacia el futuro: es la luz y la estrella que nos guía. También nosotros tenemos un recuerdo del bien, del amor misericordioso, eterno de Dios. La historia de Israel ya es un memorial también para nosotros, cómo se muestra Dios, cómo se ha creado un pueblo. Después Dios se ha hecho hombre, uno de nosotros: ha vivido con nosotros, ha sufrido con nosotros, ha muerto por nosotros. Permanece con nosotros en el Sacramento y en la Palabra. Es una historia, un memorial de la bondad de Dios que nos asegura su bondad: su amor es eterno. Y también en estos dos mil años de historia de la Iglesia, está siempre, la bondad del Señor. Después del periodo oscuro de la persecución nazi y comunista, Dios nos ha liberado, ha mostrado que es bueno, que tiene fuerza, que su misericordia vale para siempre. Y, como en la historia común, colectiva, está presente esta memoria de la bondad de Dios, nos ayuda, se convierte en estrella de esperanza, de manera que cada uno tiene su historia personal de salvación, y debemos hacer un tesoro de esta historia, tener siempre presentes en la memoria las grandes cosas que Dios ha hecho en mi vida, para tener confianza: su misericordia es eterna. Y si hoy estoy en la noche oscura, mañana Él me libera porque su misericordia es eterna.
Volvamos al Salmo, porque, al final, vuelve a la creación. El Señor -dice así- “Él da el pan a toda carne, porque es eterno su amor” (v. 25). La oración del Salmo se concluye con una invitación a la alabanza: “¡Dad gracias al Dios de los cielos, porque es eterno su amor!”. El Señor es el Padre bueno y providente, que da la herencia a sus propios hijos y el alimento para que todos vivan. El Dios que ha creado los cielos y la tierra y las grandes luces celestes, que entra en la historia de los hombres para llevar a la salvación a todos sus hijos, es el Dios que llena el universo con su presencia de bien, cuidando la vida y dando el pan. El invisible poder del Creador y Señor cantado en el Salmo se revela en la pequeña visibilidad del pan que nos da, con el que nos hace vivir. Y así este pan cotidiano simboliza y sintetiza el amor de Dios como Padre, y nos abre al cumplimiento del Nuevo Testamento, a aquel “pan de la vida”, la Eucaristía, que nos acompaña en nuestra existencia de creyentes, anticipando la alegría definitiva del banquete mesiánico en el Cielo.
Hermanos y hermanas, la alabanza del Salmo 136 nos ha hecho recorrer las etapas más importantes de la historia de la salvación, hasta alcanzar el misterio pascual, en el que la acción salvadora de Dios llega a su culmen. Con alegría consciente celebramos, por tanto, al Creador, Salvador y Padre fiel, que “tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios se hace hombre para dar vida, para salvarnos a cada uno de nosotros, y se da como pan en el misterio eucarístico para hacernos entrar en su alianza que nos convierte en hijos. A todo esto llega la misericordia de Dios y la sublimidad de “su amor eterno”.
Quisiera concluir esta catequesis haciendo mías las palabras que San Juan escribe en su Primera Carta y que debemos tener siempre presentes en nuestra oración “¡Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (1 Jn 3,1). Gracias.
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