AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 7 de septiembre de 2011
Miércoles 7 de septiembre de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Reanudamos hoy las audiencias en la Plaza de San Pedro y, en la «escuela de
oración» que estamos viviendo juntos en estas catequesis de los miércoles,
quiero comenzar a meditar sobre algunos Salmos, que, como dije el pasado mes de
junio, forman el «libro de oración» por excelencia. El primer Salmo sobre el que
me detendré es un Salmo de lamentación y de súplica lleno de una profunda
confianza, donde la certeza de la presencia de Dios es la base de la oración que
brota de una condición de extrema dificultad en la que se encuentra el orante.
Se trata del Salmo 3, referido por la tradición judía a David en el
momento en que huye de su hijo Absalón (cf. v. 1): es uno de los episodios más
dramáticos y sufridos de la vida del rey, cuando su hijo usurpa su trono real y
le obliga a abandonar Jerusalén para salvar su vida (cf. 2 Sam 15ss). La
situación de peligro y de angustia que experimenta David hace, por tanto, de
telón de fondo a esta oración y ayuda a comprenderla, presentándose como la
situación típica en la que puede recitarse un Salmo como este. Todo hombre puede
reconocer en el clamor del salmista aquellos sentimientos de dolor, amargura y,
a la vez, de confianza en Dios que, según la narración bíblica, acompañaron a
David al huir de su ciudad.
El Salmo comienza con una invocación al Señor:
«Señor, cuántos son mis enemigos, cuántos se levantan contra mí; cuántos
dicen de mí: “Ya no lo protege Dios”» (vv. 2-3).
La descripción que el orante hace de su situación está marcada por tonos
fuertemente dramáticos. Tres veces se subraya la idea de multitud —«numerosos»,
«muchos», «tantos»— que en el texto original se expresa con la misma raíz
hebrea, de forma repetitiva, casi insistente, con el fin de recalcar aún más la
enormidad del peligro. Esta insistencia sobre el número y la magnitud de los
enemigos sirve para expresar la percepción, por parte del salmista, de la
absoluta desproporción que existe entre él y sus perseguidores, una
desproporción que justifica y fundamenta la urgencia de su petición de ayuda:
los opresores son muchos, toman la delantera, mientras que el orante está solo e
inerme, bajo el poder de sus agresores. Sin embargo, la primera palabra que
pronuncia el salmista es «Señor»; su grito comienza con la invocación a Dios.
Una multitud se cierne y se rebela contra él, generando un miedo que aumenta la
amenaza haciéndola parecer todavía más grande y aterradora. Pero el orante no se
deja vencer por esta visión de muerte, mantiene firme la relación con el Dios de
la vida y en primer lugar se dirige a él en busca de ayuda. Pero los enemigos
tratan también de romper este vínculo con Dios y de mellar la fe de su víctima.
Insinúan que el Señor no puede intervenir, afirman que ni siquiera Dios puede
salvarle. La agresión, por lo tanto, no es sólo física, sino que toca la
dimensión espiritual: «el Señor no puede salvarle» —dicen—, atacan el núcleo
central del espíritu del Salmista. Es la extrema tentación a la que se ve
sometido el creyente, es la tentación de perder la fe, la confianza en la
cercanía de Dios. El justo supera la última prueba, permanece firme en la fe y
en la certeza de la verdad y en la plena confianza en Dios, y precisamente así
encuentra la vida y la verdad. Me parece que aquí el Salmo nos toca muy
personalmente: en numerosos problemas somos tentados a pensar que quizá incluso
Dios no me salva, no me conoce, quizá no tiene la posibilidad de hacerlo; la
tentación contra la fe es la última agresión del enemigo, y a esto debemos
resistir; así encontramos a Dios y encontramos la vida.
El orante de nuestro Salmo está llamado a responder con la fe a los ataques
de los impíos: los enemigos —como dije— niegan que Dios pueda ayudarle; él, en
cambio, lo invoca, lo llama por su nombre, «Señor», y luego se dirige a él con
un «tú» enfático, que expresa una relación firme, sólida, y encierra en sí la
certeza de la respuesta divina:
«Pero tú, Señor, eres mi escudo y mi gloria, tú mantienes alta mi cabeza.
Si grito invocando al Señor, él me escucha desde su santo monte» (vv. 4-5).
Ahora desaparece la visión de los enemigos, no han vencido porque quien cree
en Dios está seguro de que Dios es su amigo: permanece sólo el «tú» de Dios; a
los «muchos» se contrapone ahora uno solo, pero mucho más grande y poderoso que
muchos adversarios. El Señor es ayuda, defensa, salvación; como escudo protege a
quien confía en él, y le hace levantar la cabeza, como gesto de triunfo y de
victoria. El hombre ya no está solo, los enemigos no son invencibles como
parecían, porque el Señor escucha el grito del oprimido y responde desde el
lugar de su presencia, desde su monte santo. El hombre grita en la angustia, en
el peligro, en el dolor; el hombre pide ayuda, y Dios responde. Este
entrelazamiento del grito humano y la respuesta divina es la dialéctica de la
oración y la clave de lectura de toda la historia de la salvación. El grito
expresa la necesidad de ayuda y recurre a la fidelidad del otro; gritar quiere
decir hacer un gesto de fe en la cercanía y en la disponibilidad a la escucha de
Dios. La oración expresa la certeza de una presencia divina ya experimentada y
creída, que se manifiesta en plenitud en la respuesta salvífica de Dios. Esto es
relevante: que en nuestra oración sea importante, presente, la certeza de la
presencia de Dios. De este modo, el Salmista, que se siente asediado por la
muerte, confiesa su fe en el Dios de la vida que, como escudo, lo envuelve a su
alrededor de una protección invulnerable; quien pensaba que ya estaba perdido
puede levantar la cabeza, porque el Señor lo salva; el orante, amenazado y
humillado, está en la gloria, porque Dios es su gloria.
La respuesta divina que acoge la oración dona al Salmista una seguridad
total; se acabó también el miedo, y el grito se serena en la paz, en una
profunda tranquilidad interior:
«Puedo acostarme y dormir y despertar: el Señor me sostiene. No temeré al
pueblo innumerable que acampa a mi alrededor» (vv. 6-7).
El orante, incluso en medio del peligro y la batalla, puede dormir tranquilo,
en una inequívoca actitud de abandono confiado. En torno a él acampan los
adversarios, le asedian, son muchos, se levantan contra él, le ridiculizan y
buscan hacerle caer, pero él en cambio se acuesta y duerme tranquilo y sereno,
seguro de la presencia de Dios. Y al despertar, encuentra a Dios todavía a su
lado, como custodio que no duerme (cf. Sal 121, 3-4), que le sostiene, le
toma de la mano, no le abandona nunca. El miedo a la muerte está vencido por la
presencia de aquél que no muere. Precisamente la noche, poblada de temores
atávicos, la noche dolorosa de la soledad y de la angustiosa espera, ahora se
transforma: lo que evoca la muerte se convierte en presencia del Eterno.
A la visibilidad del asalto enemigo, violento, imponente, se contrapone la
presencia invisible de Dios, con todo su poder invencible. Y es a él a quien,
después de sus expresiones de confianza, nuevamente el Salmista dirige su
oración: «Levántate, Señor; sálvame, Dios mío» (v. 8a). Los agresores «se
levantaban» (cf. v. 2) contra su víctima; quien en cambio «se levantará» es el
Señor, y será para derribarlos. Dios lo salvará, respondiendo a su clamor. Por
ello el Salmo concluye con la visión de la liberación del peligro que mata y de
la tentación que puede hacer perecer. Después de la petición dirigida al Señor
para que se levante a salvar, el orante describe la victoria divina: los
enemigos que, con su injusta y cruel opresión, son símbolo de todo lo que se
opone a Dios y a su plan de salvación, son derrotados. Golpeados en la boca, ya
no podrán agredir con su destructiva violencia y ni podrán ya insinuar el mal de
la duda sobre la presencia y el obrar de Dios: su hablar insensato y blasfemo es
definitivamente desmentido y reducido al silencio de la intervención salvífica
del Señor (cf. v. 8bc). De este modo, el Salmista puede concluir su oración con
una frase de connotaciones litúrgicas que celebra, en la gratitud y en la
alabanza, al Dios de la vida: «De ti, Señor, viene la salvación y la bendición
sobre tu pueblo» (v. 9).
Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 3 nos ha presentado una súplica llena
de confianza y de consolación. Orando este Salmo, podemos hacer nuestros los
sentimientos del Salmista, figura del justo perseguido que encuentra en Jesús su
realización. En el dolor, en el peligro, en la amargura de la incomprensión y de
la ofensa, las palabras del Salmo abren nuestro corazón a la certeza
confortadora de la fe. Dios siempre está cerca —incluso en las dificultades, en
los problemas, en las oscuridades de la vida—, escucha, responde y salva a su
modo. Pero es necesario saber reconocer su presencia y aceptar sus caminos, como
David al huir de forma humillante de su hijo Absalón, como el justo perseguido
del Libro de la Sabiduría y, de forma última y cumplida, como el Señor
Jesús en el Gólgota. Y cuando, a los ojos de los impíos, Dios parece no
intervenir y el Hijo muere, precisamente entonces se manifiesta, para todos los
creyentes, la verdadera gloria y la realización definitiva de la salvación. Que
el Señor nos done fe, nos ayude en nuestra debilidad y nos haga capaces de creer
y de orar en los momentos de angustia, en las noches dolorosas de la duda y en
los largos días del dolor, abandonándonos con confianza en él, que es nuestro
«escudo» y nuestra «gloria». Gracias.
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