¡Queridos hermanos y hermanas!
En la liturgia de hoy empieza la lectura de la Carta de San Pablo a
los Filipenses, es decir a los miembros de la comunidad que el Apóstol
mismo fundó en la ciudad de Filipos, importante colonia romana en
Macedonia, hoy Grecia septentrional. Pablo llegó a Filipos durante su
segundo viaje misionero, procedente de la costa de la Anatolia y a
travesando el Mar Egeo. Fue esa la primera vez que el Evangelio llegó a
Europa. Estamos en torno al año 50, por tanto unos veinte años después
de la muerte y la resurrección de Jesús. Sin embargo, la Carta a los Filipenses, contiene un himno a Cristo que ya presenta una síntesis completa de su misterio: encarnación, chenosi,
es decir, humillación hasta la muerte de cruz, y glorificación. Este
mismo misterio se hace una unidad con la vida del apóstol Pablo, que
escribe esta carta mientras se encuentra en la cárcel, a la espera de
una sentencia de vida o de muerte. Él afirma: “Para mí la vida es
Cristo, y la muerte, una ganancia” (Fil 1,21). Es un nuevo
sentido de la vida, de la existencia humana, que consiste en la comunión
con Jesucristo vivo; no sólo con un personaje histórico, un maestro de
sabiduría, un líder religioso, sino con un hombre en el que habita
personalmente Dios. Su muerte y resurrección es la Buena Noticia que,
partiendo de Jerusalén, está destinada a llegar a todos los hombres y a
todos los pueblos, y a transformar desde el interior todas las culturas,
abriéndolas a la verdad fundamental: Dios es amor, se ha hecho hombre
en Jesús y con su sacrificio ha rescatado a la humanidad de la
esclavitud del mal dándole una esperanza fiable.
San Pablo era un hombre que condensaba en sí mismo tres mundos: el
judío, el griego y el romano. No por casualidad Dios le confió la misión
de llevar el Evangelio desde Asia Menor a Grecia y después a Roma,
construyendo un puente que habría proyectado el Cristianismo hasta los
extremos confines de la tierra. Hoy vivimos en una época de nueva
evangelización. Vastos horizontes se abren al anuncio del Evangelio,
mientras regiones de antigua tradición cristiana están llamadas a
redescubrir la belleza de la fe. Son protagonistas de esta misión
hombres y mujeres que, como san Pablo, pueden decir: “Para mí vivir es
Cristo”. Personas, familias, comunidades que aceptan trabajar en la viña
del Señor, según la imagen del Evangelio de este domingo (cfr Mt 20,1-16).
Trabajadores humildes y generosos que no piden otra recompensa que la
de participar en la misión de Jesús y de la Iglesia. “Si el vivir en la
carne -escribe todavía san Pablo- significa para mí trabajo fecundo, no
sé qué escoger” (Fil 1,22): si la unión plena con Cristo más allá de la muerte, o el servicio a su cuerpo místico en esta tierra.
Queridos amigos, el Evangelio ha transformado el mundo, y todavía lo
está transformando, como un río que riega un inmenso campo. Dirijámonos
en oración a la Virgen María, para que en toda la Iglesia maduren
vocaciones sacerdotales, religiosas y laicales para el servicio de la
nueva evangelización.
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