Dentro de la catequesis sobre los salmos, Benedicto XVI comenta el gran Hallel. Destaca el estribillo "es eterna su misericordia". La misericordia define el vínculo interpersonal del Creador con su criatura. La mirada se detiene ante la Creación.
1. Ha sido llamado "el gran Hallel", es decir, la alabanza solemne y grandiosa que el judaísmo entonaba durante la liturgia pascual. Hablamos del salmo 135, cuya primera parte acabamos de escuchar, según la división propuesta por la liturgia de las Vísperas (cf. vv. 1-9).
Reflexionemos ante todo en el estribillo: "Es eterna su misericordia". En esa frase destaca la palabra "misericordia", que en realidad es una traducción legítima, pero limitada, del vocablo originario hebreo hesed. En efecto, este vocablo forma parte del lenguaje característico que usa la Biblia para hablar de la relación que existe entre Dios y su pueblo. El término trata de definir las actitudes que se establecen dentro de esa relación: la fidelidad, la lealtad, el amor y, evidentemente, la misericordia de Dios.
Aquí tenemos la representación sintética del vínculo profundo e interpersonal que instaura el Creador con su criatura. Dentro de esa relación, Dios no aparece en la Biblia como un Señor impasible e implacable, ni como un ser oscuro e indescifrable, semejante al hado, contra cuya fuerza misteriosa es inútil luchar. Al contrario, él se manifiesta como una persona que ama a sus criaturas, vela por ellas, las sigue en el camino de la historia y sufre por las infidelidades que a menudo el pueblo opone a su hesed, a su amor misericordioso y paterno.
2. El primer signo visible de esta caridad divina —dice el salmista— ha de buscarse en la creación. Luego entrará en escena la historia. La mirada, llena de admiración y asombro, se detiene ante todo en la creación: los cielos, la tierra, las aguas, el sol, la luna y las estrellas.
Antes de descubrir al Dios que se revela en la historia de un pueblo, hay una revelación cósmica, al alcance de todos, ofrecida a toda la humanidad por el único Creador, "Dios de los dioses" y "Señor de los señores" (vv. 2-3).
Como había cantado el salmo 18, "el cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra" (vv. 2-3). Así pues, existe un mensaje divino, grabado secretamente en la creación y signo del hesed, de la fidelidad amorosa de Dios, que da a sus criaturas el ser y la vida, el agua y el alimento, la luz y el tiempo.
Hay que tener ojos limpios para captar esta revelación divina, recordando lo que dice el libro de la Sabiduría: "De la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor" (Sb 13, 5; cf. Rm 1, 20). Así, la alabanza orante brota de la contemplación de las "maravillas" de Dios (cf. Sal 135, 4), expuestas en la creación, y se transforma en gozoso himno de alabanza y acción de gracias al Señor.
3. Por consiguiente, de las obras creadas se asciende hasta la grandeza de Dios, hasta su misericordia amorosa. Es lo que nos enseñan los Padres de la Iglesia, en cuya voz resuena la constante Tradición cristiana.
Así, san Basilio Magno, en una de las páginas iniciales de su primera homilía sobre el Exameron, en la que comenta el relato de la creación según el capítulo primero del libro del Génesis, se detiene a considerar la acción sabia de Dios, y llega a reconocer en la bondad divina el centro propulsor de la creación. He aquí algunas expresiones tomadas de la larga reflexión del santo obispo de Cesarea de Capadocia:
«"En el principio creó Dios los cielos y la tierra". Mi palabra se rinde abrumada por el asombro ante este pensamiento» (1, 2, 1: Sulla Genesi, en Omelie sull'Esamerone, Milán 1990, pp. 9. 11). En efecto, aunque algunos, "engañados por el ateísmo que llevaban en su interior, imaginaron que el universo no tenía guía ni orden, como si estuviera gobernado por la casualidad", el escritor sagrado "en seguida nos ha iluminado la mente con el nombre de Dios al inicio del relato, diciendo: "En el principio creó Dios". Y ¡qué belleza hay en este orden!" (1, 2, 4: ib., p. 11). "Así pues, si el mundo tiene un principio y ha sido creado, busca al que lo ha creado, busca al que le ha dado inicio, al que es su Creador. (...) Moisés nos ha prevenido con su enseñanza imprimiendo en nuestras almas como sello y filacteria el santísimo nombre de Dios, cuando dijo: "En el principio creó Dios". La naturaleza bienaventurada, la bondad sin envidia, el que es objeto de amor por parte de todos los seres racionales, la belleza más deseable que ninguna otra, el principio de los seres, la fuente de la vida, la luz intelectiva, la sabiduría inaccesible, es decir, Dios "en el principio creó los cielos y la tierra"" (1, 2, 6-7: ib., p. 13).
Creo que las palabras de este Santo Padre del siglo IV tienen una actualidad sorprendente cuando dice: "Algunos, engañados por el ateísmo que llevaban en su interior, imaginaron que el universo no tenía guía ni orden, como si estuviera gobernado por la casualidad". ¡Cuántos son hoy los que piensan así! Engañados por el ateísmo, consideran y tratan de demostrar que es científico pensar que todo carece de guía y de orden, como si estuviera gobernado por la casualidad. El Señor, con la sagrada Escritura, despierta la razón que duerme y nos dice: "En el inicio está la Palabra creadora. Y la Palabra creadora que está en el inicio -la Palabra que lo ha creado todo, que ha creado este proyecto inteligente que es el cosmos- es también amor".
Por consiguiente, dejémonos despertar por esta Palabra de Dios; pidamos que esta Palabra ilumine también nuestra mente, para que podamos captar el mensaje de la creación —inscrito también en nuestro corazón—: que el principio de todo es la Sabiduría creadora, y que esta Sabiduría es amor, es bondad; "es eterna su misericordia".
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