Tema: Peregrinación de fe y esperanza; Iglesia; Dignidad Humana
"En efecto, fe y esperanza forman un binomio inseparable en el corazón de
muchísimos emigrantes, puesto que en ellos anida el anhelo de una vida mejor, a
lo que se une en muchas ocasiones el deseo de querer dejar atrás la
«desesperación» de un futuro imposible de construir. Al mismo tiempo, el viaje
de muchos está animado por la profunda confianza de que Dios no abandona a sus
criaturas y este consuelo hace que sean más soportables las heridas del
desarraigo y la separación, tal vez con la oculta esperanza de un futuro regreso
a la tierra de origen".
Queridos hermanos:
El Concilio Ecuménico Vaticano II, en la Constitución pastoral
Gaudium et
spes, ha recordado que «la Iglesia avanza juntamente con toda la humanidad»
(n. 40), por lo cual «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias
de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren,
son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de
Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (ibíd.,
1). Se hicieron eco de esta declaración el Siervo de Dios Pablo VI, que
llamó a la Iglesia «experta en humanidad» (Enc.
Populorum progressio,
13), y el Beato Juan Pablo II, quien afirmó que la persona humana es «el primer
camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión..., camino
trazado por Cristo mismo» (Enc.
Centesimus annus, 53). En mi Encíclica
Caritas in veritate he
querido precisar, siguiendo a mis predecesores, que
«toda la Iglesia, en todo su ser y obrar, cuando anuncia, celebra y
actúa en la
caridad, tiende a promover el desarrollo integral del hombre» (n. 11),
refiriéndome también a los millones de hombres y mujeres que, por
motivos diversos, viven la experiencia de la migración. En efecto, los
flujos
migratorios son «un fenómeno que impresiona por sus grandes dimensiones,
por los
problemas sociales, económicos, políticos, culturales y religiosos que
suscita,
y por los dramáticos desafíos que plantea a las comunidades nacionales y
a la
comunidad internacional» (ibíd., 62), ya que «todo emigrante es una
persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables que
han de ser respetados por todos y en cualquier situación» (ibíd.).
En este contexto, he querido dedicar la Jornada Mundial del Emigrante y del
Refugiado 2013 al tema «Migraciones: peregrinación de fe y esperanza», en
concomitancia con las celebraciones del 50 aniversario de la apertura del
Concilio Ecuménico Vaticano II y de los 60 años de la promulgación de la
Constitución apostólica Exsul familia, al mismo tiempo que toda la
Iglesia está comprometida en vivir el
Año de la fe, acogiendo con
entusiasmo el desafío de la nueva evangelización.
En efecto, fe y esperanza forman un binomio inseparable en el corazón de
muchísimos emigrantes, puesto que en ellos anida el anhelo de una vida mejor, a
lo que se une en muchas ocasiones el deseo de querer dejar atrás la
«desesperación» de un futuro imposible de construir. Al mismo tiempo, el viaje
de muchos está animado por la profunda confianza de que Dios no abandona a sus
criaturas y este consuelo hace que sean más soportables las heridas del
desarraigo y la separación, tal vez con la oculta esperanza de un futuro regreso
a la tierra de origen. Fe y esperanza, por lo tanto, conforman a menudo el
equipaje de aquellos que emigran, conscientes de que con ellas «podemos afrontar
nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y
aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta
meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino» (Enc.
Spe salvi,
1).
En el vasto campo de las migraciones, la solicitud maternal de la Iglesia se
realiza en diversas directrices.
- Por una parte, la que contempla las migraciones bajo el perfil dominante de la pobreza y de los sufrimientos, que con frecuencia produce dramas y tragedias. Aquí se concretan las operaciones de auxilio para resolver las numerosas emergencias, con generosa dedicación de grupos e individuos, asociaciones de voluntariado y movimientos, organizaciones parroquiales y diocesanas, en colaboración con todas las personas de buena voluntad.
- Pero, por otra parte, la Iglesia no deja de poner de manifiesto los aspectos positivos, las buenas posibilidades y los recursos que comportan las migraciones. Es aquí donde se incluyen las acciones de acogida que favorecen y acompañan una inserción integral de los emigrantes, solicitantes de asilo y refugiados en el nuevo contexto socio-cultural, sin olvidar la dimensión religiosa, esencial para la vida de cada persona. La Iglesia, por su misión confiada por el mismo Cristo, está llamada a prestar especial atención y cuidado a esta dimensión precisamente: ésta es su tarea más importante y específica.
- Por lo que concierne a los fieles cristianos provenientes de diversas zonas del mundo, el cuidado de la dimensión religiosa incluye también el diálogo ecuménico y la atención de las nuevas comunidades,
- mientras que por lo que se refiere a los fieles católicos se expresa, entre otras cosas, mediante la creación de nuevas estructuras pastorales y la valorización de los diversos ritos, hasta la plena participación en la vida de la comunidad eclesial local.
La promoción
humana está unida a la comunión espiritual, que abre el camino «a una auténtica
y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo» (Carta ap.
Porta
fidei, 6). La Iglesia ofrece siempre un don precioso cuando lleva al
encuentro con Cristo que abre a una esperanza estable y fiable.
Con respecto a los emigrantes y refugiados, la Iglesia y las diversas realidades
que en ella se inspiran están llamadas a evitar el riesgo del mero
asistencialismo, para favorecer la auténtica integración, en una sociedad donde
todos y cada uno sean miembros activos y responsables del bienestar del otro,
asegurando con generosidad aportaciones originales, con pleno derecho de
ciudadanía y de participación en los mismos derechos y deberes. Aquellos que
emigran llevan consigo sentimientos de confianza y de esperanza que animan y
confortan en la búsqueda de mejores oportunidades de vida. Sin embargo, no
buscan solamente una mejora de su condición económica, social o política. Es
cierto que el viaje migratorio a menudo tiene su origen en el miedo,
especialmente cuando las persecuciones y la violencia obligan a huir, con el
trauma del abandono de los familiares y de los bienes que, en cierta medida,
aseguraban la supervivencia. Sin embargo, el sufrimiento, la enorme pérdida y, a
veces, una sensación de alienación frente a un futuro incierto no destruyen el
sueño de reconstruir, con esperanza y valentía, la vida en un país extranjero.
En verdad, los que emigran alimentan la esperanza de encontrar acogida, de
obtener ayuda solidaria y de estar en contacto con personas que, comprendiendo
las fatigas y la tragedia de su prójimo, y también reconociendo los valores y
los recursos que aportan, estén dispuestos a compartir humanidad y recursos
materiales con quien está necesitado y desfavorecido. Debemos reiterar, en
efecto, que «la solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para
todos, es también un deber» (Enc.
Caritas in veritate, 43). Emigrantes y
refugiados, junto a las dificultades, pueden experimentar también relaciones
nuevas y acogedoras, que les alienten a contribuir al bienestar de los países de
acogida con sus habilidades profesionales, su patrimonio socio-cultural y
también, a menudo, con su testimonio de fe, que estimula a las comunidades de
antigua tradición cristiana, anima a encontrar a Cristo e invita a conocer la
Iglesia.
Es cierto que cada Estado tiene el derecho de regular los flujos migratorios y
adoptar medidas políticas dictadas por las exigencias generales del bien común,
pero siempre garantizando el respeto de la dignidad de toda persona humana. El
derecho de la persona a emigrar - como recuerda la Constitución conciliar
Gaudium et
spes en el n. 65 - es uno de los derechos humanos fundamentales,
facultando a cada uno a establecerse donde considere más oportuno para una mejor
realización de sus capacidades y aspiraciones y de sus proyectos. Sin embargo,
en el actual contexto socio-político, antes incluso que el derecho a emigrar,
hay que reafirmar el derecho a no emigrar, es decir, a tener las condiciones
para permanecer en la propia tierra, repitiendo con el Beato Juan Pablo II que
«es un derecho primario del hombre vivir en su propia patria. Sin embargo, este
derecho es efectivo sólo si se tienen constantemente bajo control los factores
que impulsan a la emigración» (Discurso al IV Congreso mundial de las
Migraciones, 1998). En efecto, actualmente vemos que muchas migraciones son
el resultado de la precariedad económica, de la falta de bienes básicos, de
desastres naturales, de guerras y de desórdenes sociales. En lugar de una
peregrinación animada por la confianza, la fe y la esperanza, emigrar se
convierte entonces en un «calvario» para la supervivencia, donde hombres y
mujeres aparecen más como víctimas que como protagonistas y responsables de su
migración. Así, mientras que hay emigrantes que alcanzan una buena posición y
viven con dignidad, con una adecuada integración en el ámbito de acogida, son
muchos los que viven en condiciones de marginalidad y, a veces, de explotación y
privación de los derechos humanos fundamentales, o que adoptan conductas
perjudiciales para la sociedad en la que viven. El camino de la integración
incluye derechos y deberes, atención y cuidado a los emigrantes para que tengan
una vida digna, pero también atención por parte de los emigrantes hacia los
valores que ofrece la sociedad en la que se insertan.
En este sentido, no podemos olvidar la cuestión de la inmigración irregular, un
asunto más acuciante en los casos en que se configura como tráfico y explotación
de personas, con mayor riesgo para mujeres y niños. Estos crímenes han de ser
decididamente condenados y castigados, mientras que una gestión regulada de los
flujos migratorios, que no se reduzca al cierre hermético de las fronteras, al
endurecimiento de las sanciones contra los irregulares y a la adopción de
medidas que desalienten nuevos ingresos, podría al menos limitar para muchos
emigrantes los peligros de caer víctimas del mencionado tráfico. En efecto, son
muy necesarias intervenciones orgánicas y multilaterales en favor del desarrollo
de los países de origen, medidas eficaces para erradicar la trata de personas,
programas orgánicos de flujos de entrada legal, mayor disposición a considerar
los casos individuales que requieran protección humanitaria además de asilo
político. A las normativas adecuadas se debe asociar un paciente y constante
trabajo de formación de la mentalidad y de las conciencias. En todo esto, es
importante fortalecer y desarrollar las relaciones de entendimiento y de
cooperación entre las realidades eclesiales e institucionales que están al
servicio del desarrollo integral de la persona humana. Desde la óptica
cristiana, el compromiso social y humanitario halla su fuerza en la fidelidad al
Evangelio, siendo conscientes de que «el que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se
perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre» (Gaudium et
spes, 41).
Queridos hermanos emigrantes, que esta Jornada Mundial os ayude a renovar la
confianza y la esperanza en el Señor que está siempre junto a nosotros. No
perdáis la oportunidad de encontrarlo y reconocer su rostro en los gestos de
bondad que recibís en vuestra peregrinación migratoria. Alegraos porque el Señor
está cerca de vosotros y, con Él, podréis superar obstáculos y dificultades,
aprovechando los testimonios de apertura y acogida que muchos os ofrecen. De
hecho, «la vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y
borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta.
Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir
rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por
antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero
para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz
reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía» (Enc.
Spe salvi,
49).
Encomiendo a cada uno de vosotros a la Bienaventurada Virgen María, signo de
segura esperanza y de consolación, «estrella del camino», que con su maternal
presencia está cerca de nosotros cada momento de la vida, y a todos imparto con
afecto la Bendición Apostólica.
Ciudad del Vaticano, 12 de octubre de 2012
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