Meditación - Primera Congregación general de la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos (8 de octubre de 2012)
Temas: Meditación sobre la palabra "Evangelium" ; Confesión de la fe; Pentecostés; Nueva Evangelización
Mucha gente se pregunta: ¿Dios es una hipótesis o no? ¿Es una
realidad o no? ¿Por qué no se hace oír? «Evangelio» quiere decir: Dios ha roto
su silencio, Dios ha hablado, Dios existe. Este hecho, como tal, es salvación:
Dios nos conoce, Dios nos ama, ha entrado en la historia. Jesús es su Palabra,
el Dios con nosotros, el Dios que nos muestra que nos ama, que sufre con
nosotros hasta la muerte y resucita. Este es el Evangelio mismo. Dios ha
hablado, ya no es el gran desconocido, sino que se ha mostrado y esta es la
salvación.
Queridos hermanos:
Mi meditación trata sobre la palabra «evangelium» «euangelisasthai»
(cf. Lc 4, 18). En este Sínodo queremos conocer mejor lo que nos dice el
Señor y qué podemos o debemos hacer nosotros. Se divide en dos partes: la
primera reflexión sobre el significado de estas palabras, y luego deseo intentar
interpretar el himno de la hora Tercia «Nunc, Sancte, nobis Spìritus», en
la página 5 del Libro de oración.
La palabra «evangelium» «euangelisasthai» tiene una larga
historia. Aparece en Homero: es anuncio de una victoria, y, por lo tanto,
anuncio de un bien, de alegría, de felicidad. Aparece luego en el Segundo Isaías
(cf. Is 40, 9) como voz que anuncia la alegría de Dios, como voz que hace
comprender que Dios no ha olvidado a su pueblo, que Dios, quien aparentemente se
había retirado de la historia, está presente. Y Dios tiene poder, Dios da
alegría, abre las puertas del exilio; después de la larga noche el exilio,
aparece su luz y da al pueblo la posibilidad de regresar, renueva la historia
del bien, la historia de su amor. En este contexto de la evangelización,
aparecen sobre todo tres palabras: dikaiosyne, eirene, soteria —justicia,
paz, salvación—. Jesús mismo retomó las palabras de Isaías en Nazaret, al hablar
de este «Evangelio» que lleva precisamente ahora a los excluidos, a los
encarcelados, a los que sufren y a los pobres.
Pero para el significado de la palabra «evangelium» en el Nuevo
Testamento, además de esto —el Deutero Isaías que abre la puerta—, es importante
también el uso que hizo de la palabra el Imperio romano, empezando por el
emperador Augusto. Aquí el término «evangelium» indica una palabra, un
mensaje que viene del Emperador. El mensaje del emperador —como tal— es
positivo: es renovación del mundo, es salvación. El mensaje imperial es, como
tal, un mensaje de potencia y de poder; es un mensaje de salvación, de
renovación y de salud. El Nuevo Testamento acepta esta situación. San Lucas
compara explícitamente al Emperador Augusto con el Niño nacido en Belén: «evangelium»
—dice— sí, es una palabra del Emperador, del verdadero Emperador del mundo. El
verdadero Emperador del mundo se ha hecho oír, habla con nosotros. Este hecho,
como tal, es redención, porque el gran sufrimiento del hombre —entonces como
ahora— es precisamente este: Detrás del silencio del universo, detrás de las
nubes de la historia ¿existe un Dios o no existe? Y, si existe este Dios, ¿nos
conoce, tiene algo que ver con nosotros? Este Dios es bueno, y la realidad del
bien ¿tiene poder en el mundo o no? Esta pregunta es hoy tan actual como lo era
en aquel tiempo. Mucha gente se pregunta: ¿Dios es una hipótesis o no? ¿Es una
realidad o no? ¿Por qué no se hace oír? «Evangelio» quiere decir: Dios ha roto
su silencio, Dios ha hablado, Dios existe. Este hecho, como tal, es salvación:
Dios nos conoce, Dios nos ama, ha entrado en la historia. Jesús es su Palabra,
el Dios con nosotros, el Dios que nos muestra que nos ama, que sufre con
nosotros hasta la muerte y resucita. Este es el Evangelio mismo. Dios ha
hablado, ya no es el gran desconocido, sino que se ha mostrado y esta es la
salvación.
La cuestión para nosotros es: Dios ha hablado, ha roto verdaderamente el gran
silencio, se ha mostrado, pero ¿cómo podemos hacer llegar esta realidad al
hombre de hoy, para que se convierta en salvación? El hecho de que Dios haya
hablado, de por sí, es la salvación, es la redención. ¿Pero cómo puede saberlo
el hombre? Me parece que este punto es un interrogante, pero también una
pregunta, un mandato para nosotros: podemos encontrar respuesta meditando el
himno de la hora Tercia «Nunc, Sancte, nobis Spiritus». La primera
estrofa dice: «Dignàre promptus ingeri nostro refusus, péctori», es
decir, rezamos para que venga el Espíritu Santo, para que esté en nosotros y con
nosotros. Con otras palabras: nosotros no podemos hacer la Iglesia, sólo podemos
dar a conocer lo que ha hecho él. La Iglesia no comienza con nuestro «hacer»,
sino con el «hacer» y el «hablar» de Dios. De este modo, después de algunas
asambleas, los Apóstoles no dijeron: ahora queremos crear una Iglesia, y con la
forma de una asamblea constituyente habrían elaborado una constitución. No,
ellos rezaron y en oración esperaron, porque sabían que sólo Dios mismo puede
crear su Iglesia, de la que Dios es el primer agente: si Dios no actúa, nuestras
cosas son sólo nuestras cosas y son insuficientes; sólo Dios puede testimoniar
que es Él quien habla y quien ha hablado. Pentecostés es la condición del
nacimiento de la Iglesia: sólo porque Dios había actuado antes, los Apóstoles
pueden obrar con Él y con su presencia, y hacer presente lo que Él hace. Dios ha
hablado y este «ha hablado» es el perfecto de la fe, pero también es siempre un
presente: lo perfecto de Dios no es sólo un pasado, porque es un pasado
verdadero que lleva siempre en sí el presente y el futuro. Dios ha hablado
quiere decir: «habla». Y, como en aquel tiempo, sólo con la iniciativa de Dios
podía nacer la Iglesia, podía ser conocido el Evangelio, el hecho de que Dios ha
hablado y habla, así también hoy sólo Dios puede comenzar, nosotros podemos sólo
cooperar, pero el inicio debe venir de Dios. Por ello, no es una mera formalidad
si comenzamos cada día nuestra Asamblea con la oración: esto responde a la
realidad misma. Sólo el proceder de Dios hace posible nuestro caminar, nuestro
cooperar, que es siempre un cooperar, no una pura decisión nuestra. Por ello es
siempre importante saber que la primera palabra, la iniciativa auténtica, la
actividad verdadera viene de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina,
sólo si imploramos esta iniciativa divina, podremos también nosotros llegar a
ser —con Él y en Él— evangelizadores. Dios siempre es el comienzo, y siempre
sólo él puede hacer Pentecostés, puede crear la Iglesia, puede mostrar la
realidad de su estar con nosotros. Pero, por otra parte, este Dios, que es
siempre el principio, quiere también nuestra participación, quiere que
participemos con nuestra actividad, de modo que nuestras actividades sean
teándricas, es decir, hechas por Dios, pero con nuestra participación e
implicando nuestro ser, toda nuestra actividad.
Por lo tanto, cuando hagamos nosotros la nueva evangelización es siempre
cooperación con Dios, está en el conjunto con Dios, está fundada en la oración y
en su presencia real.
Ahora, este obrar nuestro, que sigue la iniciativa de Dios, lo encontramos
descrito en la segunda estrofa de este himno: «Os, lingua, mens, sensus,
vigor, confessionem personent, flammescat igne caritas, accendat ardor proximos».
Aquí tenemos, en dos líneas, dos sustantivos determinantes: «confessio»
en las primeras líneas, y «caritas» en las segundas dos líneas. «Confessio»
y «caritas», como los dos modos con los cuales Dios nos implica, nos hace
obrar con Él, en Él y para la humanidad, para su criatura: «confessio» y
«caritas». Y se agregan los verbos: en el primer caso «personent»
y en el segundo «caritas» interpretado con la palabra fuego, ardor,
encender, echar llamas.
Veamos el primero: «confessionem personent». La fe tiene un contenido:
Dios se comunica, pero este Yo de Dios se muestra realmente en la figura de
Jesús y se interpreta en la «confesión» que nos habla de su concepción virginal
del Nacimiento, de la Pasión, de la Cruz, de la Resurrección. Este mostrarse de
Dios es toda una Persona: Jesús como el Verbo, con un contenido muy concreto que
se expresa en la «confessio». Por lo tanto, el primer punto es que
nosotros debemos entrar en esta «confesión», compenetrarnos, de tal modo que «personent»
—como dice el himno— en nosotros y a través de nosotros. Aquí es importante
observar también un pequeña realidad filológica: «confessio» en el latín
precristiano no se diría «confessio» sino «professio» (profiteri):
esto es el presentar positivamente una realidad. En cambio la palabra «confessio»
se refiere a la situación en un tribunal, en un proceso donde uno abre su mente
y confiesa. En otras palabras, esta palabra «confessio», que en el latín
cristiano sustituyó a la palabra «professio», lleva en sí el elemento
martirológico, el elemento de dar testimonio ante instancias enemigas a la fe,
dar testimonio incluso en situaciones de pasión y de peligro de muerte. A la
confesión cristiana pertenece esencialmente la disponibilidad a sufrir: esto me
parece muy importante. En la esencia de la «confessio» de nuestro Credo,
está siempre incluida también la disponibilidad a la pasión, al sufrimiento, es
más, a la entrega de la vida. Precisamente esto garantiza la credibilidad: la «confessio»
no es una cosa que incluso se pueda dejar pasar; la «confessio» implica
la disponibilidad a dar mi vida, aceptar la pasión. Esto es precisamente también
la verificación de la «confessio». Se ve que para nosotros la «confessio»
no es una palabra, es más que el dolor, es más que la muerte. Por la «confessio»
realmente vale la pena sufrir, vale la pena sufrir hasta la muerte. Quien hace
esta «confessio» verdaderamente demuestra de este modo que cuanto
confiesa es más que vida: es la vida misma, el tesoro, la perla preciosa e
infinita. Precisamente en la dimensión martirológica de la palabra «confessio»
aparece la verdad: se verifica solamente para una realidad por la cual vale la
pena sufrir, que es más fuerte incluso que la muerte, y demuestra que es la
verdad que tengo en la mano, que estoy más seguro, que «guío» mi vida porque
encuentro la vida en esta confesión.
Veamos ahora dónde debería penetrar esta «confesión»: «Os, lingua, mens,
sensus, vigor». Por san Pablo, Carta a los Romanos 10, sabemos que la
ubicación de la «confesión» está en el corazón y en la boca: debe estar en lo
profundo del corazón, pero también debe ser pública; la fe que se lleva en el
corazón debe ser anunciada: nunca es sólo una realidad en el corazón, sino que
tiende a ser comunicada, a ser realmente confesada ante los ojos del mundo. De
este modo, debemos aprender, por una parte, a ser realmente —digamos— penetrados
en el corazón por la «confesión», así se forma nuestro corazón, y desde el
corazón encontrar también, junto con la gran historia de la Iglesia, la palabra
y la valentía de la palabra, y la palabra que indica nuestro presente, esta
«confesión» que sin embargo es siempre una. «Mens»: la «confesión» no es
sólo cuestión del corazón y de la boca, sino también de la inteligencia; debe
ser pensada y así, pensada e inteligentemente concebida, llega al otro y
significa que mi pensamiento está situado realmente en la «confesión». «Sensus»:
no es algo puramente abstracto e intelectual, la «confessio» debe
penetrar incluso los sentidos de nuestra vida. San Bernardo de Claraval nos dijo
que Dios, en su revelación, en la historia de salvación, dio a nuestros sentidos
la posibilidad de ver, de tocar, de gustar la revelación. Dios ya no es algo
sólo espiritual: ha entrado en el mundo de los sentidos y nuestros sentidos
deben estar llenos de este gusto, de esta belleza de la Palabra de Dios, que es
realidad. «Vigor»: es la fuerza vital de nuestro ser y también el vigor
jurídico de una realidad. Con toda nuestra vitalidad y fuerza, debemos ser
penetrados por la «confessio», que debe realmente «personare»; la
melodía de Dios debe entonar nuestro ser en su totalidad.
«Confessio» es la primera columna —por decirlo así— de la
evangelización, y la segunda es «caritas». La «confessio» no es
algo abstracto, es «caritas», es amor. Sólo así es verdaderamente reflejo
de la verdad divina, que como verdad es inseparablemente también amor. El texto
describe, con palabras muy fuertes, este amor: es ardor, es llama, enciende a
los demás. Hay una pasión en nosotros que debe crecer desde la fe, que debe
transformarse en el fuego de la caridad. Jesús nos dijo: He venido a traer fuego
a la tierra y cómo deseo que ya arda. Orígenes nos transmitió una palabra del
Señor: «Quien está cerca de mí, está cerca del fuego». El cristiano no debe ser
tibio. El Apocalipsis nos dice que este es el mayor peligro del cristiano: que
no diga no, sino un sí muy tibio. Precisamente esta tibieza desacredita al
cristianismo. La fe debe convertirse en llama del amor, llama que encienda
realmente mi ser, se convierta en la gran pasión de mi ser, y así encienda al
prójimo. Este es el modo de la evangelización: «Accéndat ardor proximos»,
que la verdad se convierta en mí en caridad y la caridad encienda como fuego
también al otro. Sólo en este encender al otro a través de la llama de nuestra
caridad, crece realmente la evangelización, la presencia del Evangelio, que ya
no es sólo una palabra, sino realidad vivida.
San Lucas nos relata que en Pentecostés, en esta fundación de la Iglesia de
Dios, el Espíritu Santo era fuego que transformó el mundo, pero fuego en forma
de lengua, es decir fuego que sin embargo también es razonable, que es espíritu,
que es también comprensión; fuego que está unido al pensamiento, a la «mens».
Y precisamente este fuego inteligente, esta «sobria ebrietas», es
característico del cristianismo. Sabemos que el fuego está en el inicio de la
cultura humana; el fuego es luz, es calor, es fuerza de transformación. La
cultura humana comienza en el momento en que el hombre tiene el poder de crear
el fuego: con el fuego puede destruir, pero con el fuego puede también
transformar, renovar. El fuego de Dios es fuego transformador, fuego de pasión
—ciertamente— que también destruye muchas cosas en nosotros, que lleva a Dios,
pero sobre todo fuego que transforma, renueva y crea una novedad en el hombre,
que en Dios se convierte en luz.
De este modo, al final sólo podemos pedir al Señor que la «confessio»
esté en nosotros profundamente arraigada y que se convierta en fuego que
encienda a los demás; así el fuego de su presencia, la novedad de su estar con
nosotros, se hace realmente visible y fuerza del presente y del futuro.
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