Temas: Año de la Fe, Documentos del Concilio Vaticano II, Jesucristo, Nueva Evangelización, Desertificación espiritual
Esta celebración se ha enriquecido con algunos signos
específicos: la procesión de entrada, que ha querido recordar la que de
modo memorable hicieron los Padres conciliares cuando ingresaron
solemnemente en esta Basílica; la entronización del Evangeliario, copia
del que se utilizó durante el Concilio; y la entrega de los siete
mensajes finales del Concilio y del Catecismo de la Iglesia Católica,
que haré al final, antes de la bendición. Estos signos no son meros
recordatorios, sino que nos ofrecen también la perspectiva para ir más
allá de la conmemoración. Nos invitan a entrar más profundamente en el
movimiento espiritual que ha caracterizado el Vaticano II, para hacerlo
nuestro y realizarlo en su verdadero sentido. Y este sentido ha sido y
sigue siendo la fe en Cristo, la fe apostólica, animada por el impulso
interior de comunicar a Cristo a todos y a cada uno de los hombres
durante la peregrinación de la Iglesia por los caminos de la historia.
Venerables hermanos,
queridos hermanos y hermanas
Hoy, con gran
alegría, a los 50 años de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano
II, damos inicio al Año de la fe. Me complace saludar a todos, en
particular a Su Santidad Bartolomé I, Patriarca de Constantinopla, y a
Su Gracia Rowan Williams, Arzobispo de Canterbury. Un saludo especial a
los Patriarcas y a los Arzobispos Mayores de las Iglesias Católicas
Orientales, y a los Presidentes de las Conferencias Episcopales.
Para
rememorar el Concilio, en el que algunos de los aquí presentes – a los
que saludo con particular afecto – hemos tenido la gracia de vivir en
primera persona, esta celebración se ha enriquecido con algunos signos
específicos: la procesión de entrada, que ha querido recordar la que de
modo memorable hicieron los Padres conciliares cuando ingresaron
solemnemente en esta Basílica; la entronización del Evangeliario, copia
del que se utilizó durante el Concilio; y la entrega de los siete
mensajes finales del Concilio y del Catecismo de la Iglesia Católica,
que haré al final, antes de la bendición. Estos signos no son meros
recordatorios, sino que nos ofrecen también la perspectiva para ir más
allá de la conmemoración. Nos invitan a entrar más profundamente en el
movimiento espiritual que ha caracterizado el Vaticano II, para hacerlo
nuestro y realizarlo en su verdadero sentido. Y este sentido ha sido y
sigue siendo la fe en Cristo, la fe apostólica, animada por el impulso
interior de comunicar a Cristo a todos y a cada uno de los hombres
durante la peregrinación de la Iglesia por los caminos de la historia.
El
Año de la fe que hoy inauguramos está vinculado coherentemente con todo
el camino de la Iglesia en los últimos 50 años: desde el Concilio,
mediante el magisterio del siervo de Dios Pablo VI, que convocó un «Año
de la fe» en 1967, hasta el Gran Jubileo del 2000, con el que el beato
Juan Pablo II propuso de nuevo a toda la humanidad a Jesucristo como
único Salvador, ayer, hoy y siempre. Estos dos Pontífices, Pablo VI y
Juan Pablo II, convergieron profunda y plenamente en poner a Cristo como
centro del cosmos y de la historia, y en el anhelo apostólico de
anunciarlo al mundo. Jesús es el centro de la fe cristiana. El cristiano
cree en Dios por medio de Jesucristo, que ha revelado su rostro. Él es
el cumplimiento de las Escrituras y su intérprete definitivo. Jesucristo
no es solamente el objeto de la fe, sino, como dice la carta a los
Hebreos, «el que inició y completa nuestra fe» (Hb 12,2).
El evangelio de
hoy nos dice que Jesucristo, consagrado por el Padre en el Espíritu
Santo, es el verdadero y perenne protagonista de la evangelización: «El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a
evangelizar a los pobres» (Lc 4,18). Esta misión de Cristo, este
dinamismo suyo continúa en el espacio y en el tiempo, atraviesa los
siglos y los continentes. Es un movimiento que parte del Padre y, con la
fuerza del Espíritu, lleva la buena noticia a los pobres en sentido
material y espiritual. La Iglesia es el instrumento principal y
necesario de esta obra de Cristo, porque está unida a Él como el cuerpo a
la cabeza. «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn
20,21). Así dice el Resucitado a los discípulos, y soplando sobre ellos,
añade: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22). Dios por medio de
Jesucristo es el principal artífice de la evangelización del mundo; pero
Cristo mismo ha querido transmitir a la Iglesia su misión, y lo ha
hecho y lo sigue haciendo hasta el final de los tiempos infundiendo el
Espíritu Santo en los discípulos, aquel mismo Espíritu que se posó sobre
él y permaneció en él durante toda su vida terrena, dándole la fuerza
de «proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista»; de
«poner en libertad a los oprimidos» y de «proclamar el año de gracia del
Señor» (Lc 4,18-19).
El Concilio Vaticano II no ha querido incluir
el tema de la fe en un documento específico. Y, sin embargo, estuvo
completamente animado por la conciencia y el deseo, por así decir, de
adentrase nuevamente en el misterio cristiano, para proponerlo de nuevo
eficazmente al hombre contemporáneo. A este respecto se expresaba así,
dos años después de la conclusión de la asamblea conciliar, el siervo de
Dios Pablo VI: «Queremos hacer notar que, si el Concilio no habla
expresamente de la fe, habla de ella en cada página, al reconocer su
carácter vital y sobrenatural, la supone íntegra y con fuerza, y
construye sobre ella sus enseñanzas. Bastaría recordar [algunas]
afirmaciones conciliares… para darse cuenta de la importancia esencial
que el Concilio, en sintonía con la tradición doctrinal de la Iglesia,
atribuye a la fe, a la verdadera fe, a aquella que tiene como fuente a
Cristo y por canal el magisterio de la Iglesia» (Audiencia general, 8
marzo 1967). Así decía Pablo VI. Pero debemos ahora remontarnos a aquel
que convocó el Concilio Vaticano II y lo inauguró: el beato Juan XXIII.
En el discurso de apertura, presentó el fin principal del Concilio en
estos términos: «El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el
sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de
forma cada vez más eficaz… La tarea principal de este Concilio no es,
por lo tanto, la discusión de este o aquel tema de la doctrina… Para eso
no era necesario un Concilio... Es preciso que esta doctrina verdadera e
inmutable, que ha de ser fielmente respetada, se profundice y presente
según las exigencias de nuestro tiempo» (AAS 54 [1962], 790. 791-792).
A
la luz de estas palabras, se comprende lo que yo mismo tuve entonces
ocasión de experimentar: durante el Concilio había una emocionante
tensión con relación a la tarea común de hacer resplandecer la verdad y
la belleza de la fe en nuestro tiempo, sin sacrificarla a las exigencias
del presente ni encadenarla al pasado: en la fe resuena el presente
eterno de Dios que trasciende el tiempo y que, sin embargo, solamente
puede ser acogido por nosotros en el hoy irrepetible. Por esto mismo
considero que lo más importante, especialmente en una efeméride tan
significativa como la actual, es que se reavive en toda la Iglesia
aquella tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo al
hombre contemporáneo. Pero, con el fin de que este impulso interior a la
nueva evangelización no se quede solamente en un ideal, ni caiga en la
confusión, es necesario que ella se apoye en una base concreta y
precisa, que son los documentos del Concilio Vaticano II, en los cuales
ha encontrado su expresión. Por esto, he insistido repetidamente en la
necesidad de regresar, por así decirlo, a la «letra» del Concilio, es
decir a sus textos, para encontrar también en ellos su auténtico
espíritu, y he repetido que la verdadera herencia del Vaticano II se
encuentra en ellos. La referencia a los documentos evita caer en los
extremos de nostalgias anacrónicas o de huidas hacia adelante, y permite
acoger la novedad en la continuidad. El Concilio no ha propuesto nada
nuevo en materia de fe, ni ha querido sustituir lo que era antiguo. Más
bien, se ha preocupado para que dicha fe siga viviéndose hoy, para que
continúe siendo una fe viva en un mundo en transformación. Si
sintonizamos con el planteamiento auténtico que el beato Juan XXIII
quiso dar al Vaticano II, podremos actualizarlo durante este Año de la
fe, dentro del único camino de la Iglesia que desea continuamente
profundizar en el depósito de la fe que Cristo le ha confiado. Los
Padres conciliares querían volver a presentar la fe de modo eficaz; y sí
se abrieron con confianza al diálogo con el mundo moderno era porque
estaban seguros de su fe, de la roca firme sobre la que se apoyaban. En
cambio, en los años sucesivos, muchos aceptaron sin discernimiento la
mentalidad dominante, poniendo en discusión las bases mismas del
depositum fidei, que desgraciadamente ya no sentían como propias en su
verdad.
Si hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva
evangelización, no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay
necesidad, todavía más que hace 50 años. Y la respuesta que hay que dar a
esta necesidad es la misma que quisieron dar los Papas y los Padres del
Concilio, y que está contenida en sus documentos. También la iniciativa
de crear un Consejo Pontificio destinado a la promoción de la nueva
evangelización, al que agradezco su especial dedicación con vistas al
Año de la fe, se inserta en esta perspectiva. En estos decenios ha
aumentado la «desertificación» espiritual. Si ya en tiempos del Concilio
se podía saber, por algunas trágicas páginas de la historia, lo que
podía significar una vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo
vemos cada día a nuestro alrededor. Se ha difundido el vacío. Pero
precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío,
es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su
importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se
vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el
mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del
sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o
negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que,
con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de
esta forma mantengan viva la esperanza. La fe vivida abre el corazón a
la Gracia de Dios que libera del pesimismo. Hoy más que nunca
evangelizar quiere decir dar testimonio de una vida nueva, trasformada
por Dios, y así indicar el camino.
La primera lectura nos ha hablado de
la sabiduría del viajero (cf. Sir 34,9-13): el viaje es metáfora de la
vida, y el viajero sabio es aquel que ha aprendido el arte de vivir y lo
comparte con los hermanos, como sucede con los peregrinos a lo largo
del Camino de Santiago, o en otros caminos, que no por casualidad se han
multiplicado en estos años. ¿Por qué tantas personas sienten hoy la
necesidad de hacer estos caminos? ¿No es quizás porque en ellos
encuentran, o al menos intuyen, el sentido de nuestro estar en el mundo?
Así podemos representar este Año de la fe: como una peregrinación en
los desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente lo que
es esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas,
como dice el Señor a los apóstoles al enviarlos a la misión (cf. Lc
9,3), sino el evangelio y la fe de la Iglesia, de los que el Concilio
Ecuménico Vaticano II son una luminosa expresión, como lo es también el
Catecismo de la Iglesia Católica, publicado hace 20 años.
Venerados y
queridos hermanos, el 11 de octubre de 1962 se celebraba la fiesta de
María Santísima, Madre de Dios. Le confiamos a ella el Año de la fe,
como lo hice hace una semana, peregrinando a Loreto. La Virgen María
brille siempre como estrella en el camino de la nueva evangelización.
Que ella nos ayude a poner en práctica la exhortación del apóstol Pablo:
«La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza;
enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente… Todo lo
que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús,
dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3,16-17). Amén
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