La Ley de
Dios es su Palabra que guía al hombre en el camino de la vida, lo hace
salir de la esclavitud del egoísmo y lo introduce en la «tierra» de la
verdadera libertad y de la vida. Por esto en la Biblia la Ley no es
vista como un peso, una limitación oprimente, sino como el don más
precioso del Señor, el testimonio de su amor paterno, de su voluntad de
estar cerca de su pueblo, de ser su Aliado y escribir con él una
historia de amor.
Queridos hermanos y hermanas:
En la Liturgia de la Palabra de este
domingo emerge el tema de la Ley de Dios, de su mandamiento: un elemento
esencial de la religión hebraica y también de la cristiana, donde
encuentra su pleno cumplimiento en el amor (Cfr. Rm 13, 10). La Ley de
Dios es su Palabra que guía al hombre en el camino de la vida, lo hace
salir de la esclavitud del egoísmo y lo introduce en la «tierra» de la
verdadera libertad y de la vida. Por esto en la Biblia la Ley no es
vista como un peso, una limitación oprimente, sino como el don más
precioso del Señor, el testimonio de su amor paterno, de su voluntad de
estar cerca de su pueblo, de ser su Aliado y escribir con él una
historia de amor. Así reza el pío israelita: «En tus preceptos tengo
mis delicias, no olvido tu palabra. (…) Llévame por la senda de tus
mandamientos, porque mi complacencia tengo en ella» (Sal 119, 16.35).
En
el Antiguo Testamento, aquel que en nombre de Dios transmite la Ley al
pueblo es Moisés. Él, después del largo camino en el desierto, en el
umbral de la tierra prometida, proclama: «Y ahora, Israel, escucha los
preceptos y las normas que yo te enseño para que las pongas en práctica,
a fin de que vivas y entres a tomar posesión de la tierra que te da el
Señor, Dios de sus padres» (Dt 4, 1).
Y he aquí el problema: cuando
el pueblo se establece en la tierra, y es depositario de la Ley, se
siente tentado a poner su seguridad y su alegría en algo que ya no es la
Palabra del Señor: en los bienes, en el poder, en otras “divinidades”
que, en realidad son vanas, son ídolos. Ciertamente, la Ley de Dios
permanece, pero ya no es lo más importante, la regla de vida; se
convierte más bien en un revestimiento, una cobertura, mientras la vida
sigue otros caminos, otras reglas, intereses individuales y de grupo con
frecuencia egoístas. Y así la religión pierde su sentido auténtico que
es vivir en escucha de Dios para hacer su voluntad, y se reduce a
práctica de usanzas secundarias, que satisfacen más bien la necesidad
humana de sentirse bien con Dios. Éste es el grave riesgo de cada
religión, que Jesús individuó en su tiempo, pero que también se puede
verificar, lamentablemente, en la cristianidad. Por tanto, las palabras
de Jesús en el Evangelio de hoy contra los escribas y los fariseos deben
hacernos pensar también en nosotros. Jesús hace propias las palabras
del profeta Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su
corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan
doctrinas que son preceptos de hombres» (Mc 7, 6-7; Cfr. Is 29,13). Y
después concluye: «Dejando el precepto de Dios, se aferran a la
tradición de los hombres» (Mc 7, 8).
También el apóstol Santiago, en
su Carta, advierte acerca del peligro de una falsa religiosidad. Él
escribe a los cristianos: «Poned por obra la Palabra y no os contentéis
sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos» (Santiago 1, 22). Que la
Virgen María, a quien ahora nos dirigimos en oración, nos ayude a
escuchar con corazón abierto y sincero la Palabra de Dios, para que
oriente nuestros pensamientos, nuestras elecciones y nuestras acciones,
cada día.
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