VII Encuentro Mundial de las Familias (1-3 de junio de 2012)
Estadio "Meazza", San Siro (Sábado, 2 de junio de 2012)
"Queridos muchachos, queridas
muchachas, os digo con fuerza: tended a altos ideales: todos, no sólo
algunos, pueden llegar a una alta medida. Sed santos. Pero, ¿es posible ser santos a vuestra edad? Os respondo: ¡ciertamente! Lo dice también san Ambrosio, gran santo de vuestra ciudad, en una de sus obras, donde escribe: «Toda edad es madura para Cristo» (De virginitate, 40). Y sobre todo lo demuestra el testimonio de numerosos santos coetáneos vuestros, como Domingo Savio o María Goretti".
Queridos muchachos y muchachas:
Para mí es una gran alegría poder encontrarme con vosotros durante mi visita a vuestra ciudad. En este famoso estadio de fútbol hoy los protagonistas sois vosotros. Saludo a vuestro arzobispo, el cardenal Angelo Scola, y le agradezco las palabras que me ha dirigido. Gracias también a don Samuele Marelli. Saludo a vuestro amigo que, en nombre de todos vosotros, me ha dirigido palabras de bienvenida. Me alegra saludar a los vicarios episcopales que, en nombre del arzobispo, os han administrado o administrarán la Confirmación. Expreso mi agradecimiento en particular a la fundación «Oratori Milanesi» que ha organizado este encuentro, a vuestros sacerdotes, a todos los catequistas, a los educadores, a los padrinos y a las madrinas, y a quienes en las diversas comunidades parroquiales se han hecho vuestros compañeros de viaje y os han testimoniado la fe en Jesucristo muerto y resucitado, y vivo.
Vosotros, queridos muchachos, os estáis preparando para recibir el sacramento de la Confirmación, o lo habéis recibido recientemente. Sé que habéis realizado un buen itinerario formativo, llamado este año «El espectáculo del Espíritu». Ayudados por este itinerario, con varias etapas, habéis aprendido a reconocer las cosas estupendas que el Espíritu Santo ha hecho y hace en vuestra vida y en todos los que dicen «sí» al Evangelio de Jesucristo. Habéis descubierto el gran valor del Bautismo, el primero de los sacramentos, la puerta de entrada a la vida cristiana. Vosotros lo habéis recibido gracias a vuestros padres, que juntamente con los padrinos, en vuestro nombre, profesaron el Credo y se comprometieron a educaros en la fe. Esta fue para vosotros —al igual que para mí, hace mucho tiempo— una gracia inmensa. Desde aquel momento, renacidos por el agua y por el Espíritu Santo, habéis entrado a formar parte de la familia de los hijos de Dios, habéis llegado a ser cristianos, miembros de la Iglesia.
Ahora habéis crecido, y vosotros mismos podéis decir vuestro personal «sí» a Dios, un «sí» libre y consciente. El sacramento de la Confirmación refuerza el Bautismo y derrama el Espíritu Santo en abundancia sobre vosotros. Ahora vosotros mismos, llenos de gratitud, tenéis la posibilidad de acoger sus grandes dones, que os ayudan, en el camino de la vida, a ser testigos fieles y valientes de Jesús. Los dones del Espíritu son realidades estupendas, que os permiten formaros como cristianos, vivir el Evangelio y ser miembros activos de la comunidad. Recuerdo brevemente estos dones, de los que ya nos habla el profeta Isaías y luego Jesús:
El primer don es la sabiduría, que os hace descubrir cuán bueno y grande es el Señor y, como lo dice la palabra, hace que vuestra vida esté llena de sabor, para que, como decía Jesús, seáis «sal de la tierra».
Luego el don de entendimiento, para que comprendáis a fondo la Palabra de Dios y la verdad de la fe.
Después viene el don de consejo, que os guiará a descubrir el proyecto de Dios para vuestra vida, para la vida de cada uno de vosotros.
Sigue el don de fortaleza, para vencer las tentaciones del mal y hacer siempre el bien, incluso cuando cuesta sacrificio.
Luego el don de ciencia, no ciencia en el sentido técnico, como se enseña en la Universidad, sino ciencia en el sentido más profundo, que enseña a encontrar en la creación los signos, las huellas de Dios, a comprender que Dios habla en todo tiempo y me habla a mí, y a animar con el Evangelio el trabajo de cada día; a comprender que hay una profundidad y comprender esta profundidad, y así dar sentido al trabajo, también al que resulta difícil.
Otro don es el de piedad, que mantiene viva en el corazón la llama del amor a nuestro Padre que está en el cielo, para que oremos a él cada día con confianza y ternura de hijos amados; para no olvidar la realidad fundamental del mundo y de mi vida: que Dios existe, y que Dios me conoce y espera mi respuesta a su proyecto.
Y, por último, el séptimo don es el temor de Dios —antes hablamos del miedo—; temor de Dios no indica miedo, sino sentir hacia él un profundo respeto, el respeto de la voluntad de Dios que es el verdadero designio de mi vida y es el camino a través del cual la vida personal y comunitaria puede ser buena; y hoy, con todas las crisis que hay en el mundo, vemos la importancia de que cada uno respete esta voluntad de Dios grabada en nuestro corazón y según la cual debemos vivir; y así este temor de Dios es deseo de hacer el bien, de vivir en la verdad, de cumplir la voluntad de Dios.
Queridos muchachos y muchachas, toda la vida cristiana es un camino, es como recorrer una senda que sube a un monte —por tanto, no siempre es fácil, pero subir a un monte es una experiencia bellísima— en compañía de Jesús. Con estos dones preciosos vuestra amistad con él será aún más verdadera y más íntima. Esa amistad se alimenta continuamente con el sacramento de la Eucaristía, en el que recibimos su Cuerpo y su Sangre. Por eso os invito a participar siempre con alegría y fidelidad en la misa dominical, cuando toda la comunidad se reúne para orar juntamente, para escuchar la Palabra de Dios y participar en el Sacrificio eucarístico. Y acudid también al sacramento de la Penitencia, a la Confesión: es un encuentro con Jesús, que perdona nuestros pecados y nos ayuda a hacer el bien. Recibir el don, recomenzar de nuevo es un gran don en la vida, saber que soy libre, que puedo recomenzar, que todo está perdonado. Que no falte, además, vuestra oración personal de cada día. Aprended a dialogar con el Señor, habladle con confianza, contadle vuestras alegrías y preocupaciones, y pedidle luz y apoyo para vuestro camino.
Queridos amigos, vosotros sois afortunados porque en vuestras parroquias hay oratorios, un gran don de la diócesis de Milán. El oratorio, como lo dice la palabra, es un lugar donde se ora, pero también donde se está en grupo con la alegría de la fe, se recibe catequesis, se juega, se organizan actividades de servicio y de otro tipo; yo diría: se aprende a vivir. Frecuentad asiduamente vuestro oratorio, para madurar cada vez más en el conocimiento y en el seguimiento del Señor. Estos siete dones del Espíritu Santo crecen precisamente en esta comunidad donde se ejercita la vida en la verdad, con Dios. En la familia obedeced a vuestros padres, escuchad las indicaciones que os dan, para crecer como Jesús «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52). Por último, no seáis perezosos, sino muchachos y jóvenes comprometidos, especialmente en el estudio, con vistas a la vida futura: es vuestro deber diario y es una gran oportunidad que tenéis para crecer y para preparar el futuro. Estad disponibles y sed generosos con los demás, venciendo la tentación de poneros vosotros mismos en el centro, porque el egoísmo es enemigo de la verdadera alegría. Si gustáis ahora la belleza de formar parte de la comunidad de Jesús, podréis también vosotros dar vuestra contribución para hacerla crecer y sabréis invitar a los demás a formar parte de ella. Permitidme asimismo deciros que el Señor cada día, también hoy, aquí, os llama a cosas grandes. Estad abiertos a lo que os sugiere y, si os llama a seguirlo por la senda del sacerdocio o de la vida consagrada, no le digáis no. Sería una pereza equivocada. Jesús os colmará el corazón durante toda la vida.
Queridos muchachos, queridas muchachas, os digo con fuerza: tended a altos ideales: todos, no sólo algunos, pueden llegar a una alta medida. Sed santos. Pero, ¿es posible ser santos a vuestra edad? Os respondo: ¡ciertamente! Lo dice también san Ambrosio, gran santo de vuestra ciudad, en una de sus obras, donde escribe: «Toda edad es madura para Cristo» (De virginitate, 40). Y sobre todo lo demuestra el testimonio de numerosos santos coetáneos vuestros, como Domingo Savio o María Goretti. La santidad es la senda normal del cristiano: no está reservada a unos pocos elegidos, sino que está abierta a todos. Naturalmente, con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, que no nos faltará si extendemos nuestras manos y abrimos nuestro corazón; y con la guía de nuestra Madre. ¿Quién es nuestra Madre? Es la Madre de Jesús, María. A ella Jesús nos encomendó a todos, antes de morir en la cruz. Que la Virgen María custodie siempre la belleza de vuestro «sí» a Jesús, su Hijo, el gran y fiel Amigo de vuestra vida. Así sea.
Para mí es una gran alegría poder encontrarme con vosotros durante mi visita a vuestra ciudad. En este famoso estadio de fútbol hoy los protagonistas sois vosotros. Saludo a vuestro arzobispo, el cardenal Angelo Scola, y le agradezco las palabras que me ha dirigido. Gracias también a don Samuele Marelli. Saludo a vuestro amigo que, en nombre de todos vosotros, me ha dirigido palabras de bienvenida. Me alegra saludar a los vicarios episcopales que, en nombre del arzobispo, os han administrado o administrarán la Confirmación. Expreso mi agradecimiento en particular a la fundación «Oratori Milanesi» que ha organizado este encuentro, a vuestros sacerdotes, a todos los catequistas, a los educadores, a los padrinos y a las madrinas, y a quienes en las diversas comunidades parroquiales se han hecho vuestros compañeros de viaje y os han testimoniado la fe en Jesucristo muerto y resucitado, y vivo.
Vosotros, queridos muchachos, os estáis preparando para recibir el sacramento de la Confirmación, o lo habéis recibido recientemente. Sé que habéis realizado un buen itinerario formativo, llamado este año «El espectáculo del Espíritu». Ayudados por este itinerario, con varias etapas, habéis aprendido a reconocer las cosas estupendas que el Espíritu Santo ha hecho y hace en vuestra vida y en todos los que dicen «sí» al Evangelio de Jesucristo. Habéis descubierto el gran valor del Bautismo, el primero de los sacramentos, la puerta de entrada a la vida cristiana. Vosotros lo habéis recibido gracias a vuestros padres, que juntamente con los padrinos, en vuestro nombre, profesaron el Credo y se comprometieron a educaros en la fe. Esta fue para vosotros —al igual que para mí, hace mucho tiempo— una gracia inmensa. Desde aquel momento, renacidos por el agua y por el Espíritu Santo, habéis entrado a formar parte de la familia de los hijos de Dios, habéis llegado a ser cristianos, miembros de la Iglesia.
Ahora habéis crecido, y vosotros mismos podéis decir vuestro personal «sí» a Dios, un «sí» libre y consciente. El sacramento de la Confirmación refuerza el Bautismo y derrama el Espíritu Santo en abundancia sobre vosotros. Ahora vosotros mismos, llenos de gratitud, tenéis la posibilidad de acoger sus grandes dones, que os ayudan, en el camino de la vida, a ser testigos fieles y valientes de Jesús. Los dones del Espíritu son realidades estupendas, que os permiten formaros como cristianos, vivir el Evangelio y ser miembros activos de la comunidad. Recuerdo brevemente estos dones, de los que ya nos habla el profeta Isaías y luego Jesús:
El primer don es la sabiduría, que os hace descubrir cuán bueno y grande es el Señor y, como lo dice la palabra, hace que vuestra vida esté llena de sabor, para que, como decía Jesús, seáis «sal de la tierra».
Luego el don de entendimiento, para que comprendáis a fondo la Palabra de Dios y la verdad de la fe.
Después viene el don de consejo, que os guiará a descubrir el proyecto de Dios para vuestra vida, para la vida de cada uno de vosotros.
Sigue el don de fortaleza, para vencer las tentaciones del mal y hacer siempre el bien, incluso cuando cuesta sacrificio.
Luego el don de ciencia, no ciencia en el sentido técnico, como se enseña en la Universidad, sino ciencia en el sentido más profundo, que enseña a encontrar en la creación los signos, las huellas de Dios, a comprender que Dios habla en todo tiempo y me habla a mí, y a animar con el Evangelio el trabajo de cada día; a comprender que hay una profundidad y comprender esta profundidad, y así dar sentido al trabajo, también al que resulta difícil.
Otro don es el de piedad, que mantiene viva en el corazón la llama del amor a nuestro Padre que está en el cielo, para que oremos a él cada día con confianza y ternura de hijos amados; para no olvidar la realidad fundamental del mundo y de mi vida: que Dios existe, y que Dios me conoce y espera mi respuesta a su proyecto.
Y, por último, el séptimo don es el temor de Dios —antes hablamos del miedo—; temor de Dios no indica miedo, sino sentir hacia él un profundo respeto, el respeto de la voluntad de Dios que es el verdadero designio de mi vida y es el camino a través del cual la vida personal y comunitaria puede ser buena; y hoy, con todas las crisis que hay en el mundo, vemos la importancia de que cada uno respete esta voluntad de Dios grabada en nuestro corazón y según la cual debemos vivir; y así este temor de Dios es deseo de hacer el bien, de vivir en la verdad, de cumplir la voluntad de Dios.
Queridos muchachos y muchachas, toda la vida cristiana es un camino, es como recorrer una senda que sube a un monte —por tanto, no siempre es fácil, pero subir a un monte es una experiencia bellísima— en compañía de Jesús. Con estos dones preciosos vuestra amistad con él será aún más verdadera y más íntima. Esa amistad se alimenta continuamente con el sacramento de la Eucaristía, en el que recibimos su Cuerpo y su Sangre. Por eso os invito a participar siempre con alegría y fidelidad en la misa dominical, cuando toda la comunidad se reúne para orar juntamente, para escuchar la Palabra de Dios y participar en el Sacrificio eucarístico. Y acudid también al sacramento de la Penitencia, a la Confesión: es un encuentro con Jesús, que perdona nuestros pecados y nos ayuda a hacer el bien. Recibir el don, recomenzar de nuevo es un gran don en la vida, saber que soy libre, que puedo recomenzar, que todo está perdonado. Que no falte, además, vuestra oración personal de cada día. Aprended a dialogar con el Señor, habladle con confianza, contadle vuestras alegrías y preocupaciones, y pedidle luz y apoyo para vuestro camino.
Queridos amigos, vosotros sois afortunados porque en vuestras parroquias hay oratorios, un gran don de la diócesis de Milán. El oratorio, como lo dice la palabra, es un lugar donde se ora, pero también donde se está en grupo con la alegría de la fe, se recibe catequesis, se juega, se organizan actividades de servicio y de otro tipo; yo diría: se aprende a vivir. Frecuentad asiduamente vuestro oratorio, para madurar cada vez más en el conocimiento y en el seguimiento del Señor. Estos siete dones del Espíritu Santo crecen precisamente en esta comunidad donde se ejercita la vida en la verdad, con Dios. En la familia obedeced a vuestros padres, escuchad las indicaciones que os dan, para crecer como Jesús «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52). Por último, no seáis perezosos, sino muchachos y jóvenes comprometidos, especialmente en el estudio, con vistas a la vida futura: es vuestro deber diario y es una gran oportunidad que tenéis para crecer y para preparar el futuro. Estad disponibles y sed generosos con los demás, venciendo la tentación de poneros vosotros mismos en el centro, porque el egoísmo es enemigo de la verdadera alegría. Si gustáis ahora la belleza de formar parte de la comunidad de Jesús, podréis también vosotros dar vuestra contribución para hacerla crecer y sabréis invitar a los demás a formar parte de ella. Permitidme asimismo deciros que el Señor cada día, también hoy, aquí, os llama a cosas grandes. Estad abiertos a lo que os sugiere y, si os llama a seguirlo por la senda del sacerdocio o de la vida consagrada, no le digáis no. Sería una pereza equivocada. Jesús os colmará el corazón durante toda la vida.
Queridos muchachos, queridas muchachas, os digo con fuerza: tended a altos ideales: todos, no sólo algunos, pueden llegar a una alta medida. Sed santos. Pero, ¿es posible ser santos a vuestra edad? Os respondo: ¡ciertamente! Lo dice también san Ambrosio, gran santo de vuestra ciudad, en una de sus obras, donde escribe: «Toda edad es madura para Cristo» (De virginitate, 40). Y sobre todo lo demuestra el testimonio de numerosos santos coetáneos vuestros, como Domingo Savio o María Goretti. La santidad es la senda normal del cristiano: no está reservada a unos pocos elegidos, sino que está abierta a todos. Naturalmente, con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, que no nos faltará si extendemos nuestras manos y abrimos nuestro corazón; y con la guía de nuestra Madre. ¿Quién es nuestra Madre? Es la Madre de Jesús, María. A ella Jesús nos encomendó a todos, antes de morir en la cruz. Que la Virgen María custodie siempre la belleza de vuestro «sí» a Jesús, su Hijo, el gran y fiel Amigo de vuestra vida. Así sea.
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