"A menudo, para el hombre la
autoridad significa posesión, poder, dominio, éxito. Para Dios, en
cambio, la autoridad significa servicio, humildad, amor; significa
entrar en la lógica de Jesús que se inclina para lavar los pies de los
discípulos (cf. Jn 13, 5), que
busca el verdadero bien del hombre, que cura las heridas, que es capaz
de un amor tan grande como para dar la vida, porque es Amor".
Queridos hermanos y hermanas:
El Evangelio de este domingo (Mc 1, 21-28) nos presenta a Jesús que, un sábado, predica en la sinagoga de Cafarnaún, la pequeña ciudad sobre el lago de Galilea donde habitaban Pedro y su hermano Andrés. A su enseñanza, que despierta la admiración de la gente, sigue la liberación de «un hombre que tenía un espíritu inmundo» (v. 23), el cual reconoce en Jesús «al santo de Dios», es decir, al Mesías. En poco tiempo su fama se difunde por toda la región, que él recorre anunciando el reino de Dios y curando a los enfermos de todo tipo: palabra y acción. San Juan Crisóstomo pone de relieve cómo el Señor «alterna el discurso en beneficio de los oyentes, en un proceso que va de los prodigios a las palabras y pasando de nuevo de la enseñanza de su doctrina a los milagros» (Hom. in Matthæum 25, 1: pg 57, 328).
La palabra que Jesús dirige a los hombres abre inmediatamente el acceso a la voluntad del Padre y a la verdad de sí mismos. En cambio, no sucedía lo mismo con los escribas, que debían esforzarse por interpretar las Sagradas Escrituras con innumerables reflexiones. Además, a la eficacia de la palabra Jesús unía la de los signos de liberación del mal. San Atanasio observa que «mandar a los demonios y expulsarlos no es obra humana sino divina»; de hecho, el Señor «alejaba de los hombres todas las enfermedades y dolencias. ¿Quién, viendo su poder... hubiera podido aún dudar de que él era el Hijo, la Sabiduría y el Poder de Dios?» (Oratio de Incarnatione Verbi 18.19: pg 25, 128 bc.129 b). La autoridad divina no es una fuerza de la naturaleza. Es el poder del amor de Dios que crea el universo y, encarnándose en el Hijo unigénito, abajándose a nuestra humanidad, sana al mundo corrompido por el pecado. Romano Guardini escribe: «Toda la vida de Jesús es una traducción del poder en humildad..., es la soberanía que se abaja a la forma de siervo» (Il Potere, Brescia 1999, pp. 141-142).
A menudo, para el hombre la autoridad significa posesión, poder, dominio, éxito. Para Dios, en cambio, la autoridad significa servicio, humildad, amor; significa entrar en la lógica de Jesús que se inclina para lavar los pies de los discípulos (cf. Jn 13, 5), que busca el verdadero bien del hombre, que cura las heridas, que es capaz de un amor tan grande como para dar la vida, porque es Amor. En una de sus cartas santa Catalina de Siena escribe: «Es necesario que veamos y conozcamos, en verdad, con la luz de la fe, que Dios es el Amor supremo y eterno, y no puede desear otra cosa que no sea nuestro bien» (Ep. 13 en: Le Lettere, vol. 3, Bolonia 1999, p. 206).
Queridos amigos, el próximo jueves 2 de febrero, celebraremos la fiesta de la Presentación del Señor en el templo, Jornada mundial de la vida consagrada. Invoquemos con confianza a María santísima, para que guíe nuestro corazón a recurrir siempre a la misericordia divina, que libera y cura nuestra humanidad, colmándola de toda gracia y benevolencia, con el poder del amor.
El Evangelio de este domingo (Mc 1, 21-28) nos presenta a Jesús que, un sábado, predica en la sinagoga de Cafarnaún, la pequeña ciudad sobre el lago de Galilea donde habitaban Pedro y su hermano Andrés. A su enseñanza, que despierta la admiración de la gente, sigue la liberación de «un hombre que tenía un espíritu inmundo» (v. 23), el cual reconoce en Jesús «al santo de Dios», es decir, al Mesías. En poco tiempo su fama se difunde por toda la región, que él recorre anunciando el reino de Dios y curando a los enfermos de todo tipo: palabra y acción. San Juan Crisóstomo pone de relieve cómo el Señor «alterna el discurso en beneficio de los oyentes, en un proceso que va de los prodigios a las palabras y pasando de nuevo de la enseñanza de su doctrina a los milagros» (Hom. in Matthæum 25, 1: pg 57, 328).
La palabra que Jesús dirige a los hombres abre inmediatamente el acceso a la voluntad del Padre y a la verdad de sí mismos. En cambio, no sucedía lo mismo con los escribas, que debían esforzarse por interpretar las Sagradas Escrituras con innumerables reflexiones. Además, a la eficacia de la palabra Jesús unía la de los signos de liberación del mal. San Atanasio observa que «mandar a los demonios y expulsarlos no es obra humana sino divina»; de hecho, el Señor «alejaba de los hombres todas las enfermedades y dolencias. ¿Quién, viendo su poder... hubiera podido aún dudar de que él era el Hijo, la Sabiduría y el Poder de Dios?» (Oratio de Incarnatione Verbi 18.19: pg 25, 128 bc.129 b). La autoridad divina no es una fuerza de la naturaleza. Es el poder del amor de Dios que crea el universo y, encarnándose en el Hijo unigénito, abajándose a nuestra humanidad, sana al mundo corrompido por el pecado. Romano Guardini escribe: «Toda la vida de Jesús es una traducción del poder en humildad..., es la soberanía que se abaja a la forma de siervo» (Il Potere, Brescia 1999, pp. 141-142).
A menudo, para el hombre la autoridad significa posesión, poder, dominio, éxito. Para Dios, en cambio, la autoridad significa servicio, humildad, amor; significa entrar en la lógica de Jesús que se inclina para lavar los pies de los discípulos (cf. Jn 13, 5), que busca el verdadero bien del hombre, que cura las heridas, que es capaz de un amor tan grande como para dar la vida, porque es Amor. En una de sus cartas santa Catalina de Siena escribe: «Es necesario que veamos y conozcamos, en verdad, con la luz de la fe, que Dios es el Amor supremo y eterno, y no puede desear otra cosa que no sea nuestro bien» (Ep. 13 en: Le Lettere, vol. 3, Bolonia 1999, p. 206).
Queridos amigos, el próximo jueves 2 de febrero, celebraremos la fiesta de la Presentación del Señor en el templo, Jornada mundial de la vida consagrada. Invoquemos con confianza a María santísima, para que guíe nuestro corazón a recurrir siempre a la misericordia divina, que libera y cura nuestra humanidad, colmándola de toda gracia y benevolencia, con el poder del amor.
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