Queridos componentes del Tribunal de la Rota romana:
Es para mí motivo de alegría recibiros hoy en el encuentro anual con ocasión de la inauguración del año judicial. Dirijo mi saludo al Colegio de los prelados auditores, empezando por el decano, monseñor Antoni Stankiewicz, a quien agradezco sus palabras. Un cordial saludo también a los oficiales, a los abogados, a los demás colaboradores y a todos los presentes. En esta circunstancia renuevo mi estima por el delicado y valioso ministerio que desempeñáis en la Iglesia y que requiere siempre un renovado compromiso por la incidencia que tiene para la salus animarum del pueblo de Dios.
En la cita de este año deseo partir de uno de los importantes acontecimientos eclesiales que viviremos en unos meses: me refiero al Año de la fe, que, tras las huellas de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, he querido convocar en el quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II. Ese gran Pontífice —como escribí en la Carta apostólica de convocatoria— estableció por primera vez un período tal de reflexión «consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación»[1].
Retomando una exigencia similar, pasando al ámbito que afecta más directamente a vuestro servicio en la Iglesia, quiero detenerme hoy en un aspecto primario del ministerio judicial, o sea, la interpretación de la ley canónica en orden a su aplicación[2].
El nexo con el tema al que acabo de aludir —la recta interpretación de la fe— ciertamente no se reduce a una mera asonancia semántica, puesto que el derecho canónico encuentra su fundamento y su sentido mismo en las verdades de fe, y la lex agendi no puede sino reflejar la lex credendi. La cuestión de la interpretación de la ley canónica, por lo demás, constituye un tema muy amplio y complejo respecto al cual me limitaré a algunas observaciones.
Ante todo la hermenéutica del derecho canónico está estrechamente vinculada a la concepción misma de la ley de la Iglesia.
En caso de que se tendiera a identificar el derecho canónico con el sistema de las leyes canónicas, el conocimiento de aquello que es jurídico en la Iglesia consistiría esencialmente en comprender lo que establecen los textos legales. A primera vista este enfoque parece valorar plenamente la ley humana. Pero es evidente el empobrecimiento que comportaría esta concepción: con el olvido práctico del derecho natural y del derecho divino positivo, así como de la relación vital de todo derecho con la comunión y la misión de la Iglesia, el trabajo del intérprete queda privado del contacto vital con la realidad eclesial.
En los últimos tiempos algunas corrientes de pensamiento han puesto en guardia contra el excesivo apego a las leyes de la Iglesia, empezando por los Códigos, juzgándolo, precisamente, como una manifestación de legalismo. En consecuencia, se han propuesto vías hermenéuticas que permiten una aproximación más acorde con las bases teológicas y las intenciones también pastorales de la norma canónica, llevando a una creatividad jurídica en la que cada situación se convertiría en factor decisivo para comprobar el auténtico significado del precepto legal en el caso concreto. La misericordia, la equidad, la oikonomia tan apreciada en la tradición oriental, son algunos de los conceptos a los que se recurre en esa operación interpretativa. Conviene observar inmediatamente que este planteamiento no supera el positivismo que denuncia, limitándose a sustituirlo con otro en el que la obra interpretativa humana se alza como protagonista para establecer lo que es jurídico. Falta el sentido de un derecho objetivo que hay que buscar, pues este queda a merced de consideraciones que pretenden ser teológicas o pastorales, pero al final se exponen al riesgo de la arbitrariedad. De ese modo la hermenéutica legal se vacía: en el fondo no interesa comprender la disposición de la ley, pues esta puede adaptarse dinámicamente a cualquier solución, incluso opuesta a su letra. Ciertamente existe en este caso una referencia a los fenómenos vitales, pero de los que no se capta la dimensión jurídica intrínseca.
Existe otra vía en la que la comprensión adecuada a la ley canónica abre el camino a una labor interpretativa que se inserta en la búsqueda de la verdad sobre el derecho y sobre la justicia en la Iglesia. Como quise evidenciar en el Parlamento federal de mi país, en el Reichstag de Berlín[3], el verdadero derecho es inseparable de la justicia. El principio, obviamente, también vale para la ley canónica, en el sentido de que esta no puede encerrarse en un sistema normativo meramente humano, sino que debe estar unida a un orden justo de la Iglesia, en el que existe una ley superior. En esta perspectiva la ley positiva humana pierde la primacía que se le querría atribuir, pues el derecho ya no se identifica sencillamente con ella; en cambio, en esto la ley humana se valora como expresión de justicia, ante todo por cuanto declara como derecho divino, pero también por lo que introduce como legítima determinación de derecho humano.
Así se hace posible una hermenéutica legal que sea auténticamente jurídica, en el sentido de que, situándose en sintonía con el significado propio de la ley, se puede plantear la cuestión crucial sobre lo que es justo en cada caso. Conviene observar al respecto que, para percibir el significado propio de la ley, es necesario siempre contemplar la realidad que reglamenta, y ello no sólo cuando la ley sea prevalentemente declarativa del derecho divino, sino también cuando introduzca constitutivamente reglas humanas. Estas deben interpretarse también a la luz de la realidad regulada, la cual contiene siempre un núcleo de derecho natural y divino positivo, con el que debe estar en armonía cada norma a fin de que sea racional y verdaderamente jurídica.
En esta perspectiva realista el esfuerzo interpretativo, a veces arduo, adquiere un sentido y un objetivo. El uso de los medios interpretativos previstos por el Código de derecho canónico en el canon 17, empezando por «el significado propio de las palabras, considerado en el texto y en el contexto», ya no es un mero ejercicio lógico. Se trata de una tarea que es vivificada por un auténtico contacto con la realidad global de la Iglesia, que permite penetrar en el verdadero sentido de la letra de la ley. Acontece entonces algo semejante a cuanto he dicho a propósito del proceso interior de san Agustín en la hermenéutica bíblica: «el trascender la letra le hizo creíble la letra misma»[4]. Se confirma así que también en la hermenéutica de la ley el auténtico horizonte es el de la verdad jurídica que hay que amar, buscar y servir.
De ello se deduce que la interpretación de la ley canónica debe realizarse en la Iglesia. No se trata de una mera circunstancia externa, ambiental: es una remisión al propio humus de la ley canónica y de las realidades reguladas por ella. El sentire cum Ecclesia tiene sentido también en la disciplina, a causa de los fundamentos doctrinales que siempre están presentes y operantes en las normas legales de la Iglesia. De este modo hay que aplicar también a la ley canónica la hermenéutica de la renovación en la continuidad de la que hablé refiriéndome al concilio Vaticano II[5], tan estrechamente unido a la actual legislación canónica. La madurez cristiana lleva a amar cada vez más la ley y a quererla comprender y aplicar con fidelidad.
Estas actitudes de fondo se aplican a todas las clases de interpretación: desde la investigación científica sobre el derecho, pasando por la labor de los agentes jurídicos en sede judicial o administrativa, hasta la búsqueda cotidiana de las soluciones justas en la vida de los fieles y de las comunidades. Se necesita espíritu de docilidad para acoger las leyes, procurando estudiar con honradez y dedicación la tradición jurídica de la Iglesia para poderse identificar con ella y también con las disposiciones legales emanadas por los pastores, especialmente las leyes pontificias así como el magisterio sobre cuestiones canónicas, el cual es de por sí vinculante en lo que enseña sobre el derecho[6]. Sólo de este modo se podrán discernir los casos en los que las circunstancias concretas exigen una solución equitativa para lograr la justicia que la norma general humana no ha podido prever, y se podrá manifestar en espíritu de comunión lo que puede servir para mejorar el ordenamiento legislativo.
Estas reflexiones adquieren una relevancia peculiar en el ámbito de las leyes relativas al acto constitutivo del matrimonio y su consumación y a la recepción del Orden sagrado, y de aquellas que corresponden a los procesos respectivos. Aquí la sintonía con el verdadero sentido de la ley de la Iglesia se convierte en una cuestión de amplia y profunda incidencia práctica en la vida de las personas y de las comunidades, y requiere una atención especial. En particular, hay que aplicar todos los medios jurídicamente vinculantes que tienden a asegurar la unidad en la interpretación y en la aplicación de las leyes que la justicia requiere: el magisterio pontificio específicamente concerniente en este campo, contenido sobre todo en los discursos a la Rota romana; la jurisprudencia de la Rota romana, sobre cuya relevancia ya os he hablado[7]; las normas y las declaraciones emanadas por otros dicasterios de la Curia romana. Esta unidad hermenéutica en lo que es esencial no mortifica en modo alguno las funciones de los tribunales locales, llamados a ser los primeros en afrontar las complejas situaciones reales que se dan en cada contexto cultural. Cada uno de ellos, en efecto, debe proceder con un sentido de verdadera reverencia respecto a la verdad del derecho, procurando practicar ejemplarmente, en la aplicación de las instituciones judiciales y administrativas, la comunión en la disciplina, como aspecto esencial de la unidad de la Iglesia.
Antes de concluir este momento de encuentro y de reflexión, deseo recordar la reciente innovación —a la que se ha referido monseñor Stankiewicz— según la cual se han transferido a una Oficina de este Tribunal apostólico las competencias sobre los procedimientos de dispensa del matrimonio rato y no consumado, y las causas de nulidad del Orden sagrado[8]. Estoy seguro de que se dará una generosa respuesta a este nuevo compromiso eclesial.
Alentando vuestra valiosa obra, que requiere un trabajo fiel, cotidiano y comprometido, os encomiendo a la intercesión de la santísima Virgen María, Speculum iustitiae, y de buen grado os imparto la bendición apostólica.
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