Interesante homilía de Benedicto XVI sobre los frutos de la cruz: "la intervención de
Dios en el drama de la historia humana no obedece a ningún ciclo natural,
obedece solamente a su gracia y a su fidelidad. La vida nueva y eterna es fruto
del árbol de la cruz, un árbol que florece y fructifica por la luz y la fuerza
que provienen del sol de Dios"
Venerados hermanos,
queridos hermanos y hermanas:
Al día siguiente de la conmemoración litúrgica de todos los fieles difuntos,
nos reunimos en torno al altar del Señor para ofrecer su Sacrificio en sufragio
de los cardenales y de los obispos que, en el curso del último año, han
concluido su peregrinación terrena. Con gran afecto recordamos a los venerados
miembros del Colegio cardenalicio que nos han dejado: Urbano Navarrete, s.j.,
Michele Giordano, Varkey Vithayathil, c.ss.r., Giovanni Saldarini, Agustín
García-Gasco Vicente, Georg Maximilian Sterzinsky, Kazimierz Świątek, Virgilio
Noè, Aloysius Matthew Ambrozic y Andrzej Maria Deskur. Juntamente con ellos
presentamos al trono del Altísimo las almas de los hermanos en el episcopado
fallecidos. Por todos y por cada uno elevamos nuestra oración, animados por la
fe en la vida eterna y en el misterio de la comunión de los santos. Una fe llena
de esperanza, iluminada también por la Palabra de Dios que hemos escuchado.
El texto, tomado del Libro del profeta Oseas, nos hace pensar
inmediatamente en la resurrección de Jesús, en el misterio de su muerte y de su
despertar a la vida inmortal. Este pasaje de Oseas —la primera mitad del
capítulo VI— estaba profundamente grabado en el corazón y en la mente de Jesús.
En efecto, —en los Evangelios— retoma más de una vez el versículo 6: «Quiero
misericordia y no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos». En
cambio, Jesús no cita el versículo 2, pero lo hace suyo y lo realiza en el
misterio pascual: «En dos días nos volverá la vida y al tercero nos hará
resurgir; viviremos en su presencia». El Señor Jesús, a la luz de esta palabra,
afrontó la pasión, emprendió con decisión el camino de la cruz. Hablaba
abiertamente a sus discípulos de lo que debía sucederle en Jerusalén, y el
oráculo del profeta Oseas resonaba en sus mismas palabras: «El Hijo del hombre
va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a
los tres días resucitará» (Mc 9, 31).
El evangelista anota que los discípulos «no entendían lo que decía, y les
daba miedo preguntarle» (v. 32). También nosotros, ante la muerte, no podemos
menos de experimentar los sentimientos y los pensamientos que brotan de nuestra
condición humana. Y siempre nos sorprende y nos supera un Dios que se hace tan
cercano a nosotros que no se detiene ni siquiera ante el abismo de la muerte,
más aún, que lo atraviesa, permaneciendo durante dos días en el sepulcro. Pero
precisamente aquí se realiza el misterio del «tercer día». Cristo asume hasta
las últimas consecuencias nuestra carne mortal a fin de que sea revestida del
poder glorioso de Dios, por el viento del Espíritu vivificante, que la
transforma y la regenera. Es el bautismo de la pasión (cf. Lc 12, 50),
que Jesús recibió por nosotros y del que san Pablo escribe en la Carta a los
Romanos. La expresión que el Apóstol utiliza —«bautizados en su muerte» (Rm
6, 3)— nunca deja de asombrarnos, tal es la concisión con la que resume el
vertiginoso misterio. La muerte de Cristo es fuente de vida, porque en ella Dios
ha volcado todo su amor, como en una inmensa cascada, que hace pensar en la
imagen contenida en el Salmo 41: «Una sima grita a otra sima, con voz de
cascadas; tus torrentes y tus olas me han arrollado» (v. 8). El abismo de la
muerte es colmado por otro abismo, aún más grande, el abismo del amor de Dios,
de modo que la muerte ya no tiene ningún poder sobre Jesucristo (cf. Rm
8, 9), ni sobre aquellos que, por la fe y el Bautismo, son asociados a él: «Si
hemos muerto con Cristo —dice san Pablo— creemos que también viviremos con él» (Rm
6, 8). Este «vivir con Jesús» es la realización de la esperanza profetizada por
Oseas: «Viviremos en su presencia» (6, 2).
En realidad, sólo en Cristo esa esperanza encuentra su fundamento real. Antes
corría el peligro de reducirse a una ilusión, a un símbolo tomado del ritmo de
las estaciones: «como la lluvia de otoño, como la lluvia de primavera» (cf.
Os 6, 3). En tiempos del profeta Oseas, la fe de los israelitas amenazaba
contaminarse con las religiones naturalistas de la tierra de Canaán, pero esta
fe no era capaz de salvar a nadie de la muerte. En cambio, la intervención de
Dios en el drama de la historia humana no obedece a ningún ciclo natural,
obedece solamente a su gracia y a su fidelidad. La vida nueva y eterna es fruto
del árbol de la cruz, un árbol que florece y fructifica por la luz y la fuerza
que provienen del sol de Dios. Sin la cruz de Cristo toda la energía de la
naturaleza permanece impotente ante la fuerza negativa del pecado. Era necesaria
una fuerza benéfica más grande que la que impulsa los ciclos de la naturaleza,
un Bien más grande que la creación misma: un Amor que procede del «corazón»
mismo de Dios y que, mientras revela el sentido último de la creación, la
renueva y la orienta a su meta originaria y última.
Todo esto sucede en aquellos «tres días», cuando el «grano de trigo» cayó en
la tierra, permaneció allí el tiempo necesario para colmar la medida de la
justicia y de la misericordia de Dios, y finalmente produjo «mucho fruto», no
quedando solo, sino como primicia de una multitud de hermanos (cf. Jn 12,
24; Rm 8, 29). Ahora sí, gracias a Cristo, gracias a la obra realizada en
él por la Santísima Trinidad, las imágenes tomadas de la naturaleza ya no son
sólo símbolos, mitos ilusorios, sino que nos hablan de una realidad. Como
fundamento de la esperanza está la voluntad del Padre y del Hijo, que hemos
escuchado en el evangelio de esta liturgia: «Padre, este es mi deseo: que los
que me has dado estén conmigo donde yo estoy» (Jn 17, 24). Y entre estos
que el Padre ha dado a Jesús están también los venerados hermanos por los cuales
ofrecemos esta Eucaristía: ellos «han conocido» a Dios mediante Jesús, han
conocido su nombre, y el amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, ha vivido
en ellos (cf. Jn 12, 25-26), abriendo su vida al cielo, a la eternidad.
Demos gracias a Dios por este don inestimable. Y, por intercesión de María
santísima, recemos para que este misterio de comunión, que ha colmado toda su
existencia, se realice plenamente en cada uno de ellos.
0 Comentarios