Discurso -
Encuentro con los obispos de Benín en la Nunciatura Apostólica (Cotonú, 19 de
noviembre de 2011)
El mensaje central de este encuentro con los obispos se refleja en estas palabras del Santo Padre: "si desde hace 150 años unos hombres y mujeres han tenido el
valor de darlo todo por servir el Evangelio, es porque han aceptado
poner a Cristo en el centro de su vida. Este mismo planteamiento debe
estar hoy en el centro de la vida de toda la Iglesia. Nos debe guiar el
rostro crucificado y glorioso de Cristo, para testimoniar a todos su
amor por el mundo".
Señores Cardenales,
Querido Monseñor Ganyé, Presidente de la Conferencia Episcopal de Benín
Queridos hermanos en el episcopado
Es una gran dicha encontraros juntos esta tarde, a vosotros que sois los pastores de la Iglesia Católica en Benín. Agradezco al presidente de la Conferencia Episcopal, Monseñor Anthony Ganyé, Arzobispo de Cotonou, las palabras fraternas que me acaba de dirigir en nombre todos. Me complace poder dar gracias juntos al Señor, cuando se celebra el 150 aniversario del comienzo de la evangelización de su país. En efecto, el 18 de abril de 1861 desembarcaron en Ouidah los primeros misioneros de la Sociedad de Misiones Africanas, comenzando así una nueva página del anuncio del Evangelio en África Occidental. La Iglesia está especialmente agradecida a todos los misioneros, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a los laicos que, originarios del país o venidos de otras tierras, los han sucedido desde entonces hasta hoy. Ellos entregaron generosamente su vida, a veces de manera heroica, para que el amor de Dios fuera anunciado a todos.
Esta celebración jubilar ha de ser para las comunidades y para cada uno de sus miembros ocasión de una profunda renovación espiritual. Y, como pastores del Pueblo de Dios, es vuestra responsabilidad discernir su perfil a la luz de la Palabra de Dios. El Año de la fe, que he querido promulgar para el quincuagésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, será sin duda una buena oportunidad para fomentar en los fieles el redescubrimiento y profundización de su fe en la persona del Salvador de los hombres. En efecto, si desde hace 150 años unos hombres y mujeres han tenido el valor de darlo todo por servir el Evangelio, es porque han aceptado poner a Cristo en el centro de su vida. Este mismo planteamiento debe estar hoy en el centro de la vida de toda la Iglesia. Nos debe guiar el rostro crucificado y glorioso de Cristo, para testimoniar a todos su amor por el mundo. Esta actitud requiere de una conversión constante para dar una fuerza nueva a la dimensión profética de nuestro anuncio. Incumbe a quienes han recibido la misión de guiar al Pueblo de Dios el promoverla y ayudar a discernir los signos de la presencia de Dios en el corazón de las personas y de los acontecimientos. Que todos los fieles tengan un encuentro personal y comunitario con Cristo para convertirse en sus mensajeros. Este encuentro con Cristo debe estar firmemente arraigado en la escucha y meditación de la Palabra de Dios. En efecto, la Escritura debe ocupar un puesto central en la vida de la Iglesia y de cada cristiano. Os animo, pues, a hacer de su redescubrimiento una fuente de renovación constante, para que ella unifique la vida cotidiana de los fieles y sea cada vez más el corazón de la actividad eclesial.
La Iglesia no puede guardarse la Palabra de Dios para sí sola; ella tiene por vocación anunciarla al mundo. Este Año Jubilar debe ser para la Iglesia en Benín una oportunidad privilegiada para dar nuevo vigor a su conciencia misionera. El celo apostólico que debe animar a todos los fieles se deriva directamente de su bautismo y, por tanto, no pueden eludir la responsabilidad de confesar su fe en Cristo y su Evangelio donde quiera que se hallen y en su vida diaria. Los obispos y sacerdotes, por su parte, están llamados a despertar esta conciencia en las familias, parroquias, comunidades y los diversos movimientos eclesiales. Por otro lado, quisiera destacar una vez más con admiración el papel de los catequistas en la actividad misionera de vuestras diócesis. Además, como ya he dicho en la Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini, «La Iglesia no puede limitarse en modo alguno a una pastoral de “mantenimiento” para los que ya conocen el Evangelio de Cristo. El impulso misionero es una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial» (n. 95). La Iglesia debe dirigirse a todos. Y les animo a continuar sus esfuerzos con el fin de compartir el personal misionero con las diócesis de menores recursos, tanto en su propio país como en otros países de África o de los continentes más lejanos. No tengan miedo de suscitar vocaciones misioneras de sacerdotes, religiosos y religiosas o de laicos.
Para que el mundo crea en la Palabra que la Iglesia anuncia, es indispensable que los discípulos de Cristo estén unidos entre sí (cf. Jn 17,21). Como guías y pastores de vuestro pueblo, estáis llamados a tener una viva conciencia de la hermandad sacramental que os une, y de la única misión se os ha encomendado, para ser efectivamente signos y promotores de unidad en vuestras diócesis. Respecto a vuestros presbíteros, debe prevalecer una actitud de escucha, de atención personal y paternal, para que ellos, conscientes del aprecio que les tenéis, vivan con serenidad y sinceridad su vocación sacerdotal, la hagan brillar en su entorno con gozo y ejerzan fielmente sus tareas. Os invito, pues, a ayudar a los sacerdotes y a los fieles a redescubrir, también ellos, la belleza del sacerdocio y su ministerio. Las dificultades que se encuentran, y que a veces pueden ser serias, nunca han de ser motivo de desesperación, sino, por el contrario, convertirse en incentivo para fomentar en los sacerdotes y los obispos una profunda vida espiritual que llene su corazón con un amor cada vez más grande por Cristo y un celo desbordante por la santificación del Pueblo de Dios. Un fortalecimiento de los lazos de hermandad y amistad entre todos será también un apoyo importante, al facilitar el progreso en la búsqueda de un florecimiento espiritual y humano.
Queridos hermanos en el episcopado, la formación de los futuros sacerdotes de vuestras diócesis es algo que os preocupa de manera particular. Os animo ardientemente a hacer de esto una de vuestras prioridades pastorales. Es indispensable una sólida formación humana, intelectual y espiritual de los jóvenes que les permita alcanzar un equilibrio personal, psicológico y afectivo, que los prepare para aceptar la realidad de la vida sacerdotal, particularmente en el campo relacional. Por lo demás, como he dicho en la carta dirigida recientemente a todos los seminaristas, «lo más importante en el camino hacia el sacerdocio, y durante toda la vida sacerdotal, es la relación personal con Dios en Jesucristo. El sacerdote [...] es el mensajero de Dios entre los hombres. Quiere llevarlos a Dios, y que así crezca la comunión entre ellos» (n. 1). En esta perspectiva, pues, los seminaristas deben aprender a vivir en contacto constante con Dios. Por eso, una de las responsabilidades importantes que incumbe a los obispos es la selección de los formadores. Y os exhorto a ejercerla con prudencia y discernimiento. Los formadores, contando siempre con las cualidades humanas e intelectuales necesarias, han de esmerarse por el progreso en su propio camino de santidad, así como el de los jóvenes a los que deben ayudar en su búsqueda de la voluntad de Dios para su vidas.
El ministerio episcopal, al que el Señor os ha llamado, tiene sus alegrías y sus penas. Al encontrarme con vosotros esta tarde, quisiera dejar a cada uno un mensaje de esperanza. Durante los últimos 150 años, el Señor ha hecho grandes cosas en el pueblo beninés. Tened la seguridad de que sigue acompañándoos cada día en vuestro compromiso al servicio de la evangelización. Sed siempre pastores según el corazón de Dios, auténticos servidores del Evangelio. Esto es lo que los hombres y mujeres de nuestro tiempo esperan de vosotros.
Queridos hermanos en el episcopado, al término de este encuentro, me gustaría expresarles mi gran alegría por volver a tierras africanas, y especialmente a Benín, en esta doble ocasión de la celebración del ciento cincuenta aniversario de la evangelización de vuestro país y la entrega de la Exhortación postsinodal Africae munus. Quisiera darles las gracias, y por su medio a todo el pueblo de Benín, por la cálida acogida – diría simplemente, «la hospitalidad africana» –, que me han deparado. Encomiendo a la Virgen María, Nuestra Señora de África, a cada una de sus diócesis, así como a ustedes y a su ministerio episcopal. Que Ella proteja a todo el pueblo de Benín. De todo corazón les imparto una afectuosa Bendición Apostólica, así como a los sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas y a todos los fieles de sus diócesis.
Querido Monseñor Ganyé, Presidente de la Conferencia Episcopal de Benín
Queridos hermanos en el episcopado
Es una gran dicha encontraros juntos esta tarde, a vosotros que sois los pastores de la Iglesia Católica en Benín. Agradezco al presidente de la Conferencia Episcopal, Monseñor Anthony Ganyé, Arzobispo de Cotonou, las palabras fraternas que me acaba de dirigir en nombre todos. Me complace poder dar gracias juntos al Señor, cuando se celebra el 150 aniversario del comienzo de la evangelización de su país. En efecto, el 18 de abril de 1861 desembarcaron en Ouidah los primeros misioneros de la Sociedad de Misiones Africanas, comenzando así una nueva página del anuncio del Evangelio en África Occidental. La Iglesia está especialmente agradecida a todos los misioneros, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a los laicos que, originarios del país o venidos de otras tierras, los han sucedido desde entonces hasta hoy. Ellos entregaron generosamente su vida, a veces de manera heroica, para que el amor de Dios fuera anunciado a todos.
Esta celebración jubilar ha de ser para las comunidades y para cada uno de sus miembros ocasión de una profunda renovación espiritual. Y, como pastores del Pueblo de Dios, es vuestra responsabilidad discernir su perfil a la luz de la Palabra de Dios. El Año de la fe, que he querido promulgar para el quincuagésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, será sin duda una buena oportunidad para fomentar en los fieles el redescubrimiento y profundización de su fe en la persona del Salvador de los hombres. En efecto, si desde hace 150 años unos hombres y mujeres han tenido el valor de darlo todo por servir el Evangelio, es porque han aceptado poner a Cristo en el centro de su vida. Este mismo planteamiento debe estar hoy en el centro de la vida de toda la Iglesia. Nos debe guiar el rostro crucificado y glorioso de Cristo, para testimoniar a todos su amor por el mundo. Esta actitud requiere de una conversión constante para dar una fuerza nueva a la dimensión profética de nuestro anuncio. Incumbe a quienes han recibido la misión de guiar al Pueblo de Dios el promoverla y ayudar a discernir los signos de la presencia de Dios en el corazón de las personas y de los acontecimientos. Que todos los fieles tengan un encuentro personal y comunitario con Cristo para convertirse en sus mensajeros. Este encuentro con Cristo debe estar firmemente arraigado en la escucha y meditación de la Palabra de Dios. En efecto, la Escritura debe ocupar un puesto central en la vida de la Iglesia y de cada cristiano. Os animo, pues, a hacer de su redescubrimiento una fuente de renovación constante, para que ella unifique la vida cotidiana de los fieles y sea cada vez más el corazón de la actividad eclesial.
La Iglesia no puede guardarse la Palabra de Dios para sí sola; ella tiene por vocación anunciarla al mundo. Este Año Jubilar debe ser para la Iglesia en Benín una oportunidad privilegiada para dar nuevo vigor a su conciencia misionera. El celo apostólico que debe animar a todos los fieles se deriva directamente de su bautismo y, por tanto, no pueden eludir la responsabilidad de confesar su fe en Cristo y su Evangelio donde quiera que se hallen y en su vida diaria. Los obispos y sacerdotes, por su parte, están llamados a despertar esta conciencia en las familias, parroquias, comunidades y los diversos movimientos eclesiales. Por otro lado, quisiera destacar una vez más con admiración el papel de los catequistas en la actividad misionera de vuestras diócesis. Además, como ya he dicho en la Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini, «La Iglesia no puede limitarse en modo alguno a una pastoral de “mantenimiento” para los que ya conocen el Evangelio de Cristo. El impulso misionero es una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial» (n. 95). La Iglesia debe dirigirse a todos. Y les animo a continuar sus esfuerzos con el fin de compartir el personal misionero con las diócesis de menores recursos, tanto en su propio país como en otros países de África o de los continentes más lejanos. No tengan miedo de suscitar vocaciones misioneras de sacerdotes, religiosos y religiosas o de laicos.
Para que el mundo crea en la Palabra que la Iglesia anuncia, es indispensable que los discípulos de Cristo estén unidos entre sí (cf. Jn 17,21). Como guías y pastores de vuestro pueblo, estáis llamados a tener una viva conciencia de la hermandad sacramental que os une, y de la única misión se os ha encomendado, para ser efectivamente signos y promotores de unidad en vuestras diócesis. Respecto a vuestros presbíteros, debe prevalecer una actitud de escucha, de atención personal y paternal, para que ellos, conscientes del aprecio que les tenéis, vivan con serenidad y sinceridad su vocación sacerdotal, la hagan brillar en su entorno con gozo y ejerzan fielmente sus tareas. Os invito, pues, a ayudar a los sacerdotes y a los fieles a redescubrir, también ellos, la belleza del sacerdocio y su ministerio. Las dificultades que se encuentran, y que a veces pueden ser serias, nunca han de ser motivo de desesperación, sino, por el contrario, convertirse en incentivo para fomentar en los sacerdotes y los obispos una profunda vida espiritual que llene su corazón con un amor cada vez más grande por Cristo y un celo desbordante por la santificación del Pueblo de Dios. Un fortalecimiento de los lazos de hermandad y amistad entre todos será también un apoyo importante, al facilitar el progreso en la búsqueda de un florecimiento espiritual y humano.
Queridos hermanos en el episcopado, la formación de los futuros sacerdotes de vuestras diócesis es algo que os preocupa de manera particular. Os animo ardientemente a hacer de esto una de vuestras prioridades pastorales. Es indispensable una sólida formación humana, intelectual y espiritual de los jóvenes que les permita alcanzar un equilibrio personal, psicológico y afectivo, que los prepare para aceptar la realidad de la vida sacerdotal, particularmente en el campo relacional. Por lo demás, como he dicho en la carta dirigida recientemente a todos los seminaristas, «lo más importante en el camino hacia el sacerdocio, y durante toda la vida sacerdotal, es la relación personal con Dios en Jesucristo. El sacerdote [...] es el mensajero de Dios entre los hombres. Quiere llevarlos a Dios, y que así crezca la comunión entre ellos» (n. 1). En esta perspectiva, pues, los seminaristas deben aprender a vivir en contacto constante con Dios. Por eso, una de las responsabilidades importantes que incumbe a los obispos es la selección de los formadores. Y os exhorto a ejercerla con prudencia y discernimiento. Los formadores, contando siempre con las cualidades humanas e intelectuales necesarias, han de esmerarse por el progreso en su propio camino de santidad, así como el de los jóvenes a los que deben ayudar en su búsqueda de la voluntad de Dios para su vidas.
El ministerio episcopal, al que el Señor os ha llamado, tiene sus alegrías y sus penas. Al encontrarme con vosotros esta tarde, quisiera dejar a cada uno un mensaje de esperanza. Durante los últimos 150 años, el Señor ha hecho grandes cosas en el pueblo beninés. Tened la seguridad de que sigue acompañándoos cada día en vuestro compromiso al servicio de la evangelización. Sed siempre pastores según el corazón de Dios, auténticos servidores del Evangelio. Esto es lo que los hombres y mujeres de nuestro tiempo esperan de vosotros.
Queridos hermanos en el episcopado, al término de este encuentro, me gustaría expresarles mi gran alegría por volver a tierras africanas, y especialmente a Benín, en esta doble ocasión de la celebración del ciento cincuenta aniversario de la evangelización de vuestro país y la entrega de la Exhortación postsinodal Africae munus. Quisiera darles las gracias, y por su medio a todo el pueblo de Benín, por la cálida acogida – diría simplemente, «la hospitalidad africana» –, que me han deparado. Encomiendo a la Virgen María, Nuestra Señora de África, a cada una de sus diócesis, así como a ustedes y a su ministerio episcopal. Que Ella proteja a todo el pueblo de Benín. De todo corazón les imparto una afectuosa Bendición Apostólica, así como a los sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas y a todos los fieles de sus diócesis.
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