Homilía - Santa Misa para la clausura del XXV Congreso Eucarístico Nacional italiano (Visita Pastoral a Ancona, 11 de septiembre de 2011)
SANTA MISA
PARA LA CLAUSURA DEL XXV CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL ITALIANO
PARA LA CLAUSURA DEL XXV CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL ITALIANO
HOMILÍA DEL SANTO
PADRE BENEDICTO XVI
Astillero de Ancona
Domingo 11 de septiembre de 2011
Domingo 11 de septiembre de 2011
Queridísimos hermanos y hermanas:
Hace seis años, el primer viaje apostólico en Italia de mi pontificado me
llevó a Bari, con ocasión del
24° Congreso eucarístico nacional. Hoy he venido a clausurar solemnemente el
25°, aquí en Ancona. Doy gracias al Señor por estos intensos momentos eclesiales
que refuerzan nuestro amor a la Eucaristía y nos ven reunidos en torno a la
Eucaristía. Bari y Ancona, dos ciudades que se asoman al mar Adriático; dos
ciudades ricas de historia y de vida cristiana; dos ciudades abiertas a Oriente,
a su cultura y su espiritualidad; dos ciudades que los temas de los Congresos
eucarísticos han contribuido a acercar: en Bari hemos hecho memoria de cómo «sin
el Domingo no podemos vivir»; hoy, nuestro reencuentro se caracteriza por la
«Eucaristía para la vida cotidiana».
Antes de ofreceros alguna reflexión, quiero agradecer vuestra coral
participación: en vosotros abrazo espiritualmente a toda la Iglesia que está en
Italia. Dirijo un saludo agradecido al presidente de la Conferencia episcopal,
cardenal Angelo Bagnasco, por las cordiales palabras que me ha dirigido también
en nombre de todos vosotros; a mi legado para este Congreso, cardenal Giovanni
Battista Re; al arzobispo de Ancona-Ósimo, monseñor Edoardo Menichelli, a los
obispos de la provincia eclesiástica de Las Marcas y a los que han acudido
numerosos de cada parte del país. Junto con ellos, saludo a los sacerdotes, los
diáconos, los consagrados y las consagradas, y a los fieles laicos, entre los
cuales veo muchas familias y muchos jóvenes. Mi agradecimiento va también a las
autoridades civiles y militares y a cuantos, de diversas maneras, han
contribuido al buen éxito de este acontecimiento.
«Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?» (Jn 6, 60).
Ante el discurso de Jesús sobre el pan de vida, en la Sinagoga de Cafarnaún, la
reacción de los discípulos, muchos de los cuales abandonaron a Jesús, no está
muy lejos de nuestras resistencias ante el don total que él hace de sí. Porque
acoger verdaderamente este don quiere decir perderse a sí mismo, dejarse
fascinar y transformar, hasta vivir de él, como nos ha recordado el apóstol san
Pablo en la segunda lectura: «Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos,
morimos para el Señor; así que ya vivamos ya muramos, somos del Señor» (Rm 14,
8).
«Este modo de hablar es duro»; es duro porque con frecuencia confundimos la
libertad con la ausencia de vínculos, con la convicción de poder actuar por
nuestra cuenta, sin Dios, a quien se ve como un límite para la libertad. Y esto
es una ilusión que no tarda en convertirse en desilusión, generando inquietud y
miedo, y llevando, paradójicamente, a añorar las cadenas del pasado: «Ojalá
hubiéramos muerto a manos del Señor en la tierra de Egipto», decían los
israelitas en el desierto (Ex 16, 3), como hemos escuchado. En realidad,
sólo en la apertura a Dios, en la acogida de su don, llegamos a ser
verdaderamente libres, libres de la esclavitud del pecado que desfigura el
rostro del hombre, y capaces de servir al verdadero bien de los hermanos.
«Este modo de hablar es duro»; es duro porque el hombre cae con frecuencia en
la ilusión de poder «transformar las piedras en pan». Después de haber dejado a
un lado a Dios, o haberlo tolerado como una elección privada que no debe
interferir con la vida pública, ciertas ideologías han buscado organizar la
sociedad con la fuerza del poder y de la economía. La historia nos demuestra,
dramáticamente, cómo el objetivo de asegurar a todos desarrollo, bienestar
material y paz prescindiendo de Dios y de su revelación concluyó dando a los
hombres piedras en lugar de pan. El pan, queridos hermanos y hermanas, es «fruto
del trabajo del hombre», y en esta verdad se encierra toda la responsabilidad
confiada a nuestras manos y nuestro ingenio; pero el pan es también, y ante
todo, «fruto de la tierra», que recibe de lo alto sol y lluvia: es don que se ha
de pedir, quitándonos toda soberbia y nos hace invocar con la confianza de los
humildes: «Padre (...), danos hoy nuestro pan de cada día» (Mt 6, 11).
El hombre es incapaz de darse la vida a sí mismo, él se comprende sólo a
partir de Dios: es la relación con él lo que da consistencia a nuestra humanidad
y lo que hace buena y justa nuestra vida. En el Padrenuestro pedimos que sea
santificado su nombre, que venga su reino, que se cumpla su
voluntad. Es ante todo el primado de Dios lo que debemos recuperar en nuestro
mundo y en nuestra vida, porque es este primado lo que nos permite reencontrar
la verdad de lo que somos; y en el conocimiento y seguimiento de la voluntad de
Dios donde encontramos nuestro verdadero bien. Dar tiempo y espacio a Dios, para
que sea el centro vital de nuestra existencia.
¿De dónde partir, como de la fuente, para recuperar y reafirmar el primado de
Dios? De la Eucaristía: aquí Dios se hace tan cercano que se convierte en
nuestro alimento, aquí él se hace fuerza en el camino con frecuencia difícil,
aquí se hace presencia amiga que transforma. Ya la Ley dada por medio de Moisés
se consideraba como «pan del cielo», gracias al cual Israel se convierte en el
pueblo de Dios; pero en Jesús, la palabra última y definitiva de Dios, se hace
carne, viene a nuestro encuentro como Persona. Él, Palabra eterna, es el
verdadero maná, es el pan de la vida (cf. Jn 6, 32-35); y realizar las
obras de Dios es creer en él (cf. Jn 6, 28-29). En la última Cena Jesús
resume toda su existencia en un gesto que se inscribe en la gran bendición
pascual a Dios, gesto que él, como hijo, vive en acción de gracias al Padre por
su inmenso amor. Jesús parte el pan y lo comparte, pero con una profundidad
nueva, porque él se dona a sí mismo. Toma el cáliz y lo comparte para que todos
pueden beber de él, pero con este gesto él dona la «nueva alianza en su sangre»,
se dona a sí mismo. Jesús anticipa el acto de amor supremo, en obediencia a la
voluntad del Padre: el sacrificio de la cruz. Se le quitará la vida en la cruz,
pero él ya ahora la entrega por sí mismo. Así, la muerte de Cristo no se reduce
a una ejecución violenta, sino que él la transforma en un libre acto de amor, en
un acto de autodonación, que atraviesa victoriosamente la muerte misma y
reafirma la bondad de la creación salida de las manos de Dios, humillada por el
pecado y, al final, redimida. Este inmenso don es accesible a nosotros en el
Sacramento de la Eucaristía: Dios se dona a nosotros, para abrir nuestra
existencia a él, para involucrarla en el misterio de amor de la cruz, para
hacerla partícipe del misterio eterno del cual provenimos y para anticipar la
nueva condición de la vida plena en Dios, en cuya espera vivimos.
¿Pero qué comporta para nuestra vida cotidiana este partir de la Eucaristía a
fin de reafirmar el primado de Dios? La comunión eucarística, queridos amigos,
nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu de Cristo muerto
y resucitado, nos conforma a él; nos une íntimamente a los hermanos en el
misterio de comunión que es la Iglesia, donde el único Pan hace de muchos un
solo cuerpo (cf. 1 Co 10, 17), realizando la oración de la comunidad
cristiana de los orígenes que nos presenta el libro de la Didaché: «Como
este fragmento estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea
reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino» (ix, 4). La
Eucaristía sostiene y transforma toda la vida cotidiana. Como recordé en mi
primera encíclica, «en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser
amados y el amar a los otros», por lo cual «una Eucaristía que no comporte un
ejercicio concreto del amor es fragmentaria en sí misma» (Deus caritas est,
14).
La historia bimilenaria de la Iglesia está constelada de santos y santas,
cuya existencia es signo elocuente de cómo precisamente desde la comunión con el
Señor, desde la Eucaristía nace una nueva e intensa asunción de
responsabilidades a todos los niveles de la vida comunitaria; nace, por lo
tanto, un desarrollo social positivo, que sitúa en el centro a la persona,
especialmente a la persona pobre, enferma o necesitada. Nutrirse de Cristo es el
camino para no permanecer ajenos o indiferentes ante la suerte de los hermanos,
sino entrar en la misma lógica de amor y de donación del sacrificio de la cruz.
Quien sabe arrodillarse ante la Eucaristía, quien recibe el cuerpo del Señor no
puede no estar atento, en el entramado ordinario de los días, a las situaciones
indignas del hombre, y sabe inclinarse en primera persona hacia el necesitado,
sabe partir el propio pan con el hambriento, compartir el agua con el sediento,
vestir a quien está desnudo, visitar al enfermo y al preso (cf. Mt 25,
34-36). En cada persona sabrá ver al mismo Señor que no ha dudado en darse a sí
mismo por nosotros y por nuestra salvación. Una espiritualidad eucarística,
entonces, es un auténtico antídoto ante el individualismo y el egoísmo que a
menudo caracterizan la vida cotidiana, lleva al redescubrimiento de la
gratuidad, de la centralidad de las relaciones, a partir de la familia, con
particular atención en aliviar las heridas de aquellas desintegradas. Una
espiritualidad eucarística es el alma de una comunidad eclesial que supera
divisiones y contraposiciones y valora la diversidad de carismas y ministerios
poniéndolos al servicio de la unidad de la Iglesia, de su vitalidad y de su
misión. Una espiritualidad eucarística es el camino para restituir dignidad a
las jornadas del hombre y, por lo tanto, a su trabajo, en la búsqueda de
conciliación de los tiempos dedicados a la fiesta y a la familia y en el
compromiso por superar la incertidumbre de la precariedad y el problema del
paro. Una espiritualidad eucarística nos ayudará también a acercarnos a las
diversas formas de fragilidad humana, conscientes de que ello no ofusca el valor
de la persona, pero requiere cercanía, acogida y ayuda. Del Pan de la vida
sacará vigor una renovada capacidad educativa, atenta a testimoniar los valores
fundamentales de la existencia, del saber, del patrimonio espiritual y cultural;
su vitalidad nos hará habitar en la ciudad de los hombres con la disponibilidad
a entregarnos en el horizonte del bien común para la construcción de una
sociedad más equitativa y fraterna.
Queridos amigos, volvamos de esta tierra de Las Marcas con la fuerza de la
Eucaristía en una constante ósmosis entre el misterio que celebramos y los
ámbitos de nuestra vida cotidiana. No hay nada auténticamente humano que no
encuentre en la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud: que la
vida cotidiana se convierta en lugar de culto espiritual, para vivir en todas
las circunstancias el primado de Dios, en relación con Cristo y como donación al
Padre (cf. Exhort. ap. postsin.
Sacramentum caritatis, 71). Sí, «no sólo
de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt
4, 4): nosotros vivimos de la obediencia a esta palabra, que es pan vivo, hasta
entregarnos, como Pedro, con la inteligencia del amor: «Señor, ¿a quién vamos a
acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú
eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69).
Como la Virgen María, seamos también nosotros «regazo» disponible que done a
Jesús al hombre de nuestro tiempo, despertando el deseo profundo de aquella
salvación que sólo viene de él. Buen camino, con Cristo Pan de vida, a toda la
Iglesia que está en Italia. Amén.
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