Ciclo de Catequesis sobre San Pablo
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 10 de diciembre de 2008
El papel de los sacramentos
Queridos hermanos y hermanas:
Siguiendo a san Pablo, en la catequesis del miércoles pasado vimos dos datos. El
primero es que nuestra historia humana, desde sus inicios, está contaminada por
el abuso de la libertad creada, que quiere emanciparse de la Voluntad divina. Y
así no encuentra la verdadera libertad, sino que se opone a la verdad y, en
consecuencia, falsifica nuestras realidades humanas. Y falsifica sobre todo las
relaciones fundamentales: la relación con Dios, la relación entre hombre y
mujer, y la relación entre el hombre y la tierra. Dijimos que esta contaminación
de nuestra historia se difunde en todo su entramado y que este defecto heredado
fue aumentando y ahora es visible por doquier. Este era el primer dato.
El segundo es este: de san Pablo hemos aprendido que en Jesucristo, que es
hombre y Dios, existe un nuevo inicio en la historia y de la
historia. Con Jesús, que viene de Dios, comienza una nueva historia formada por
su sí al Padre y, por eso, no fundada en la soberbia de una falsa emancipación,
sino en el amor y en la verdad.
Pero ahora se plantea la cuestión: ¿Cómo podemos entrar nosotros en este nuevo
inicio, en esta nueva historia? ¿Cómo me llega a mí esta nueva historia? A la
primera historia contaminada estamos vinculados inevitablemente por nuestra
descendencia biológica, pues todos pertenecemos al único cuerpo de la humanidad.
Pero, ¿cómo se realiza la comunión con Jesús, el nuevo nacimiento para entrar a
formar parte de la nueva humanidad? ¿Cómo llega Jesús a mi vida, a mi ser? La
respuesta fundamental de san Pablo, de todo el Nuevo Testamento, es esta: llega
por obra del Espíritu Santo. Si la primera historia se pone en marcha, por
decirlo así, con la biología, la segunda la pone en marcha el Espíritu Santo, el
Espíritu de Cristo resucitado. Este Espíritu creó en Pentecostés el inicio de la
nueva humanidad, de la nueva comunidad, la Iglesia, el Cuerpo de Cristo.
Pero debemos ser aún más concretos: este Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo,
¿cómo puede llegar a ser Espíritu mío? La respuesta es lo que acontece de tres
modos, íntimamente relacionados entre sí. El primero es: el Espíritu de Cristo
llama a las puertas de mi corazón, me toca en mi interior. Pero, dado que la
nueva humanidad debe ser un verdadero cuerpo; dado que el Espíritu debe
reunirnos y crear realmente una comunidad; dado que es característico del nuevo
inicio superar las divisiones y crear la agregación de los elementos dispersos,
este Espíritu de Cristo se sirve de dos elementos de agregación visible: de la
Palabra del anuncio y de los sacramentos, en particular el Bautismo y la
Eucaristía.
En la carta a los Romanos dice san Pablo: "Si confiesas con tu boca
que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los
muertos, serás salvo" (Rm 10, 9), es decir, entrarás en la nueva
historia, historia de vida y no de muerte. Luego san Pablo prosigue: "Pero
¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a
quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si
no son enviados?" (Rm 10, 14-15). Y dos versículos después añade: "La
fe viene de la escucha" (Rm 10, 17).
Así pues, la fe no es producto de nuestro pensamiento, de nuestra reflexión; es
algo nuevo, que no podemos inventar, sino que recibimos como don, como una
novedad producida por Dios. Y la fe no viene de la lectura, sino de la escucha.
No es algo sólo interior, sino una relación con Alguien. Supone un encuentro con
el anuncio, supone la existencia de otro que anuncia y crea comunión.
Y, por último, el anuncio: el que anuncia no habla en nombre propio, sino que
es enviado. Está dentro de una estructura de misión que comienza con Jesús,
enviado por el Padre; pasa por los Apóstoles —la palabra apóstoles
significa precisamente "enviados"—; y prosigue en el ministerio, en las misiones
transmitidas por los Apóstoles. El nuevo entramado de la historia se manifiesta
en esta estructura de las misiones, en la que en definitiva escuchamos que nos
habla Dios mismo, su Palabra personal; el Hijo habla con nosotros, llega hasta
nosotros. La Palabra se hizo carne, Jesús, para crear realmente una nueva
humanidad. Por eso, la palabra del anuncio se transforma en sacramento en el
Bautismo, que es volver a nacer del agua y del Espíritu, como dirá san Juan.
En el capítulo sexto de la carta a los Romanos, san Pablo habla del
Bautismo de un modo muy profundo. Hemos escuchado el texto. Pero tal vez
conviene repetirlo: "¿Ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús,
fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el Bautismo
en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los
muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida
nueva" (Rm 6, 3-4).
Naturalmente, en esta catequesis no puedo entrar en una interpretación detallada
de este texto no fácil. Sólo quiero notar brevemente tres datos. El primero:
"Hemos sido bautizados" es voz pasiva. Nadie puede bautizarse a sí mismo,
necesita a otro. Nadie puede hacerse cristiano por sí mismo. Llegar a ser
cristianos es un proceso pasivo. Sólo otro nos puede hacer cristianos. Y este
"otro" que nos hace cristianos, que nos da el don de la fe, es en primera
instancia la comunidad de los creyentes, la Iglesia. De la Iglesia recibimos la
fe, el Bautismo. Si no nos dejamos formar por esta comunidad, no llegamos a ser
cristianos. Un cristianismo autónomo, auto-producido, es una contradicción en sí
mismo.
Como acabo de decir, en primera instancia, este "otro" es la comunidad de los
creyentes, la Iglesia; pero en segunda instancia, esta comunidad tampoco actúa
por sí misma, no actúa según sus propias ideas y deseos. También la comunidad
vive en el mismo proceso pasivo: sólo Cristo puede constituir a la Iglesia.
Cristo es el verdadero donante de los sacramentos. Este es el primer punto:
nadie se bautiza a sí mismo; nadie se hace a sí mismo cristiano. Cristianos se
llega a ser.
El segundo dato es este: el Bautismo es algo más que un baño. Es muerte y
resurrección. San Pablo mismo, en la carta a los Gálatas, hablando del
viraje de su vida que se produjo en el encuentro con Cristo resucitado, lo
describe con la palabra: "estoy muerto". En ese momento comienza realmente una
nueva vida. Llegar a ser cristianos es algo más que una operación cosmética, que
añadiría algo de belleza a una existencia ya más o menos completa. Es un nuevo
inicio, es volver a nacer: muerte y resurrección. Obviamente, en la
resurrección vuelve a emerger lo que había de bueno en la existencia anterior.
El tercer dato es: la materia forma parte del sacramento. El cristianismo no es
una realidad puramente espiritual. Implica el cuerpo. Implica el cosmos. Se
extiende hacia la nueva tierra y los nuevos cielos. Volvamos a las últimas
palabras del texto de san Pablo: así —dice— podemos "caminar en una vida
nueva". Se trata de un punto de examen de conciencia para todos nosotros:
caminar en una vida nueva. Esto por el Bautismo.
Pasemos ahora al sacramento de la Eucaristía. En otras catequesis ya he puesto
de relieve el profundo respeto con el que san Pablo transmite verbalmente la
tradición sobre la Eucaristía, que recibió de los mismos testigos de la última
noche. Transmite esas palabras como un valioso tesoro encomendado a su
fidelidad. Así, en esas palabras escuchamos realmente a los testigos de la
última noche. Escuchemos las palabras del Apóstol: "Porque yo recibí del Señor
lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado,
tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que
se da por vosotros; haced esto en memoria mía". Asimismo, después de cenar, tomó
el cáliz diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces
lo bebáis, hacedlo en memoria mía"" (1 Co 11, 23-25). Es un texto
inagotable.
También aquí, en esta catequesis, hago sólo dos observaciones. San Pablo
transmite las palabras del Señor sobre el cáliz así: este cáliz es "la nueva
alianza en mi sangre". En estas palabras se esconde una alusión a dos textos
fundamentales del Antiguo Testamento. En primer lugar se alude a la promesa de
una nueva alianza en el Libro del profeta Jeremías. Jesús dice a los
discípulos y nos dice a nosotros: ahora, en esta hora, conmigo y con mi muerte
se realiza la nueva alianza; con mi sangre comienza en el mundo esta nueva
historia de la humanidad.
Pero en esas palabras también se encuentra una alusión al momento de la alianza
del Sinaí, donde Moisés dijo: "Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha
hecho con vosotros, según todas estas palabras" (Ex 24, 8). Allí se
trataba de sangre de animales. La sangre de animales sólo podía ser expresión de
un deseo, espera del verdadero sacrificio, del verdadero culto. Con el don del
cáliz el Señor nos da el verdadero sacrificio. El único sacrificio verdadero es
el amor del Hijo. Con el don de este amor, un amor eterno, el mundo entra en la
nueva alianza. Celebrar la Eucaristía significa que Cristo se nos da a sí mismo,
nos da su amor, para conformarnos a sí mismo y para crear así el mundo nuevo.
El segundo aspecto importante de la doctrina sobre la Eucaristía se encuentra
también en la primera carta a los Corintios donde san Pablo dice: "El
cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de
Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque,
dado que hay un solo pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo,
pues todos participamos de un solo pan" (1 Co 10, 16-17). En estas
palabras se ponen de manifiesto a la vez el carácter personal y el carácter
social del sacramento de la Eucaristía.
Cristo se une personalmente a cada uno de nosotros, pero el mismo Cristo se une
también al hombre y a la mujer que están a mi lado. Y el pan es para mí y
también para los otros. De este modo Cristo nos une a todos a sí, y nos une a
todos nosotros, unos con otros. En la Comunión recibimos a Cristo. Pero Cristo
se une también a mi prójimo. Cristo y el prójimo son inseparables en la
Eucaristía. Así, todos somos un solo pan, un solo cuerpo. Una Eucaristía sin
solidaridad con los demás es un abuso. Y aquí estamos también en la raíz y a la
vez en el centro de la doctrina sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo, de
Cristo resucitado.
Veamos también todo el realismo de esta doctrina. En la Eucaristía Cristo nos da
su cuerpo, se da a sí mismo en su cuerpo y así nos transforma en su cuerpo, nos
une a su cuerpo resucitado. Cuando el hombre come pan normal, por el proceso de
la digestión ese pan se convierte en parte de su cuerpo, transformado en
sustancia de vida humana. Pero en la sagrada Comunión se realiza el proceso
inverso. Cristo, el Señor, nos asimila a sí, nos introduce en su Cuerpo glorioso
y así todos juntos llegamos a ser su Cuerpo.
Quien lee solamente el capítulo 12 de la primera carta a los Corintios y
el capítulo 12 de la carta a los Romanos podría pensar que las palabras
sobre el Cuerpo de Cristo como organismo de los carismas constituyen sólo una
especie de parábola sociológico-teológica. En realidad, en el ámbito romano de
la política, el Estado mismo usaba esta parábola del cuerpo con miembros
diversos que forman una unidad, para decir que el Estado es un organismo en el
que cada uno tiene una función, que la multiplicidad y la diversidad de
funciones forman un cuerpo y en él cada uno tiene su lugar.
Leyendo solamente el capítulo 12 de la primera carta a los Corintios, se
podría pensar que san Pablo se limita a aplicar esto a la Iglesia, que también
se trata sólo de una concepción sociológica de la Iglesia. Pero, teniendo
presente también el capítulo 10, vemos que el realismo de la Iglesia es muy
diferente, mucho más profundo y verdadero que el de un Estado-organismo. Porque
Cristo da realmente su cuerpo y nos hace su cuerpo. Llegamos a estar realmente
unidos al Cuerpo resucitado de Cristo, y así unidos unos a otros. La Iglesia no
es sólo una corporación como el Estado, es un cuerpo. No es simplemente una
organización, sino un verdadero organismo.
Por último, añado unas pocas palabras sobre el sacramento del Matrimonio. En la
carta a los Corintios se encuentran sólo algunas alusiones, mientras que
la carta a los Efesios desarrolló realmente una profunda teología del
Matrimonio. En ella san Pablo define el Matrimonio: un "gran misterio". Lo dice
"respecto a Cristo y la Iglesia" (Ef 5, 32). Conviene notar en este paso
una reciprocidad que se configura en una dimensión vertical. La sumisión mutua
debe adoptar el lenguaje del amor, cuyo modelo es el amor de Cristo a la
Iglesia. Esta relación entre Cristo y la Iglesia hace que tenga prioridad el
aspecto teologal del amor matrimonial, exalta la relación afectiva entre los
esposos.
Un auténtico matrimonio se vivirá bien si en el crecimiento humano y afectivo
constante los esposos se esfuerzan por mantenerse siempre unidos a la eficacia
de la Palabra y al significado del Bautismo.
Cristo ha santificado a la Iglesia,
purificándola por medio del baño del agua, acompañado por la Palabra. La
participación en el cuerpo y la sangre del Señor no hace más que fortificar,
además de visualizar, una unión hecha indisoluble por la gracia.
Y al final escuchemos las palabras de san Pablo a los Filipenses: "El Señor
está cerca" (Flp 4, 5). Me parece que hemos entendido que, mediante la
Palabra y los sacramentos, en toda nuestra vida el Señor está cerca. Pidámosle
que esta cercanía siempre nos toque en lo más íntimo de nuestro ser, a fin de
que nazca la alegría, la alegría que nace cuando Jesús está realmente cerca.
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