Discurso - Encuentro con católicos comprometidos en la Iglesia y en la sociedad en el Konzerthaus
de Friburgo de Brisgovia. Viaje Apostólico a Alemania (22 - 25 de septiembre de 2011)
Ante la disminución de la práctica religiosa, Benedicto XVI se pregunta si deben cambiarse la estructuras de la Iglesia, pero esta no es la solución sino siguiendo lo que dijo la Madre Teresa el cambio debe comenzar por cada uno de nosotros: "cada cristiano y la comunidad de los creyentes están llamados a una
conversión continua". Para obrar este cambio, "la Iglesia debe abrirse una y otra vez a las preocupaciones del mundo y
dedicarse a ellas sin reservas, para continuar y hacer presente el
intercambio sagrado que comenzó con la Encarnación". No se trata de hallar tácticas nuevas sino de despojarse de lo mundando y una vez "liberada de su fardo
material y político, la Iglesia puede dedicarse mejor y verdaderamente
cristiana al mundo entero, puede verdaderamente estar abierta al mundo".
La fe cristiana debe transmitir el escándalo de que Jesucristo, Dios hecho hombre, haya muerto por nosotros en una cruz. Y no verse ensombrecida por los dolorosos escándalos de algunos anunciadores del Evangelio. Por ello, "una Iglesia aligerada de los elementos
mundanos es capaz de comunicar a los hombres –tanto a los que sufren
como a los que los ayudan– precisamente en el ámbito social y
caritativo, la fuerza vital especial de la fe cristiana". Las obras caritativas son necesaria pero tiendo en cuenta que "sólo la profunda relación con Dios hace posible una
plena atención al hombre, del mismo modo que sin una atención al prójimo
se empobrece la relación con Dios".
Queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio,
Ilustres señoras y señores
Me alegra tener este encuentro con ustedes, que están comprometidos
de muchas maneras con la Iglesia y la sociedad. Esto me ofrece una
ocasión de agradecerles personalmente y de todo corazón su servicio y
testimonio como "valerosos pregoneros de la fe y de las cosas que
esperamos" (Lumen gentium, 35). En sus ambientes de trabajo, en
el momento actual, no siempre es fácil defender con entusiasmo la causa
de la fe y de la Iglesia.
Desde hace decenios, asistimos a una disminución de la práctica
religiosa, constatamos un creciente distanciamiento de una notable parte
de los bautizados de la vida de la Iglesia. Surge, pues, la pregunta:
¿Acaso no debe cambiar la Iglesia? ¿No debe, tal vez, adaptarse al
tiempo presente en sus oficios y estructuras, para llegar a las personas
de hoy que se encuentran en búsqueda o en duda?
A la beata Madre Teresa le preguntaron una vez cuál sería, según
ella, lo primero que se debería cambiar en la Iglesia. Su respuesta fue:
usted y yo.
Este pequeño episodio pone de relieve dos cosas: por un lado, la
Religiosa quiere decir a su interlocutor que la Iglesia no son sólo los
demás, la jerarquía, el Papa y los obispos; la Iglesia somos todos
nosotros, los bautizados. Por otro lado, parte del presupuesto de que
efectivamente hay motivo para un cambio, de que existe esa necesidad.
Cada cristiano y la comunidad de los creyentes están llamados a una
conversión continua.
¿Cómo se debe configurar concretamente este cambio? ¿Se trata tal vez
de una renovación como la que realiza, por ejemplo, un propietario
mediante una restructuración o la pintura de su edificio? ¿O acaso se
trata de una corrección, para retomar el rumbo y recorrer de modo más
directo y expeditivo un camino? Ciertamente, estos y otros aspectos
tienen importancia. Pero por lo que respecta a la Iglesia, el motivo
fundamental del cambio es la misión apostólica de los discípulos y de la
Iglesia misma.
En efecto, la Iglesia debe verificar constantemente su fidelidad a
esta misión. Los tres Evangelios sinópticos enfocan distintos aspectos
del envío a la misión: ésta se basa en una experiencia personal:
"Vosotros soy testigos" (Lc 24, 48); se expresa en relaciones: "Haced discípulos a todos los pueblos" (Mt 28, 19); trasmite un mensaje universal: "Proclamad el Evangelio a toda la creación" (Mc 16,
15). Sin embargo, a causa de las pretensiones y de los
condicionamientos del mundo, el testimonio viene repetidamente ofuscado,
alienadas las relaciones y relativizado el mensaje. Si después la
Iglesia, como dice el Papa Pablo VI, "trata de adaptarse a aquel modelo
que Cristo le propone, es necesario que ella se diferencie profundamente
del ambiente humano en el cual vive y al cual se aproxima" (Carta
encíclica Ecclesiam suam, 24). Para cumplir su misión, ella tomará continuamente las distancias de su entorno, debe en cierta medida ser desmundanizada.
La misión de la Iglesia deriva ciertamente del misterio del Dios uno y
trino, del misterio de su amor creador. El amor no está presente en
Dios de un modo cualquiera: Él mismo, por su naturaleza, es amor. Y el
amor de Dios no quiere quedarse en sí mismo, quiere difundirse. En la
Encarnación y en el sacrificio del Hijo de Dios, ese amor ha alcanzado a
los hombres de modo particular. El Hijo ha salido de la esfera de su
ser Dios, se ha hecho carne y se ha hecho hombre; y ciertamente no sólo
para confirmar el mundo en su mundanidad, y ser un acompañante suyo que
lo deja totalmente intacto tal como es. Del evento cristológico forma
parte algo incomprensible, pues incluye -como dicen los Padres de la
Iglesia- uncommercium, un intercambio entre Dios y los hombres,
en el que ambos, aunque en un modo completamente distinto, dan y
adquieren algo, entregan y reciben gratuitamente. La fe cristiana sabe
que Dios ha puesto al hombre en una libertad, en la que él puede ser
verdaderamente un partner y entrar en un intercambio con Dios.
Al mismo tiempo, el hombre es consciente de que ese intercambio es
posible sólo gracias a la generosidad de Dios que toma la pobreza del
mendigo como una riqueza, para hacer soportable el don divino, pues el
hombre no puede corresponder con nada equivalente.
También la Iglesia debe su ser a este intercambio desigual. No posee
nada de autónomo ante Aquel que la ha fundada. Encuentra su sentido
exclusivamente en el compromiso de ser instrumento de redención, de
impregnar el mundo con la palabra de Dios y de trasformarlo al
introducirlo en la unión de amor con Dios. La Iglesia se sumerge
totalmente en la atención condescendiente del Redentor para con los
hombres. Ella misma está siempre en movimiento, debe ponerse
constantemente al servicio de la misión que ha recibido del Señor. La
Iglesia debe abrirse una y otra vez a las preocupaciones del mundo y
dedicarse a ellas sin reservas, para continuar y hacer presente el
intercambio sagrado que comenzó con la Encarnación.
En el desarrollo histórico de la Iglesia se manifiesta, sin embargo,
también una tendencia contraria, la de una Iglesia que se acomoda a este
mundo, llega a ser autosuficiente y se adapta a sus criterios. Por ello
da una mayor importancia a la organización y a la institucionalización
que a su vocación a la apertura.
Para corresponder a su verdadera tarea, la Iglesia debe una y otra
vez hacer el esfuerzo por separarse de lo mundano del mundo. Con esto
sigue las palabras de Jesús: "No son del mundo, como tampoco yo soy del
mundo" (Jn 17,16). En un cierto sentido, la historia viene en
ayuda de la Iglesia a través de distintas épocas de secularización que
han contribuido en modo esencial a su purificación y reforma interior.
En efecto, las secularizaciones –sea que consistan en expropiaciones
de bienes de la Iglesia o en cancelación de privilegios o cosas
similares– han significado siempre un profundo desarrollo de la Iglesia,
en el que se despojaba de su riqueza terrena a la vez que volvía a
abrazar plenamente su pobreza terrena. Con esto la Iglesia compartía el
destino de la tribu de Levi que, según la afirmación del Antiguo
Testamento, era la única tribu de Israel que no poseía un patrimonio
terreno, sino, como parte de la herencia, le había tocado en suerte
exclusivamente a Dios mismo, su palabra y sus signos. Con esta tribu, la
Iglesia compartía en cada momento histórico, la exigencia de una
pobreza que se abría al mundo para, separarse de su vínculos materiales
y, así también, su actuación misionera volvía a ser creíble.
Los ejemplos históricos muestran que el testimonio misionero de la
Iglesia "desmundanizada" resulta más claro. Liberada de su fardo
material y político, la Iglesia puede dedicarse mejor y verdaderamente
cristiana al mundo entero, puede verdaderamente estar abierta al mundo.
Puede vivir nuevamente con más soltura su llamada al ministerio del
adoración a Dios y al servicio del prójimo. La tarea misionera, que va
unida a la adoración cristiana y debería determinar la estructura de la
Iglesia, se hace más claramente visible. La Iglesia se abre al mundo, no
para obtener la adhesión de los hombres a una institución con sus
propias pretensiones de poder, sino más bien para hacerles entrar en sí
mismos y conducirlos así a Aquel del que toda persona puede decir, con
san Agustín: Él es más íntimo a mí que yo mismo (cf. Conf. 3,
6, 11). Él, que está infinitamente por encima de mí, está de tal manera
en mí que es mi verdadera interioridad. Mediante este estilo de apertura
al mundo propio de la Iglesia, se queda al mismo tiempo diseñada la
forma en la que cada cristiano puede realizar esa misma apertura de modo
eficaz y adecuado.
No se trata aquí de encontrar una nueva táctica para valorizar otra
vez la Iglesia. Se trata más bien de dejar todo lo que es mera táctica y
buscar la plena sinceridad, que no descuida ni reprime nada de la
verdad de nuestro hoy, sino que realiza la fe plenamente en el hoy
viviéndola totalmente precisamente en la sobriedad del hoy, llevándola a
su plena identidad, quitando lo que sólo aparentemente es fe, pero en
realidad no son más que convenciones y hábitos.
Digámoslo con otras palabras: la fe cristiana es para el hombre
siempre un escándalo, no sólo en nuestro tiempo. Creer que el Dios
eterno se preocupe de los seres humanos, que nos conozca; que el
Inasequible se haya convertido en un momento dado en accesible; que el
Inmortal haya sufrido y muerto en la cruz; que a los mortales se nos
haya prometido la resurrección y la vida eterna; para nosotros los
hombres, todo esto es verdaderamente una osadía.
Este escándalo, que no puede ser suprimido si no se quiere anular el
cristianismo, ha sido desgraciadamente ensombrecido recientemente por
los dolorosos escándalos de los anunciadores de la fe. Se crea una
situación peligrosa, cuando estos escándalos ocupan el puesto del skandalon primario
de la Cruz, haciéndolo así inaccesible; esto es cuando esconden la
verdadera exigencia cristiana detrás de la ineptitud de sus mensajeros.
Hay una razón más para pensar que sea de nuevo el momento de
abandonar con audacia lo que hay de mundano en la Iglesia. Lo que no
quiere decir retirarse del mundo. Una Iglesia aligerada de los elementos
mundanos es capaz de comunicar a los hombres –tanto a los que sufren
como a los que los ayudan– precisamente en el ámbito social y
caritativo, la fuerza vital especial de la fe cristiana. "Para la
Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social
que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y
es manifestación irrenunciable de su propia esencia" (Carta encíclica Deus caritas est, 25).
Ciertamente, también las obras caritativas de la Iglesia deben prestar
atención constante a la exigencia de un adecuado distanciamiento del
mundo para evitar que, ante un creciente alejamiento de la Iglesia, sus
raíces se sequen. Sólo la profunda relación con Dios hace posible una
plena atención al hombre, del mismo modo que sin una atención al prójimo
se empobrece la relación con Dios.
Estar abiertos a las vicisitudes del mundo significa por tanto para
la Iglesia "desmundanizada" testimoniar, según el Evangelio, con
palabras y obras, aquí y ahora, la señoría del amor de Dios. Esta tarea,
además, nos remite más allá del mundo presente: la vida presente, en
efecto, incluye la relación con la vida eterna. Vivamos como individuos y
como comunidad de la Iglesia la sencillez de un gran amor que, en el
mundo, es al mismo tiempo lo más fácil y lo más difícil, porque exige
nada más y nada menos que el darse a sí mismo.
Queridos amigos, me queda sólo implorar para todos nosotros la
bendición de Dios y la fuerza del Espíritu Santo, para que podamos, cada
uno en su propio campo de acción, reconocer una y otra vez y
testimoniar el amor de Dios y su misericordia. Gracias por su atención.
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