Homilía con ocasión de la visita pastoral a la basílica de San Lorenzo extramuros con ocasión del 1750 aniversario del martirio del santo diácono.
Queridos hermanos y hermanas:
Con este primer domingo de Adviento entramos en el tiempo de cuatro semanas con que inicia un nuevo año litúrgico y que nos prepara inmediatamente para la fiesta de la Navidad, memoria de la encarnación de Cristo en la historia. Pero el mensaje espiritual de Adviento es más profundo y ya nos proyecta hacia la vuelta gloriosa del Señor, al final de nuestra historia. Adventus es palabra latina que podría traducirse por "llegada", "venida", "presencia". En el lenguaje del mundo antiguo era un término técnico que indicaba la llegada de un funcionario, en particular la visita de reyes o emperadores a las provincias, pero también podía utilizarse para la aparición de una divinidad, que salía de su morada oculta y así manifestaba su poder divino: su presencia se celebraba solemnemente en el culto.
Los cristianos, al adoptar el término "Adviento", quisieron expresar la relación especial que los unía a Cristo crucificado y resucitado. Él es el Rey que, al entrar en esta pobre provincia llamada tierra, nos ha hecho el don de su visita y, después de su resurrección y ascensión al cielo, ha querido permanecer siempre con nosotros: percibimos su misteriosa presencia en la asamblea litúrgica.
En efecto, al celebrar la Eucaristía, proclamamos que él no se ha retirado del mundo y no nos ha dejado solos, y, aunque no lo podamos ver y tocar como sucede con las realidades materiales y sensibles, siempre está con nosotros y entre nosotros; más aún, está en nosotros, porque puede atraer a sí y comunicar su vida a todo creyente que le abra el corazón. Por tanto, Adviento significa hacer memoria de la primera venida del Señor en la carne, pensando ya en su vuelta definitiva; y, al mismo tiempo, significa reconocer que Cristo presente en medio de nosotros se hace nuestro compañero de viaje en la vida de la Iglesia, que celebra su misterio.
Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, alimentada por la escucha de la Palabra de Dios, debería ayudarnos a ver el mundo de una manera diversa, a interpretar cada uno de los acontecimientos de la vida y de la historia como palabras que Dios nos dirige, como signos de su amor que nos garantizan su cercanía en todas las situaciones; en particular, esta certeza debería prepararnos para acogerlo cuando "de nuevo venga con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin", como repetiremos dentro de poco en el Credo. En esta perspectiva, el Adviento es para todos los cristianos un tiempo de espera y de esperanza, un tiempo privilegiado de escucha y de reflexión, con tal de que se dejen guiar por la liturgia, que invita a salir al encuentro del Señor que viene.
"¡Ven, Señor Jesús!": esta ferviente invocación de la comunidad cristiana de los orígenes debe ser también, queridos amigos, nuestra aspiración constante, la aspiración de la Iglesia de todas las épocas, que anhela y se prepara para el encuentro con su Señor. "¡Ven hoy, Señor!"; ilumínanos, danos la paz, ayúdanos a vencer la violencia. ¡Ven, Señor! rezamos precisamente en estas semanas. "Señor, ¡que brille tu rostro y nos salve!": hemos rezado así, hace unos instantes, con las palabras del salmo responsorial. Y el profeta Isaías, en la primera lectura, nos ha revelado que el rostro de nuestro Salvador es el de un padre tierno y misericordioso, que cuida de nosotros en todas las circunstancias, porque somos obra de sus manos: "Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre de siempre es "Nuestro redentor"" (Is 63,16).
Nuestro Dios es un padre dispuesto a perdonar a los pecadores arrepentidos y a acoger a los que confían en su misericordia (cf. Is 64, 4). Nos habíamos alejado de él a causa del pecado, cayendo bajo el dominio de la muerte, pero él ha tenido piedad de nosotros y por su iniciativa, sin ningún mérito de nuestra parte, decidió salir a nuestro encuentro, enviando a su Hijo único como nuestro Redentor. Ante un misterio de amor tan grande brota espontáneamente nuestro agradecimiento, y nuestra invocación se hace más confiada: "Muéstranos, Señor, hoy, en nuestro tiempo, en todas las partes del mundo, tu misericordia; haz que sintamos tu presencia y danos tu salvación" (cf. Aleluya).
Queridos hermanos y hermanas, el pensamiento de la presencia de Cristo y de su venida cierta al final de los tiempos es muy significativo en vuestra basílica, junto al monumental cementerio del Verano, donde descansan, en espera de la resurrección, muchos de nuestros queridos difuntos. ¡Cuántas veces, en este templo, se celebran liturgias fúnebres! ¡Cuántas veces resuenan, llenas de consuelo, las palabras de la liturgia: "En Cristo, tu Hijo, nuestro salvador, brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección, y aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad"! (cf. Prefacio de difuntos, I).
Pero vuestra monumental basílica, que nos lleva a pensar en la primitiva, que el emperador Constantino mandó construir y que después se transformó hasta asumir su fisonomía actual, habla sobre todo del glorioso martirio de san Lorenzo, archidiácono del Papa san Sixto II y su fiduciario en la administración de los bienes de la comunidad. Hoy he venido a celebrar la santa Eucaristía para unirme a vosotros al rendirle homenaje en una circunstancia muy singular, con ocasión del Año jubilar laurentino, proclamado para conmemorar el 1750° aniversario del nacimiento al cielo del santo diácono.
La historia nos confirma cuán glorioso es el nombre de este santo, ante cuyo sepulcro estamos reunidos. Su solicitud por los pobres, el generoso servicio que prestó a la Iglesia de Roma en el ámbito de la ayuda y de la caridad, y su fidelidad al Papa, que lo impulsó a querer seguirlo en la suprema prueba del martirio y el testimonio heroico de la sangre, que dio sólo pocos días después, son hechos universalmente conocidos.
San León Magno, en una hermosa homilía, comenta así el atroz martirio de este "ilustre héroe": "Las llamas no pudieron vencer la caridad de Cristo; y el fuego que lo quemaba por fuera era más débil del que ardía dentro de él". Y añade: "El Señor quiso exaltar hasta tal punto su nombre glorioso en todo el mundo que, desde Oriente hasta Occidente, en el resplandor vivísimo de la luz irradiada por los más grandes diáconos, la misma gloria que recibió Jerusalén por Esteban tocó también a Roma por los méritos de Lorenzo" (Homilía 85, 4: PL 54, 486).
Este año se conmemora el 50° aniversario de la muerte del siervo de Dios Papa Pío XII y esto nos trae a la memoria un acontecimiento particularmente dramático en la historia plurisecular de vuestra basílica, que tuvo lugar durante la segunda guerra mundial, cuando, exactamente el 19 de julio de 1943, un violento bombardeo causó gravísimos daños al edificio y a todo el barrio, sembrando muerte y destrucción. Jamás podrá borrarse de la memoria de la historia el gesto generoso realizado en aquella ocasión por mi venerado predecesor, que corrió inmediatamente a socorrer y consolar a la población duramente afectada, entre los escombros aún humeantes.
Además, no olvido que esta misma basílica conserva las urnas de otras dos grandes personalidades; en efecto, en el hipogeo están expuestos a la veneración de los fieles los restos mortales del beato Pío IX, mientras que en el atrio se halla la tumba de Alcide De Gasperi, guía sabio y equilibrado de Italia en los difíciles años de la reconstrucción posbélica y, al mismo tiempo, insigne estadista capaz de mirar a Europa con una amplia visión cristiana.
Mientras nos hallamos reunidos aquí en oración, me complace saludaros con afecto a todos vosotros, en particular al cardenal vicario, al monseñor vicegerente, que es también abad comendatario de la basílica, al obispo auxiliar del sector norte y a vuestro párroco, padre Bruno Mustacchio, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido al inicio de la celebración litúrgica.
Por último, extiendo mi saludo a los habitantes del barrio, especialmente a los ancianos, a los enfermos, a las personas solas y en dificultades. Los recuerdo a todos y cada uno en esta santa misa.
Queridos hermanos y hermanas, en este inicio del Adviento, el mejor mensaje que recibimos de san Lorenzo es el de la santidad. Nos repite que la santidad, es decir, el salir al encuentro de Cristo que viene continuamente a visitarnos, no pasa de moda; más aún, con el paso del tiempo resplandece de modo luminoso y manifiesta la perenne tensión del hombre hacia Dios. Por tanto, que esta celebración jubilar sea para vuestra comunidad parroquial ocasión para renovar vuestra adhesión a Cristo, para profundizar aún más vuestro sentido de pertenencia a su Cuerpo místico, que es la Iglesia, y para vivir un compromiso constante de evangelización a través de la caridad. Que san Lorenzo, testigo heroico de Cristo crucificado y resucitado, sea para cada uno ejemplo de dócil adhesión a la voluntad divina, a fin de que, como el apóstol san Pablo recordaba a los Corintios, también nosotros vivamos de modo que seamos "irreprensibles" en el día del Señor (cf. 1 Co 1, 7-9).
Prepararnos para la venida de Cristo es también la exhortación que nos dirige el evangelio de hoy: "¡Velad!", nos dice Jesús en la breve parábola del dueño de casa que se va de viaje y no se sabe cuándo volverá (cf. Mc 13, 33-37). Velar significa seguir al Señor, elegir lo que Cristo eligió, amar lo que él amó, conformar la propia vida a la suya. Velar implica pasar cada instante de nuestro tiempo en el horizonte de su amor, sin dejarse abatir por las dificultades inevitables y los problemas diarios. Así hizo san Lorenzo y así debemos hacer nosotros. Pidamos al Señor que nos conceda su gracia, para que el Adviento sea para todos un estímulo a caminar en esta dirección. Que nos guíen y nos acompañen con su intercesión María, la humilde Virgen de Nazaret, elegida por Dios para ser la Madre del Redentor; san Andrés, cuya fiesta celebramos hoy; y san Lorenzo, ejemplo de intrépida fidelidad cristiana hasta el martirio. Amén.
0 Comentarios