Benedicto XVI reflexiona sobre las tres actitudes fundamentales que se dan en esta solemnidad.
Queridos hermanos y hermanas:
Después del tiempo fuerte del año litúrgico, que, centrándose en la Pascua se prolonga durante tres meses —primero los cuarenta días de la Cuaresma y luego los cincuenta días del Tiempo pascual—, la liturgia nos hace celebrar tres fiestas que tienen un carácter "sintético": la Santísima Trinidad, el Corpus Christi y, por último, el Sagrado Corazón de Jesús.
¿Cuál es el significado específico de la solemnidad de hoy, del Cuerpo y la Sangre de Cristo? Nos lo manifiesta la celebración misma que estamos realizando, con el desarrollo de sus gestos fundamentales: ante todo, nos hemos reunido alrededor del altar del Señor para estar juntos en su presencia; luego, tendrá lugar la procesión, es decir, caminar con el Señor; y, por último, arrodillarse ante el Señor, la adoración, que comienza ya en la misa y acompaña toda la procesión, pero que culmina en el momento final de la bendición eucarística, cuando todos nos postremos ante Aquel que se inclinó hasta nosotros y dio la vida por nosotros. Reflexionemos brevemente sobre estas tres actitudes para que sean realmente expresión de nuestra fe y de nuestra vida.
Así pues, el primer acto es el de reunirse en la presencia del Señor. Es lo que antiguamente se llamaba "statio". Imaginemos por un momento que en toda Roma sólo existiera este altar, y que se invitara a todos los cristianos de la ciudad a reunirse aquí para celebrar al Salvador, muerto y resucitado. Esto nos permite hacernos una idea de los orígenes de la celebración eucarística, en Roma y en otras muchas ciudades a las que llegaba el mensaje evangélico: en cada Iglesia particular había un solo obispo y en torno a él, en torno a la Eucaristía celebrada por él, se constituía la comunidad, única, pues era uno solo el Cáliz bendecido y era uno solo el Pan partido, como hemos escuchado en las palabras del apóstol san Pablo en la segunda lectura (cf. 1 Co 10, 16-17).
Viene a la mente otra famosa expresión de san Pablo: "Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3, 28). "Todos vosotros sois uno". En estas palabras se percibe la verdad y la fuerza de la revolución cristiana, la revolución más profunda de la historia humana, que se experimenta precisamente alrededor de la Eucaristía: aquí se reúnen, en la presencia del Señor, personas de edad, sexo, condición social e ideas políticas diferentes.
La Eucaristía no puede ser nunca un hecho privado, reservado a personas escogidas según afinidades o amistad. La Eucaristía es un culto público, que no tiene nada de esotérico, de exclusivo. Nosotros, esta tarde, no hemos elegido con quién queríamos reunirnos; hemos venido y nos encontramos unos junto a otros, unidos por la fe y llamados a convertirnos en un único cuerpo, compartiendo el único Pan que es Cristo. Estamos unidos más allá de nuestras diferencias de nacionalidad, de profesión, de clase social, de ideas políticas: nos abrimos los unos a los otros para convertirnos en una sola cosa a partir de él. Esta ha sido, desde los inicios, la característica del cristianismo, realizada visiblemente alrededor de la Eucaristía, y es necesario velar siempre para que las tentaciones del particularismo, aunque sea de buena fe, no vayan de hecho en sentido opuesto. Por tanto, el Corpus Christi ante todo nos recuerda que ser cristianos quiere decir reunirse desde todas las partes para estar en la presencia del único Señor y ser uno en él y con él.
El segundo aspecto constitutivo es caminar con el Señor. Es la realidad manifestada por la procesión, que viviremos juntos después de la santa misa, como su prolongación natural, avanzando tras Aquel que es el Camino. Con el don de sí mismo en la Eucaristía, el Señor Jesús nos libra de nuestras "parálisis", nos levanta y nos hace "pro-cedere", es decir, nos hace dar un paso adelante, y luego otro, y de este modo nos pone en camino, con la fuerza de este Pan de la vida. Como le sucedió al profeta Elías, que se había refugiado en el desierto por miedo a sus enemigos, y había decidido dejarse morir (cf. 1 R 19, 1-4). Pero Dios lo despertó y le puso a su lado una torta recién cocida: "Levántate y come —le dijo—, porque el camino es demasiado largo para ti" (1 R 19, 5. 7).
La procesión del Corpus Christi nos enseña que la Eucaristía nos quiere librar de todo abatimiento y desconsuelo, quiere volver a levantarnos para que podamos reanudar el camino con la fuerza que Dios nos da mediante Jesucristo. Es la experiencia del pueblo de Israel en el éxodo de Egipto, la larga peregrinación a través del desierto, de la que nos ha hablado la primera lectura. Una experiencia que para Israel es constitutiva, pero que resulta ejemplar para toda la humanidad.
De hecho, la expresión "no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor" (Dt 8, 3) es una afirmación universal, que se refiere a todo hombre en cuanto hombre. Cada uno puede hallar su propio camino, si se encuentra con Aquel que es Palabra y Pan de vida, y se deja guiar por su amigable presencia. Sin el Dios-con-nosotros, el Dios cercano, ¿cómo podemos afrontar la peregrinación de la existencia, ya sea individualmente ya sea como sociedad y familia de los pueblos?
La Eucaristía es el sacramento del Dios que no nos deja solos en el camino, sino que nos acompaña y nos indica la dirección. En efecto, no basta avanzar; es necesario ver hacia dónde vamos. No basta el "progreso", si no hay criterios de referencia. Más aún, si nos salimos del camino, corremos el riesgo de caer en un precipicio, o de alejarnos más rápidamente de la meta. Dios nos ha creado libres, pero no nos ha dejado solos: se ha hecho él mismo "camino" y ha venido a caminar juntamente con nosotros a fin de que nuestra libertad tenga el criterio para discernir la senda correcta y recorrerla.
Al llegar a este punto, no se puede menos de pensar en el inicio del "Decálogo", los diez mandamientos, donde está escrito: "Yo, el Señor, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí" (Ex 20, 2-3). Aquí encontramos el tercer elemento constitutivo del Corpus Christi: arrodillarse en adoración ante el Señor. Adorar al Dios de Jesucristo, que se hizo pan partido por amor, es el remedio más válido y radical contra las idolatrías de ayer y hoy. Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de libertad: quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno, por más fuerte que sea. Los cristianos sólo nos arrodillamos ante Dios, ante el Santísimo Sacramento, porque sabemos y creemos que en él está presente el único Dios verdadero, que ha creado el mundo y lo ha amado hasta el punto de entregar a su Hijo único (cf. Jn 3, 16).
Nos postramos ante Dios que primero se ha inclinado hacia el hombre, como buen Samaritano, para socorrerlo y devolverle la vida, y se ha arrodillado ante nosotros para lavar nuestros pies sucios. Adorar el Cuerpo de Cristo quiere decir creer que allí, en ese pedazo de pan, se encuentra realmente Cristo, el cual da verdaderamente sentido a la vida, al inmenso universo y a la criatura más pequeña, a toda la historia humana y a la existencia más breve. La adoración es oración que prolonga la celebración y la comunión eucarística; en ella el alma sigue alimentándose: se alimenta de amor, de verdad, de paz; se alimenta de esperanza, pues Aquel ante el cual nos postramos no nos juzga, no nos aplasta, sino que nos libera y nos transforma.
Por eso, reunirnos, caminar, adorar, nos llena de alegría. Haciendo nuestra la actitud de adoración de María, a la que recordamos de modo especial en este mes de mayo, oramos por nosotros y por todos; oramos por todas las personas que viven en esta ciudad, para que te conozcan a ti, Padre, y al que enviaste, Jesucristo, a fin de tener así la vida en abundancia. Amén.
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