Mc 11, 1- 10: Entrada en Jerusalén



Texto

1 Cuando se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania, junto al monte de los Olivos, mandó a dos de sus discípulos, 2 diciéndoles: «Id a la aldea de enfrente y, en cuanto entréis, encontraréis un pollino atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. 3 Y si alguien os pregunta por qué lo hacéis, contestadle: “El Señor lo necesita, y lo devolverá pronto”»4 Fueron y encontraron el pollino en la calle atado a una puerta; y lo soltaron. 5 Algunos de los presentes les preguntaron: «¿Qué hacéis desatando el pollino?»6 Ellos les contestaron como había dicho Jesús; y se lo permitieron.
7 Llevaron el pollino, le echaron encima los mantos, y Jesús se montó. 8 Muchos alfombraron el camino con sus mantos, otros con ramas cortadas en el campo. 9 Los que iban delante y detrás, gritaban: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! 10 ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!».

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Jesús llegó a Jerusalén desde Betfagé y el monte de los Olivos, es decir, la vía por la que había de venir el Mesías. Desde allí, envía por delante a dos discípulos, mandándoles que le trajeran un pollino de asna que encontrarían a lo largo del camino. Encuentran efectivamente el pollino, lo desatan y lo llevan a Jesús. A este punto, el ánimo de los discípulos y los otros peregrinos se deja ganar por el entusiasmo: toman sus mantos y los echan encima del pollino; otros alfombran con ellos el camino de Jesús a medida que avanza a grupas del asno. Después cortan ramas de los árboles y comienzan a gritar las palabras del Salmo 118, las antiguas palabras de bendición de los peregrinos que, en este contexto, se convierten en una proclamación mesiánica: «¡Hosanna!, bendito el que viene en el nombre del Señor. ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (Sal 108, 9-10). Esta alegría festiva, transmitida por los cuatro evangelistas, es un grito de bendición, un himno de júbilo: expresa la convicción unánime de que, en Jesús, Dios ha visitado su pueblo y ha llegado por fin el Mesías deseado. Y todo el mundo está allí, con creciente expectación por lo que Cristo hará una vez que entre en su ciudad.

Pero, ¿cuál es el contenido, la resonancia más profunda de este grito de júbilo? La respuesta está en toda la Escritura, que nos recuerda cómo el Mesías lleva a cumplimiento la promesa de la bendición de Dios, la promesa originaria que Dios había hecho a Abraham, el padre de todos los creyentes: «Haré de ti una gran nación, te bendeciré… y en ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn 12,2-3). Es la promesa que Israel siempre había tenido presente en la oración, especialmente en la oración de los Salmos. Por eso, el que es aclamado por la muchedumbre como bendito es al mismo tiempo aquel en el cual será bendecida toda la humanidad. Así, a la luz de Cristo, la humanidad se reconoce profundamente unida y cubierta por el manto de la bendición divina, una bendición que todo lo penetra, todo lo sostiene, lo redime, lo santifica.

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