Discurso - A los participantes en la XXVII Conferencia Internacional organizada por el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud (Aula Pablo VI, 17 de noviembre de 2012)
Tema: El hospital, lugar de evangelización: misión humana y espiritual
Precisamente en tal contexto hospitales y estructuras de asistencia
deben reflexionar en su papel para evitar que la salud, en lugar de un
bien universal que hay que garantizar y defender, se convierta en una
simple «mercadería» sometida a las leyes del mercado, por lo tanto, en
un bien reservado a pocos. Jamás puede olvidarse la debida atención particular a la dignidad de la persona que sufre, aplicando también en el ámbito de las políticas sanitarias el principio de subsidiariedad y el de solidaridad (cf. Enc. Caritas in veritate, 58)
Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:
Os doy mi calurosa bienvenida. Agradezco al presidente del Consejo pontificio para la pastoral de la salud, monseñor Zygmunt Zimowski, sus amables palabras; saludo a los ilustres relatores y a todos los presentes. El tema de vuestra Conferencia —«El hospital, lugar de evangelización: misión humana y espiritual»— me ofrece la ocasión de extender mi saludo a todos los agentes sanitarios, en particular a los miembros de la Asociación de Médicos católicos italianos y de la Federación europea de las Asociaciones médicas católicas, que, en la Universidad Católica del Sacro Cuore de Roma, han reflexionado sobre el tema «Bioética y Europa cristiana». Saludo igualmente a los enfermos presentes, a sus familiares, a los capellanes y a los voluntarios, a los miembros de asociaciones, en particular de UNITALSI, a los estudiantes de las facultades de medicina y cirugía y de los cursos universitarios de las profesiones sanitarias. La Iglesia se dirige siempre con el mismo espíritu de fraterna participación a cuantos viven la experiencia del dolor, animada por el Espíritu de Aquel que, con el poder de su amor, ha devuelto sentido y dignidad al misterio del sufrimiento. A estas personas el concilio Vaticano II dijo: no estáis «abandonados» ni sois «inútiles», porque, unidos a la Cruz de Cristo, contribuís a su obra salvífica (cf. Mensaje a los pobres, a los enfermos y a todos los que sufren, 8 de diciembre de 1965). Y con los mismos acentos de esperanza, la Iglesia interpela también a los profesionales y a los voluntarios de la salud. La vuestra es una singular vocación que necesita estudio, sensibilidad y experiencia. Sin embargo, a quien elige trabajar en el mundo del sufrimiento viviendo la propia actividad como una «misión humana y espiritual» se le pide una competencia ulterior, que va más allá de los títulos académicos. Se trata de la «ciencia cristiana del sufrimiento», indicada explícitamente por el Concilio como «la única verdad capaz de responder al misterio del sufrimiento» y de dar a quien está enfermo «un alivio sin engaño»: «No está en nuestro poder —dice el Concilio— el concederos la salud corporal, ni tampoco la disminución de vuestros dolores físicos... Pero tenemos una cosa más profunda y más preciosa que ofreceros... Cristo no suprimió el sufrimiento y tampoco ha querido desvelarnos enteramente su misterio: Él lo tomó sobre sí, y eso es bastante para que nosotros comprendamos todo su valor» (Ib.). De esta «ciencia cristiana del sufrimiento» sois expertos cualificados. Vuestro ser católicos, sin temor, os da una responsabilidad mayor en el ámbito de la sociedad y de la Iglesia: se trata de una verdadera vocación, como recientemente han testimoniado figuras ejemplares como san Giuseppe Moscati, san Riccardo Pampuri, santa Gianna Beretta Molla, santa Anna Schäffer y el siervo de Dios Jérôme Lejeune.
Es éste un empeño de nueva evangelización también en tiempos de crisis económica que sustrae recursos a la tutela de la salud. Precisamente en tal contexto hospitales y estructuras de asistencia deben reflexionar en su papel para evitar que la salud, en lugar de un bien universal que hay que garantizar y defender, se convierta en una simple «mercadería» sometida a las leyes del mercado, por lo tanto, en un bien reservado a pocos. Jamás puede olvidarse la debida atención particular a la dignidad de la persona que sufre, aplicando también en el ámbito de las políticas sanitarias el principio de subsidiariedad y el de solidaridad (cf. Enc. Caritas in veritate, 58). Hoy, aunque por un lado, con motivo de los progresos en el campo técnico-científico, aumenta la capacidad de curar físicamente al enfermo, por otro lado parece debilitarse la capacidad de «atender» a la persona que sufre, considerada en su totalidad y unicidad. Así que parecen ofuscarse los horizontes éticos de la ciencia médica, que corre el riesgo de olvidar que su vocación es servir a cada hombre y a todo el hombre, en las diversas fases de su existencia. Es deseable que el lenguaje de la «ciencia cristiana del sufrimiento» —al que pertenecen la compasión, la solidaridad, la participación, la abnegación, la gratuidad, el don de sí— se convierta en el léxico universal de cuantos trabajan en el campo de la asistencia sanitaria. Es el lenguaje del Buen Samaritano de la parábola evangélica, que puede considerarse —según el beato Papa Juan Pablo II— «uno de los elementos esenciales de la cultura moral y de la civilización universalmente humanas» (Lett. ap. Salvifici doloris, 29). En esta perspectiva los hospitales deben ser considerados como lugar privilegiado de evangelización, pues donde la Iglesia se hace «vehículo de la presencia de Dios», se convierte al mismo tiempo en «instrumento de una verdadera humanización del hombre y del mundo» (Congregación para la doctrina de la fe, Nota doctrinal sobre algunos aspectos de la evangelización, 9: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de diciembre de 2007, p. 11). Sólo teniendo bien claro que en el centro de la actividad médica y asistencial está el bienestar del hombre en su condición más frágil e indefensa, del hombre en busca de sentido ante el misterio insondable del dolor, se puede concebir el hospital como «lugar en donde la relación de curación no es oficio, sino una misión; donde la caridad del Buen Samaritano es la primera cátedra; y el rostro del hombre sufriente, el Rostro mismo de Cristo» (Discurso en la Universidad Católica del Sacro Cuore de Roma, 3 de mayo de 2012: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de mayo de 2012, p. 3).
Queridos amigos: esta asistencia sanadora y evangelizadora es la tarea que siempre os espera. Ahora más que nunca nuestra sociedad necesita de «buenos samaritanos» de corazón generoso y brazos abiertos a todos, sabiendo que «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre» (Enc. Spe salvi, 38). Este «ir más allá» del acercamiento clínico os abre a la dimensión de la trascendencia, respecto a la cual un papel fundamental desempeñan los capellanes y asistentes religiosos. A ellos compete en primer lugar hacer que se transparente en el variado panorama sanitario, también en el misterio del sufrimiento, la gloria del Crucificado Resucitado.
Una última palabra deseo reservaros a vosotros, queridos enfermos. Vuestro silencioso testimonio es un un signo eficaz e instrumento de evangelización para las personas que os atienden y para vuestras familias, en la certeza de que «ninguna lágrima, ni de quien sufre ni de quien está a su lado, se pierde delante de Dios» (Ángelus, 1 de febrero de 2009: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de febrero de 2009, p. 15). Vosotros «sois los hermanos de Cristo paciente, y con El, si queréis, salváis al mundo» (Conc. Vat. II, Mensaje cit.)
Encomendándoos a todos a la Virgen María, Salus Infirmorum, para que guíe vuestros pasos y os haga siempre testigos activos e incansables de la ciencia cristiana del sufrimiento, os imparto de corazón la bendición apostólica.
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:
Os doy mi calurosa bienvenida. Agradezco al presidente del Consejo pontificio para la pastoral de la salud, monseñor Zygmunt Zimowski, sus amables palabras; saludo a los ilustres relatores y a todos los presentes. El tema de vuestra Conferencia —«El hospital, lugar de evangelización: misión humana y espiritual»— me ofrece la ocasión de extender mi saludo a todos los agentes sanitarios, en particular a los miembros de la Asociación de Médicos católicos italianos y de la Federación europea de las Asociaciones médicas católicas, que, en la Universidad Católica del Sacro Cuore de Roma, han reflexionado sobre el tema «Bioética y Europa cristiana». Saludo igualmente a los enfermos presentes, a sus familiares, a los capellanes y a los voluntarios, a los miembros de asociaciones, en particular de UNITALSI, a los estudiantes de las facultades de medicina y cirugía y de los cursos universitarios de las profesiones sanitarias. La Iglesia se dirige siempre con el mismo espíritu de fraterna participación a cuantos viven la experiencia del dolor, animada por el Espíritu de Aquel que, con el poder de su amor, ha devuelto sentido y dignidad al misterio del sufrimiento. A estas personas el concilio Vaticano II dijo: no estáis «abandonados» ni sois «inútiles», porque, unidos a la Cruz de Cristo, contribuís a su obra salvífica (cf. Mensaje a los pobres, a los enfermos y a todos los que sufren, 8 de diciembre de 1965). Y con los mismos acentos de esperanza, la Iglesia interpela también a los profesionales y a los voluntarios de la salud. La vuestra es una singular vocación que necesita estudio, sensibilidad y experiencia. Sin embargo, a quien elige trabajar en el mundo del sufrimiento viviendo la propia actividad como una «misión humana y espiritual» se le pide una competencia ulterior, que va más allá de los títulos académicos. Se trata de la «ciencia cristiana del sufrimiento», indicada explícitamente por el Concilio como «la única verdad capaz de responder al misterio del sufrimiento» y de dar a quien está enfermo «un alivio sin engaño»: «No está en nuestro poder —dice el Concilio— el concederos la salud corporal, ni tampoco la disminución de vuestros dolores físicos... Pero tenemos una cosa más profunda y más preciosa que ofreceros... Cristo no suprimió el sufrimiento y tampoco ha querido desvelarnos enteramente su misterio: Él lo tomó sobre sí, y eso es bastante para que nosotros comprendamos todo su valor» (Ib.). De esta «ciencia cristiana del sufrimiento» sois expertos cualificados. Vuestro ser católicos, sin temor, os da una responsabilidad mayor en el ámbito de la sociedad y de la Iglesia: se trata de una verdadera vocación, como recientemente han testimoniado figuras ejemplares como san Giuseppe Moscati, san Riccardo Pampuri, santa Gianna Beretta Molla, santa Anna Schäffer y el siervo de Dios Jérôme Lejeune.
Es éste un empeño de nueva evangelización también en tiempos de crisis económica que sustrae recursos a la tutela de la salud. Precisamente en tal contexto hospitales y estructuras de asistencia deben reflexionar en su papel para evitar que la salud, en lugar de un bien universal que hay que garantizar y defender, se convierta en una simple «mercadería» sometida a las leyes del mercado, por lo tanto, en un bien reservado a pocos. Jamás puede olvidarse la debida atención particular a la dignidad de la persona que sufre, aplicando también en el ámbito de las políticas sanitarias el principio de subsidiariedad y el de solidaridad (cf. Enc. Caritas in veritate, 58). Hoy, aunque por un lado, con motivo de los progresos en el campo técnico-científico, aumenta la capacidad de curar físicamente al enfermo, por otro lado parece debilitarse la capacidad de «atender» a la persona que sufre, considerada en su totalidad y unicidad. Así que parecen ofuscarse los horizontes éticos de la ciencia médica, que corre el riesgo de olvidar que su vocación es servir a cada hombre y a todo el hombre, en las diversas fases de su existencia. Es deseable que el lenguaje de la «ciencia cristiana del sufrimiento» —al que pertenecen la compasión, la solidaridad, la participación, la abnegación, la gratuidad, el don de sí— se convierta en el léxico universal de cuantos trabajan en el campo de la asistencia sanitaria. Es el lenguaje del Buen Samaritano de la parábola evangélica, que puede considerarse —según el beato Papa Juan Pablo II— «uno de los elementos esenciales de la cultura moral y de la civilización universalmente humanas» (Lett. ap. Salvifici doloris, 29). En esta perspectiva los hospitales deben ser considerados como lugar privilegiado de evangelización, pues donde la Iglesia se hace «vehículo de la presencia de Dios», se convierte al mismo tiempo en «instrumento de una verdadera humanización del hombre y del mundo» (Congregación para la doctrina de la fe, Nota doctrinal sobre algunos aspectos de la evangelización, 9: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de diciembre de 2007, p. 11). Sólo teniendo bien claro que en el centro de la actividad médica y asistencial está el bienestar del hombre en su condición más frágil e indefensa, del hombre en busca de sentido ante el misterio insondable del dolor, se puede concebir el hospital como «lugar en donde la relación de curación no es oficio, sino una misión; donde la caridad del Buen Samaritano es la primera cátedra; y el rostro del hombre sufriente, el Rostro mismo de Cristo» (Discurso en la Universidad Católica del Sacro Cuore de Roma, 3 de mayo de 2012: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de mayo de 2012, p. 3).
Queridos amigos: esta asistencia sanadora y evangelizadora es la tarea que siempre os espera. Ahora más que nunca nuestra sociedad necesita de «buenos samaritanos» de corazón generoso y brazos abiertos a todos, sabiendo que «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre» (Enc. Spe salvi, 38). Este «ir más allá» del acercamiento clínico os abre a la dimensión de la trascendencia, respecto a la cual un papel fundamental desempeñan los capellanes y asistentes religiosos. A ellos compete en primer lugar hacer que se transparente en el variado panorama sanitario, también en el misterio del sufrimiento, la gloria del Crucificado Resucitado.
Una última palabra deseo reservaros a vosotros, queridos enfermos. Vuestro silencioso testimonio es un un signo eficaz e instrumento de evangelización para las personas que os atienden y para vuestras familias, en la certeza de que «ninguna lágrima, ni de quien sufre ni de quien está a su lado, se pierde delante de Dios» (Ángelus, 1 de febrero de 2009: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de febrero de 2009, p. 15). Vosotros «sois los hermanos de Cristo paciente, y con El, si queréis, salváis al mundo» (Conc. Vat. II, Mensaje cit.)
Encomendándoos a todos a la Virgen María, Salus Infirmorum, para que guíe vuestros pasos y os haga siempre testigos activos e incansables de la ciencia cristiana del sufrimiento, os imparto de corazón la bendición apostólica.
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