Homilía - Apertura de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos (Domingo, 7 de octubre de 2012) - Proclamación de San Juan de Ávila y Santa Hidelgarda de Bingen como doctores de la Iglesia
Temas: XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos, Nueva Evangelización, Matrimonio, Santidad, San Juan de Ávila, Santa Hidelgarda de Bingen, Conversión
La
evangelización, en todo tiempo y lugar, tiene siempre como punto central
y último a Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios (cf. Mc 1,1); y el
crucifijo es por excelencia el signo distintivo de quien anuncia el
Evangelio: signo de amor y de paz, llamada a la conversión y a la
reconciliación. Que nosotros venerados hermanos seamos los primeros en
tener la mirada del corazón puesta en él, dejándonos purificar por su
gracia.
Venerables hermanos,
queridos hermanos y hermanas.
queridos hermanos y hermanas.
Con esta
solemne concelebración inauguramos la XIII Asamblea General Ordinaria
del Sínodo de los Obispos, que tiene como tema: La nueva evangelización
para la transmisión de la fe cristiana. Esta temática responde a una
orientación programática para la vida de la Iglesia, la de todos sus
miembros, las familias, las comunidades, la de sus instituciones. Dicha
perspectiva se refuerza por la coincidencia con el comienzo del Año de
la fe, que tendrá lugar el próximo jueves 11 de octubre, en el 50
aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II. Doy mi
cordial bienvenida, llena de reconocimiento, a los que habéis venido a
formar parte de esta Asamblea sinodal, en particular al Secretario
general del Sínodo de los Obispos y a sus colaboradores. Hago extensivo
mi saludo a los delegados fraternos de otras Iglesias y Comunidades
Eclesiales, y a todos los presentes, invitándolos a acompañar con la
oración cotidiana los trabajos que desarrollaremos en las próximas tres
semanas.
Las lecturas bíblicas de la Liturgia de la Palabra de este
domingo nos ofrecen dos puntos principales de reflexión: el primero
sobre el matrimonio, que retomaré más adelante; el segundo sobre
Jesucristo, que abordo a continuación. No tenemos el tiempo para
comentar el pasaje de la carta a los Hebreos, pero debemos, al comienzo
de esta Asamblea sinodal, acoger la invitación a fijar los ojos en el
Señor Jesús, «coronado de gloria y honor por su pasión y muerte» (Hb
2,9). La Palabra de Dios nos pone ante el crucificado glorioso, de modo
que toda nuestra vida, y en concreto la tarea de esta asamblea sinodal,
se lleve a cabo en su presencia y a la luz de su misterio. La
evangelización, en todo tiempo y lugar, tiene siempre como punto central
y último a Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios (cf. Mc 1,1); y el
crucifijo es por excelencia el signo distintivo de quien anuncia el
Evangelio: signo de amor y de paz, llamada a la conversión y a la
reconciliación. Que nosotros venerados hermanos seamos los primeros en
tener la mirada del corazón puesta en él, dejándonos purificar por su
gracia.
Quisiera ahora reflexionar brevemente sobre la «nueva
evangelización», relacionándola con la evangelización ordinaria y con la
misión ad gentes. La Iglesia existe para evangelizar. Fieles al mandato
del Señor Jesucristo, sus discípulos fueron por el mundo entero para
anunciar la Buena Noticia, fundando por todas partes las comunidades
cristianas. Con el tiempo, estas han llegado a ser Iglesias bien
organizadas con numerosos fieles. En determinados periodos históricos,
la divina Providencia ha suscitado un renovado dinamismo de la actividad
evangelizadora de la Iglesia. Basta pensar en la evangelización de los
pueblos anglosajones y eslavos, o en la transmisión del Evangelio en el
continente americano, y más tarde los distintos periodos misioneros en
los pueblos de África, Asía y Oceanía. Sobre este trasfondo dinámico, me
agrada mirar también a las dos figuras luminosas que acabo de proclamar
Doctores de la Iglesia: san Juan de Ávila y santa Hildegarda de Bingen.
También en nuestro tiempo el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia
un nuevo impulso para anunciar la Buena Noticia, un dinamismo espiritual
y pastoral que ha encontrado su expresión más universal y su impulso
más autorizado en el Concilio Ecuménico Vaticano II. Este renovado
dinamismo de evangelización produce un influjo beneficioso sobre las dos
«ramas» especificas que se desarrollan a partir de ella, es decir, por
una parte, la missio ad gentes, esto es el anuncio del Evangelio a
aquellos que aun no conocen a Jesucristo y su mensaje de salvación; y,
por otra parte, la nueva evangelización, orientada principalmente a las
personas que, aun estando bautizadas, se han alejado de la Iglesia, y
viven sin tener en cuenta la praxis cristiana.
La Asamblea sinodal que hoy se abre esta dedicada a esta nueva evangelización, para favorecer en estas personas un nuevo encuentro con el Señor, el único que llena de significado profundo y de paz la existencia; para favorecer el redescubrimiento de la fe, fuente de gracia que trae alegría y esperanza a la vida personal, familiar y social. Obviamente, esa orientación particular no debe disminuir el impulso misionero, en sentido propio, ni la actividad ordinaria de evangelización en nuestras comunidades cristianas. En efecto, los tres aspectos de la única realidad de evangelización se completan y fecundan mutuamente.
El tema del matrimonio, que nos propone el Evangelio y la primera lectura, merece en este sentido una atención especial. El mensaje de la Palabra de Dios se puede resumir en la expresión que se encuentra en el libro del Génesis y que el mismo Jesús retoma: «Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán una sola carne» (Gn 1,24, Mc 10,7-8). ¿Qué nos dice hoy esta palabra? Pienso que nos invita a ser más conscientes de una realidad ya conocida pero tal vez no del todo valorizada: que el matrimonio constituye en sí mismo un evangelio, una Buena Noticia para el mundo actual, en particular para el mundo secularizado. La unión del hombre y la mujer, su ser «una sola carne» en la caridad, en el amor fecundo e indisoluble, es un signo que habla de Dios con fuerza, con una elocuencia que en nuestros días llega a ser mayor, porque, lamentablemente y por varias causas, el matrimonio, precisamente en las regiones de antigua evangelización, atraviesa una profunda crisis. Y no es casual.
El matrimonio está unido a la fe, no en un sentido genérico. El matrimonio, como unión de amor fiel e indisoluble, se funda en la gracia que viene de Dios Uno y Trino, que en Cristo nos ha amado con un amor fiel hasta la cruz. Hoy podemos percibir toda la verdad de esta afirmación, contrastándola con la dolorosa realidad de tantos matrimonios que desgraciadamente terminan mal. Hay una evidente correspondencia entre la crisis de la fe y la crisis del matrimonio. Y, como la Iglesia afirma y testimonia desde hace tiempo, el matrimonio está llamado a ser no sólo objeto, sino sujeto de la nueva evangelización. Esto se realiza ya en muchas experiencias, vinculadas a comunidades y movimientos, pero se está realizando cada vez más también en el tejido de las diócesis y de las parroquias, como ha demostrado el reciente Encuentro Mundial de las Familias.
Una de las
ideas clave del renovado impulso que el Concilio Vaticano II ha dado a
la evangelización es la de la llamada universal a la santidad, que como
tal concierne a todos los cristianos (cf. Const. Lumen gentium, 39-42).
Los santos son los verdaderos protagonistas de la evangelización en
todas sus expresiones. Ellos son, también de forma particular, los
pioneros y los que impulsan la nueva evangelización: con su intercesión y
el ejemplo de sus vidas, abierta a la fantasía del Espíritu Santo,
muestran la belleza del Evangelio y de la comunión con Cristo a las
personas indiferentes o incluso hostiles, e invitan a los creyentes
tibios, por decirlo así, a que con alegría vivan de fe, esperanza y
caridad, a que descubran el «gusto» por la Palabra de Dios y los
sacramentos, en particular por el pan de vida, la eucaristía. Santos y
santas florecen entre los generosos misioneros que anuncian la buena
noticia a los no cristianos, tradicionalmente en los países de misión y
actualmente en todos los lugares donde viven personas no cristianas. La
santidad no conoce barreras culturales, sociales, políticas, religiosas.
Su lenguaje – el del amor y la verdad – es comprensible a todos los
hombres de buena voluntad y los acerca a Jesucristo, fuente inagotable
de vida nueva.
A este respecto, nos detenemos un momento para
admirar a los dos santos que hoy han sido agregados al grupo escogido de
los doctores de la Iglesia. San Juan de Ávila vivió en el siglo XVI.
Profundo conocedor de las Sagradas Escrituras, estaba dotado de un
ardiente espíritu misionero. Supo penetrar con singular profundidad en
los misterios de la redención obrada por Cristo para la humanidad.
Hombre de Dios, unía la oración constante con la acción apostólica. Se
dedicó a la predicación y al incremento de la práctica de los
sacramentos, concentrando sus esfuerzos en mejorar la formación de los
candidatos al sacerdocio, de los religiosos y los laicos, con vistas a
una fecunda reforma de la Iglesia.
Santa Hildegarda de Bilden, importante figura femenina del siglo XII, ofreció una preciosa contribución al crecimiento de la Iglesia de su tiempo, valorizando los dones recibidos de Dios y mostrándose una mujer de viva inteligencia, profunda sensibilidad y reconocida autoridad espiritual. El Señor la dotó de espíritu profético y de intensa capacidad para discernir los signos de los tiempos. Hildegarda alimentaba un gran amor por la creación, cultivó la medicina, la poesía y la música. Sobre todo conservó siempre un amor grande y fiel por Cristo y su Iglesia.
Santa Hildegarda de Bilden, importante figura femenina del siglo XII, ofreció una preciosa contribución al crecimiento de la Iglesia de su tiempo, valorizando los dones recibidos de Dios y mostrándose una mujer de viva inteligencia, profunda sensibilidad y reconocida autoridad espiritual. El Señor la dotó de espíritu profético y de intensa capacidad para discernir los signos de los tiempos. Hildegarda alimentaba un gran amor por la creación, cultivó la medicina, la poesía y la música. Sobre todo conservó siempre un amor grande y fiel por Cristo y su Iglesia.
La
mirada sobre el ideal de la vida cristiana, expresado en la llamada a la
santidad, nos impulsa a mirar con humildad la fragilidad de tantos
cristianos, más aun, su pecado, personal y comunitario, que representa
un gran obstáculo para la evangelización, y a reconocer la fuerza de
Dios que, en la fe, viene al encuentro de la debilidad humana. Por
tanto, no se puede hablar de la nueva evangelización sin una disposición
sincera de conversión. Dejarse reconciliar con Dios y con el prójimo
(cf. 2 Cor 5,20) es la vía maestra de la nueva evangelización.
Unicamente purificados, los cristianos podrán encontrar el legítimo
orgullo de su dignidad de hijos de Dios, creados a su imagen y redimidos
con la sangre preciosa de Jesucristo, y experimentar su alegría para
compartirla con todos, con los de cerca y los de lejos.
Queridos hermanos y hermanas, encomendemos a Dios los trabajos de la Asamblea sinodal con el sentimiento vivo de la comunión de los santos, invocando la particular intercesión de los grandes evangelizadores, entre los cuales queremos contar con gran afecto al beato Juan Pablo II, cuyo largo pontificado ha sido también ejemplo de nueva evangelización. Nos ponemos bajo la protección de la bienaventurada Virgen María, Estrella de la nueva evangelización. Con ella invocamos una especial efusión del Espíritu Santo, que ilumine desde lo alto la Asamblea sinodal y la haga fructífera para el camino de la Iglesia.
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