"El texto de este
domingo contiene el segundo de estos anuncios. Jesús dice: «El Hijo del
Hombre –expresión con la que se designa a sí mismo– será entregado en
manos de hombres, y lo matarán; pero después de muerto, resucitará al
tercer día» (Mc 9,31). Los discípulos «no entendían estas palabras, y
tenían miedo de preguntarle» (Mc 9,32)".
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestro camino con el Evangelio de
Marcos, el domingo pasado entramos en la segunda parte, es decir el
último viaje hacia Jerusalén y hacia el culmen de la misión de Jesús.
Después de que Pedro, en nombre de los discípulos, profesó la fe en Él,
reconociéndolo como el Mesías (cfr Mc 8,29).
Jesús inicia a hablar
abiertamente de aquello que le sucederá al final. El Evangelista reporta
tres sucesivas predicciones de la muerte y resurrección en los
capítulos 8, 9 y 10: en ellas Jesús anuncia en modo siempre más claro el
destino que le espera y su intrínseca necesidad. El texto de este
domingo contiene el segundo de estos anuncios. Jesús dice: «El Hijo del
Hombre –expresión con la que se designa a sí mismo– será entregado en
manos de hombres, y lo matarán; pero después de muerto, resucitará al
tercer día» (Mc 9,31). Los discípulos «no entendían estas palabras, y
tenían miedo de preguntarle» (Mc 9,32).
En efecto, leyendo esta parte
de la narración de Marcos, es evidente que entre Jesús y los discípulos
hay una profunda distancia interior; se encuentran, por así decir,
sobre dos amplitudes de onda, de manera que los discursos del Maestro no
son comprendidos, o lo son solamente de modo superficial. El apóstol
Pedro, inmediatamente después de haber manifestado su fe en Jesús, se
permite reprenderlo porque ha anunciado que tendrá que ser rechazado y
asesinado. Después del segundo anuncio de la pasión, los discípulos
discuten sobre quién entre ellos es el más grande (cfr Mc 9,34); y
después el tercero, Santiago y Juan piden a Jesús poder sentarse a su
derecha y a su izquierda, cuando esté en la gloria (cfr Mc 10,35-40).
Pero hay otros signos diferentes sobre esta distancia: por ejemplo, los
discípulos no pueden aliviar a un joven epiléptico, que luego Jesús
alivia con la fuerza de la oración (cfr Mc 9,14-29); o cuando son
presentados a Jesús algunos niños, los discípulos los reprenden y Jesús
en cambio indignado, los hace permanecer con Él y afirma que solo quien
es como ellos puede entrar en el Reino de Dios (cfr Mc 10,13-16).
¿Qué
cosa nos dice todo esto? Nos recuerda que la lógica de Dios es siempre
«otra » respecto a la nuestra, como reveló Dios mismo por boca del
profeta Isaías «Mis pensamientos no son sus pensamientos, ni sus caminos
son mis caminos» (Is 55,8). Por esto, seguir al Señor requiere siempre
del hombre una profunda conversión, un cambio en el modo de pensar y de
vivir, requiere de abrir el corazón a la escucha para dejarse iluminar y
transformar interiormente. Un punto-clave en el cual Dios y el hombre
se diferencian es en el orgullo: en Dios no existe orgullo, porque Él es
total plenitud y tendiente a amar y donar vida; en nosotros los
hombres, en cambio, el orgullo está íntimamente radicado y requiere de
una constante vigilancia y purificación. Nosotros, que somos pequeños,
aspiramos a aparecer como grandes, a ser los primeros, mientras Dios no
teme de abajarse y hacerse el último. La Virgen María está perfectamente
«sintonizada» con Dios: invoquémosla confiados, para que nos enseñe a
seguir fielmente a Jesús en el camino del amor y de la humildad.
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