Ángelus - 19 de agosto de 2012
Tema: Comentario de Jn 6, 51-58. El discurso del pan de vida.
"Jesús revela el sentido de aquel milagro, es decir que el tiempo de las promesas se ha cumplido: Dios Padre, que con el maná había saciado el hambre de los israelitas en el desierto, ahora lo ha mandado a Él, el Hijo, como verdadero Pan de vida eterna, y este pan es su carne, su vida, ofrecida en sacrificio por nosotros. Se trata por lo tanto de acogerlo con fe, no escandalizándose de su humanidad; y se trata de «comer su carne y beber su sangre» (cfr. Jn 6,54), para tener en sí mismos la plenitud de la vida".
Queridos hermanos y hermanas
El Evangelio de este domingo (cfr. Jn
6,51-58) es la parte final y culminante del discurso hecho por Jesús en
la sinagoga de Cafarnaum, después de que el día anterior había dado de
comer a miles de personas con solo cinco panes y dos peces. Jesús revela
el sentido de aquel milagro, es decir que el tiempo de las promesas se
ha cumplido: Dios Padre, que con el maná había saciado el hambre de los
israelitas en el desierto, ahora lo ha mandado a Él, el Hijo, como
verdadero Pan de vida eterna, y este pan es su carne, su vida, ofrecida
en sacrificio por nosotros. Se trata por lo tanto de acogerlo con fe, no
escandalizándose de su humanidad; y se trata de «comer su carne y beber
su sangre» (cfr. Jn 6,54), para tener en sí mismos la plenitud de la
vida. Es evidente que este discurso no está hecho para obtener
consensos. Jesús lo sabe y lo pronuncia intencionalmente; y en efecto
aquel fue un momento crítico, un vuelco en su misión pública. La gente, y
los mismos discípulos, eran entusiastas de Él cuando realizaba signos
prodigiosos; y también la multiplicación de los panes y de los peces era
una clara revelación del Mesías, tanto es así que inmediatamente
después la multitud habría querido llevar a Jesús en triunfo y
proclamarlo rey de Israel. Pero ciertamente no era ésta la voluntad de
Jesús, que con aquel extenso discurso corta con los entusiasmos y
provoca muchos desacuerdos. Él, en efecto, explicando la imagen del pan,
afirma de haber sido mandado para ofrecer la propia vida, y que, quien
quiere seguirlo debe unirse a Él en modo personal y profundo,
participando en su sacrificio de amor. Por esto Jesús instituirá en la
última Cena el Sacramento de la Eucaristía: para que sus discípulos
puedan tener en sí mismos su caridad –esto es decisivo- y, como un único
cuerpo unido a Él, prolongar en el mundo su misterio de salvación.
Escuchando
este discurso la gente comprendió que Jesús no era un Mesías como lo
querían, que aspiraba a un trono terrenal. No buscaba consensos para
conquistar Jerusalén; es más, quería ir a la Ciudad santa para
compartir la suerte de los profetas: dar la vida por Dios y por el
pueblo. Aquellos panes, partidos para miles de personas, no querían
provocar una marcha triunfal, sino preanunciar el sacrificio de la Cruz,
en la que Jesús se hace Pan, cuerpo y sangre ofrecidos en expiación por
la vida del mundo. Jesús por lo tanto pronunció aquel discurso para
desilusionar a las multitudes y, sobre todo, para provocar una decisión
en sus discípulos. En efecto, muchos entre estos, a partir de entonces,
ya no lo seguirán.
Queridos amigos, dejémonos, también nosotros,
nuevamente sorprender por las palabras de Cristo: Él, semilla de trigo
lanzado en los surcos de la historia, es la primicia de la humanidad
nueva, liberada de la corrupción del pecado y de la muerte. Y
redescubramos la belleza del Sacramento de la Eucaristía, que expresa
toda la humildad y la santidad de Dios: su hacerse pequeño –Dios se hace
pequeño- fragmento del universo para reconciliar a todos en su amor.
Que la Virgen María, que ha dado al mundo el Pan de la vida, nos enseñe a
vivir siempre en profunda unión con Él.
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