"El beato Juan Pablo II quiso denominar este domingo después de Pascua,
como de la Divina Misericordia, con una imagen bien precisa: aquella del
costado traspasado de Cristo, del que salió sangre y agua, según el
testimonio presencial del apóstol Juan (cf. Jn. 19,34-37)"
¡Queridos hermanos y hermanas!
Cada año, celebrando la Pascua, revivimos la experiencia de los
primeros discípulos de Jesús, la experiencia del encuentro con Él
resucitado: el evangelio de Juan dice que lo vieron aparecer en medio de
ellos, en el cenáculo, la tarde del mismo día de la Resurrección, «el
primero de la semana», y luego «ocho días después»(cf. Jn. 20,19.26). Ese
día, llamado después «domingo», «Día del Señor» es el día de la asamblea,
de la comunidad cristiana que se reúne para su propio culto, que es la
Eucaristía, culto nuevo y distinto desde el principio, de aquel judío
del sábado. De hecho, la celebración del Día del Señor es una evidencia
muy fuerte de la Resurrección de Cristo, porque sólo un evento
extraordinario e inquietante podría inducir a los primeros cristianos a
iniciar un culto diferente al sábado judío.
Entonces, como ahora, el culto cristiano no es sólo una conmemoración
de los acontecimientos pasados, ni una experiencia mística en
particular, interior, sino fundamentalmente un encuentro con el Señor
resucitado, que vive en la dimensión de Dios, más allá del tiempo y del
espacio, y sin embargo, está realmente presente en medio de la
comunidad, nos habla en las sagradas escrituras, y parte para nosotros
el pan de vida eterna. A través de estos signos vivimos lo que los
discípulos experimentaron, que es el hecho de ver a Jesús y, al mismo
tiempo no reconocerlo; de tocar su cuerpo, un cuerpo real, que sin
embargo está libre de ataduras terrenales.
Es muy importante lo que refiere el evangelio, de que Jesús, en las
dos apariciones a los apóstoles reunidos en el cenáculo, repitió varias
veces el saludo: «La paz con vosotros» (Jn. 20,19.21.26). El saludo
tradicional, con la que se desea el shalom, la paz, se
convierte aquí en algo nuevo: se convierte en el don de aquella paz que
sólo Jesús puede dar, porque es el fruto de su victoria radical sobre el
mal. La «paz» que Jesús ofrece a sus amigos es el fruto del amor de
Dios que lo llevó a morir en la cruz, para derramar toda su sangre, como
cordero manso y humilde, «lleno de gracia y verdad» (Jn. 1,14). Por eso
el beato Juan Pablo II quiso denominar este domingo después de Pascua,
como de la Divina Misericordia, con una imagen bien precisa: aquella del
costado traspasado de Cristo, del que salió sangre y agua, según el
testimonio presencial del apóstol Juan (cf. Jn. 19,34-37). Mas ahora
Cristo ha resucitado, y de Él vivo, brotarán los sacramentos pascuales
del Bautismo y de la Eucaristía: los que se les acercan con fe a ellos,
reciben el don de la vida eterna.
Queridos hermanos y hermanas, acojamos el don de la paz que Jesús
resucitado nos ofrece, ¡dejémonos llenar el corazón de su misericordia!
De esta manera, con el poder del Espíritu Santo, el Espíritu que
resucitó a Cristo de entre los muertos, también nosotros podemos llevar a
los otros estos dones pascuales. Que nos lo obtenga María Santísima,
Madre de Misericordia.
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