Homilía - Visita Pastoral a Santa María de Gracias, III Domingo de Adviento "Gaudete" (11 de diciembre de 2011)
"En la Iglesia, en la Palabra de Dios, en la celebración de los
Sacramentos, en el sacramento de la Confesión, con el perdón que
recibimos, en la celebración de la santa Eucaristía, donde el Señor se
entrega en nuestras manos y en nuestro corazón, tocamos la luz y
recibimos esta misión: ser hoy testigos de que la luz existe, llevar la
luz a nuestro tiempo". (Extracto de la homilía)
Queridos hermanos y hermanas de la parroquia de Santa María de las Gracias,
Hemos escuchado la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor, Dios, está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres... a proclamar un año de gracia del Señor» (Is 61, 1-2). Estas palabras, pronunciadas hace muchos siglos, resuenan muy actuales también para nosotros, hoy, mientras nos encontramos a mitad del Adviento y ya cerca de la gran solemnidad de la Navidad. Son palabras que renuevan la esperanza, preparan para acoger la salvación del Señor y anuncian la inauguración de un tiempo de gracia y de liberación.
El Adviento es precisamente tiempo de espera, de esperanza y de preparación para la visita del Señor. A este compromiso nos invitan también la figura y la predicación de Juan Bautista, como hemos escuchado en el Evangelio recién proclamado (cf. Jn 1, 6-8.19-28). Juan se retiró al desierto para llevar una vida muy austera y para invitar, también con su vida, a la gente a la conversión; confiere un bautismo de agua, un rito de penitencia único, que lo distingue de los múltiples ritos de purificación exterior de las sectas de la época. ¿Quién es, pues, este hombre? ¿Quién es Juan Bautista? Su respuesta refleja una humildad sorprendente. No es el Mesías, no es la luz. No es Elías que volvió a la tierra, ni el gran profeta esperado. Es el precursor, un simple testigo, totalmente subordinado a Aquel que anuncia; una voz en el desierto, como también hoy, en el desierto de las grandes ciudades de este mundo, de gran ausencia de Dios, necesitamos voces que simplemente nos anuncien: «Dios existe, está siempre cerca, aunque parezca ausente». Es una voz en el desierto y es un testigo de la luz; y esto nos conmueve el corazón, porque en este mundo con tantas tinieblas, tantas oscuridades, todos estamos llamados a ser testigos de la luz. Esta es precisamente la misión del tiempo de Adviento: ser testigos de la luz, y sólo podemos serlo si llevamos en nosotros la luz, si no sólo estamos seguros de que la luz existe, sino que también hemos visto un poco de luz. En la Iglesia, en la Palabra de Dios, en la celebración de los Sacramentos, en el sacramento de la Confesión, con el perdón que recibimos, en la celebración de la santa Eucaristía, donde el Señor se entrega en nuestras manos y en nuestro corazón, tocamos la luz y recibimos esta misión: ser hoy testigos de que la luz existe, llevar la luz a nuestro tiempo.
Queridos hermanos y hermanas, me alegra mucho estar en medio de vosotros, en este hermoso domingo, «Gaudete», domingo de la alegría, que nos dice: «incluso en medio de tantas dudas y dificultades, la alegría existe porque Dios existe y está con nosotros». Saludo cordialmente al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, a vuestro párroco, don Domenico Monteforte, a quien agradezco no sólo las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros, sino también el hermoso regalo de la historia de la parroquia. Y saludo al vicario parroquial. Saludo asimismo a las comunidades religiosas: a las Hermanas Apóstoles de la Consolata, a las Maestras Pías Venerinas y a los Guanelianos; son una de las presencias valiosas en vuestra parroquia y un gran recurso espiritual y pastoral para la vida de la comunidad, testigos de luz. Saludo, además, a las personas comprometidas en el ámbito parroquial: me refiero a los catequistas —les agradezco su trabajo—, a los miembros del grupo de oración inspirado en la Renovación en el Espíritu Santo, a los jóvenes del movimiento Juventud Ardiente Mariana. Y quiero extender mi saludo a todos los habitantes del barrio, especialmente a los ancianos, a los enfermos, a las personas solas y a las que atraviesan dificultades, sin olvidar a la numerosa comunidad filipina que, bien insertada, participa activamente en los momentos fundamentales de la vida comunitaria.
Vuestra parroquia nació en uno de los barrios típicos del campo romano; fue erigida canónicamente en 1985 con este hermoso título de Santa María de las Gracias; dio sus primeros pasos en la década de 1960, cuando, por iniciativa de un grupo de padres dominicos, guiados por el recordado padre Gerard Reed, se preparó, en una habitación familiar, una pequeña capilla, sucesivamente trasladada a un local más grande, que desempeñó la función de iglesia parroquial hasta el año 2010, el año pasado. Como sabéis, ese año, exactamente el 1 de mayo, se tuvo la dedicación del edificio en el que estamos celebrando la Eucaristía. Esta nueva iglesia es un espacio privilegiado para crecer en el conocimiento y en el amor de Aquel a quien dentro de pocos días acogeremos con alegría en su Nacimiento. Mientras contemplo esta iglesia y los edificios parroquiales, veo el fruto de paciencia, de entrega, de amor, y con mi presencia deseo animaros a realizar cada vez mejor la Iglesia de piedras vivas que sois vosotros mismos; cada uno de vosotros debe sentirse como un elemento de este edificio vivo; la comunidad se construye con la contribución que cada uno ofrece, con el compromiso de todos; y pienso, de modo especial, en los campos de la catequesis, la liturgia y la caridad, pilares fundamentales de la vida cristiana.
Vuestra comunidad es joven; lo he comprobado al saludar a vuestros niños. Es joven porque está constituida, sobre todo por lo que atañe a los nuevos asentamientos, por familias jóvenes, y también porque son numerosos los niños y los muchachos que la pueblan, gracias a Dios. Espero vivamente que, también mediante la contribución de personas competentes y generosas, vuestro compromiso educativo se desarrolle cada vez mejor y que vuestra parroquia, contando con la ayuda del Vicariato de Roma, se dote cuanto antes de un oratorio bien estructurado, con espacios adecuados para el juego y los encuentros, de modo que responda a las necesidades de crecimiento en la fe y en una sana sociabilidad para las generaciones jóvenes. Me alegra cuanto hacéis en la preparación de los muchachos y de los jóvenes para los Sacramentos. El desafío que afrontamos consiste en trazar y proponer un verdadero itinerario de formación en la fe, que implique a quienes se acercan a la iniciación cristiana, ayudándoles no sólo a recibir los Sacramentos, sino también a vivirlos, para ser auténticos cristianos. Este objetivo, recibir, debe ser vivir, como hemos escuchado en la primera lectura: debe brotar la justicia como germina la semilla en la tierra. Vivir los Sacramentos: así brota la justicia y también el derecho y el amor.
A este propósito, la actual verificación pastoral diocesana, que atañe precisamente a la iniciación cristiana, es una ocasión propicia para profundizar y vivir los Sacramentos que hemos recibido, como el Bautismo y la Confirmación, y aquellos a los que recurrimos para alimentar el camino de fe, la Penitencia y la Eucaristía. Por esto es necesaria, en primer lugar, la atención a la relación con Dios, mediante la escucha de su Palabra, la respuesta a la Palabra en la oración, y el don de la Eucaristía. Yo sé que en la parroquia se han introducido encuentros de oración, de lectio divina, y que se tiene adoración eucarística: son iniciativas valiosas para el crecimiento espiritual a nivel personal y comunitario. Os exhorto encarecidamente a participar en ellos cada vez en mayor número. De modo especial, deseo recordar la importancia y la centralidad de la Eucaristía. La santa misa ha de ser el centro de vuestro domingo, que es preciso redescubrir y vivir como día de Dios y de la comunidad, día en el cual alabar y celebrar a Aquel que nació por nosotros, que murió y resucitó por nuestra salvación, y nos pide vivir juntos en la alegría y ser una comunidad abierta y dispuesta a acoger a todas las personas solas o que atraviesan dificultades. No perdáis el sentido del Domingo y sed fieles al encuentro eucarístico. Los primeros cristianos estaban dispuestos a dar la vida por esto. Sabían que esta es la vida, y hace vivir.
Al venir entre vosotros, no puedo ignorar que en vuestro territorio constituyen un gran desafío algunos grupos religiosos que se presentan como depositarios de la verdad del Evangelio. A este respecto siento el deber de recomendaros estar vigilantes y profundizar las razones de la fe y del Mensaje cristiano, tal como nos lo transmite con garantía de autenticidad la tradición milenaria de la Iglesia. Continuad la obra de evangelización con la catequesis y la correcta información sobre lo que cree y anuncia la Iglesia católica; presentad con claridad las verdades de la fe cristiana; como dice san Pedro, estad dispuestos «para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza» (1 P 3, 15); vivid el lenguaje comprensible a todos del amor y la fraternidad, pero sin olvidar el compromiso de purificar y reforzar vuestra fe frente a los peligros y a las insidias que pueden amenazarla en estos tiempos. Superad los límites del individualismo, de encerraros en vosotros mismos; la fascinación del relativismo, según el cual se considera lícito todo comportamiento; la atracción que ejercen formas de sentimiento religioso que exploran las necesidades y las aspiraciones más profundas del alma humana, proponiendo perspectivas de satisfacciones fáciles, pero ilusorias. La fe es un don de Dios, pero que pide nuestra respuesta, la decisión de seguir a Cristo no sólo cuando cura y alivia, sino también cuando habla de amor hasta la entrega de sí mismos.
Otro punto en el que quiero insistir es el testimonio de la caridad, que debe caracterizar vuestra vida de comunidad. En estos años la habéis visto crecer rápidamente también en el número de sus miembros, pero asimismo habéis visto llegar a muchas personas en dificultades o en situaciones de necesidad, que necesitan de vosotros, de vuestra ayuda material, pero también y sobre todo de vuestra fe y de vuestro testimonio de creyentes. Haced que el rostro de vuestra comunidad exprese siempre concretamente el amor de Dios rico en misericordia y que invite a acudir a él con confianza.
Una palabra especial de afecto y amistad quiero dirigiros a vosotros, queridos muchachos, muchachas y jóvenes que me escucháis, así como a vuestros coetáneos que viven en esta parroquia. El hoy y el mañana de la historia, así como el futuro de la fe, están encomendados de modo especial a vosotros, que sois las nuevas generaciones. La Iglesia espera mucho de vuestro entusiasmo, de vuestra capacidad de mirar hacia adelante, de estar animados por ideales, y de vuestro deseo de radicalidad en las opciones de vida. La parroquia os acompaña y quiero que sintáis también mi apoyo.
«Hermanos, estad siempre alegres» (1 Ts 5, 16). Esta invitación a la alegría, dirigida por san Pablo a los cristianos de Tesalónica en aquel tiempo, caracteriza también a este domingo, llamado comúnmente «Gaudete». Esta invitación resuena desde las primeras palabras de la antífona de entrada: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. El Señor está cerca»; así escribe san Pablo desde la cárcel a los cristianos de Filipos (cf. Flp 4, 4-5) y nos lo dice también a nosotros. Sí, nos alegramos porque el Señor está cerca y dentro de pocos días, en la noche de Navidad, celebraremos el misterio de su Nacimiento. María, la primera en escuchar la invitación del ángel: «Alégrate, llena de gracia: el Señor está contigo» (Lc 1, 28), nos señala el camino para alcanzar la verdadera alegría, la que proviene de Dios. Santa María de las Gracias, Madre del Divino Amor, ruega por todos nosotros. Amén.
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