Discurso - Encuentro con los sacerdotes, los religiosos, las religiosas, los seminaristas y los laicos en el patio del seminario de San Gall (Patio del seminario San Gall Ouidah, 19 de noviembre de 2011). Viaje Apostólico a Benin (18-20 de noviembre de 2011)
"Doy gracias a Dios por vuestro celo, no obstante las condiciones a veces difíciles en las que estáis llamados a testimoniar su amor. Y le doy gracias también por tantos hombres y mujeres que han anunciado el Evangelio en la tierra de Benín, así como en toda África".
"Doy gracias a Dios por vuestro celo, no obstante las condiciones a veces difíciles en las que estáis llamados a testimoniar su amor. Y le doy gracias también por tantos hombres y mujeres que han anunciado el Evangelio en la tierra de Benín, así como en toda África".
Señores Cardenales,
Mons. N’Koué, responsable de la formación sacerdotal,
queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio,
queridos religiosos y religiosas,
queridos seminaristas y queridos fieles laicos,
Gracias Monseñor N’Koué por las hermosas palabras que me ha dirigido, y gracias también, querido seminarista, por las tuyas tan acogedoras y deferentes. Es para mí una gran alegría encontrarme de nuevo, en medio de vosotros, en Ouidah, y particularmente en este seminario puesto bajo la protección de Santa Juana de Arco y dedicado a san Galo, hombre de virtudes brillantes, monje deseoso de perfección, pastor lleno de dulzura y humildad. ¿Qué más noble que tener como modelo su figura, así como la de Monseñor Louis Parisot, apóstol infatigable de los pobres y promotor del clero local, la del Padre Thomas Moulero, primer sacerdote del Dahomey de antaño, y la del Cardenal Bernardin Gantin, hijo eminente de vuestra tierra y humilde servidor de la Iglesia?
Nuestro encuentro de esta mañana me ofrece la ocasión para expresaros directamente mi gratitud por vuestro compromiso pastoral. Doy gracias a Dios por vuestro celo, no obstante las condiciones a veces difíciles en las que estáis llamados a testimoniar su amor. Y le doy gracias también por tantos hombres y mujeres que han anunciado el Evangelio en la tierra de Benín, así como en toda África.
Dentro de poco firmaré la Exhortación apostólica postsinodal Africae munus. En ella se aborda el tema de la paz, la justicia y la reconciliación. Estos tres valores se imponen como un ideal evangélico fundamental en la vida bautismal y requieren una sana aceptación de vuestra identidad de sacerdotes, consagrados y fieles laicos.
Queridos sacerdotes, la responsabilidad de promover la paz, la justicia y la reconciliación, os incumbe de una manera muy particular. En efecto, por la sagrada ordenación que recibisteis, y por los sacramentos que celebráis, estáis llamados a ser hombres de comunión. Así como el cristal no retiene la luz, sino que la refleja y la devuelve, de igual modo el sacerdote debe dejar transparentar lo que celebra y lo que recibe. Por tanto os animo a dejar trasparentar a Cristo en vuestra vida con una auténtica comunión con el obispo, con una bondad real hacia vuestros hermanos, una profunda solicitud por cada bautizado y una gran atención hacia cada persona. Dejándoos modelar por Cristo, no cambiéis jamás la belleza de vuestro ser sacerdotes por realidades efímeras, a veces malsanas, que la mentalidad contemporánea intenta imponer a todas las culturas. Os exhorto, queridos sacerdotes, a no subestimar la grandeza insondable de la gracia divina depositada en vosotros y que os capacita a vivir al servicio de la paz, la justicia y la reconciliación.
Queridos religiosos y religiosas, de vida activa y contemplativa, la vida consagrada es un seguimiento radical de Jesús. Que vuestra opción incondicional por Cristo os conduzca a un amor sin fronteras por el prójimo. La pobreza y la castidad os hagan verdaderamente libres para obedecer incondicionalmente al único Amor que, cuando os alcanza, os impulsa a derramarlo por todas partes. Pobreza, obediencia y castidad aumenten en vosotros la sed de Dios y el hambre de su Palabra, que, al crecer, se convierte en hambre y sed para servir al prójimo hambriento de justicia, paz y reconciliación. Fielmente vividos, los consejos evangélicos os trasforman en hermano universal o en hermana de todos, y os ayudan a avanzar con determinación por el camino de la santidad. Llegaréis si estáis convencidos de que para vosotros la vida es Cristo (cf. Flp 1,21), y hacéis de vuestras comunidades reflejo de la gloria de Dios y lugares donde no tenéis otra deuda con nadie, sino la del amor mutuo (cf. Rm 13,8). Con vuestros carismas propios, vividos con un espíritu de apertura a la catolicidad de la Iglesia, podéis contribuir a una expresión armoniosa de la inmensidad de los dones divinos al servicio de toda la humanidad.
Me dirijo ahora a vosotros, queridos seminaristas, os animo a poneros en la escuela de Cristo para adquirir las virtudes que os ayudarán a vivir el sacerdocio ministerial como el lugar de vuestra santificación. Sin la lógica de la santidad, el ministerio no es más que una simple función social. La calidad de vuestra vida futura depende de la calidad de vuestra relación personal con Dios en Jesucristo, de vuestros sacrificios, de la feliz integración de las exigencias de vuestra formación actual. Ante los retos de la existencia humana, el sacerdote de hoy como el de mañana – si quiere ser testigo creíble al servicio de la paz, la justicia y la reconciliación – debe ser un hombre humilde y equilibrado, prudente y magnánimo. Después de 60 años de vida sacerdotal, os puedo asegurar, queridos seminaristas, que no lamentaréis haber acumulado durante vuestra formación tesoros intelectuales, espirituales y pastorales.
En cuanto a vosotros, queridos fieles laicos que, en el corazón de las realidades cotidianas de la vida, estáis llamados a ser sal de la tierra y luz del mundo, os exhorto a renovar también vuestro compromiso por la justicia, la paz y la reconciliación. Esta misión requiere en primer lugar fe en la familia, construida según el designio de Dios, y una fidelidad a la esencia misma del matrimonio cristiano. Exige también que vuestras familias sean verdaderas «iglesias domésticas». Gracias a la fuerza de la oración, «se transforma y se mejora gradualmente la vida personal y familiar, se enriquece el diálogo, se transmite la fe a los hijos, se acrecienta el gusto de estar juntos y el hogar se une y consolida más» (Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI a los participantes en el rezo del santo rosario con ocasión del VI Encuentro Mundial de las Familias en Ciudad de México, 17 de enero de 2009, 3). Haciendo reinar en vuestras familias el amor y el perdón, contribuís a la edificación de una Iglesia fuerte y hermosa, y a que haya más justicia y paz en toda la sociedad. En este sentido, os animo, queridos padres, a tener un respeto profundo por la vida y a testimoniar ante vuestros hijos los valores humanos y espirituales. Y me complace recordar aquí que el Papa Juan Pablo II fundó hace 10 años en Cotonou, en un Instituto que lleva su nombre, una sección para el África francófona, con el fin de contribuir a la reflexión y pastoral sobre el matrimonio y la familia. Finalmente, exhorto especialmente a los catequistas, estos valientes misioneros en el corazón de las realidades más humildes, a ofrecer siempre, con una esperanza y determinación indefectibles, su ayuda singular y del todo necesaria para la propagación de la fe en fidelidad a las enseñanzas de la Iglesia (cf. Ad gentes, 17).
Para concluir mi encuentro con vosotros, quisiera exhortaros a una fe auténtica y viva, fundamento inquebrantable de una vida cristiana santa y al servicio de la edificación de un mundo nuevo. El amor por el Dios revelado y por su Palabra, el amor por los sacramentos y por la Iglesia, son un antídoto eficaz contra los sincretismos que extravían. Este amor favorece una justa integración de los valores auténticos de las culturas en la fe cristiana. Libera del ocultismo y vence los espíritus maléficos, porque se mueve por la potencia misma de la Santa Trinidad. Vivido profundamente, este amor es también un fermento de comunión que rompe todas las barreras, favoreciendo así la edificación de una Iglesia en la que no haya segregación entre los bautizados, pues todos son uno en Cristo Jesús (cf. Ga 3, 28). Con gran confianza, cuento con cada uno de vosotros, sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas y fieles laicos, para hacer vivir esta Iglesia. En prenda de mi cercanía espiritual y paternal, y confiándoos a la Virgen María, invoco sobre todos vosotros, vuestros familiares, los jóvenes y los enfermos, la abundancia de las bendiciones divinas.
aklunɔ ni kɔn fɛnu tɔn lɛ do mi ji [fon]
[Trad.: Que el Señor os colme de sus gracias].
Mons. N’Koué, responsable de la formación sacerdotal,
queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio,
queridos religiosos y religiosas,
queridos seminaristas y queridos fieles laicos,
Gracias Monseñor N’Koué por las hermosas palabras que me ha dirigido, y gracias también, querido seminarista, por las tuyas tan acogedoras y deferentes. Es para mí una gran alegría encontrarme de nuevo, en medio de vosotros, en Ouidah, y particularmente en este seminario puesto bajo la protección de Santa Juana de Arco y dedicado a san Galo, hombre de virtudes brillantes, monje deseoso de perfección, pastor lleno de dulzura y humildad. ¿Qué más noble que tener como modelo su figura, así como la de Monseñor Louis Parisot, apóstol infatigable de los pobres y promotor del clero local, la del Padre Thomas Moulero, primer sacerdote del Dahomey de antaño, y la del Cardenal Bernardin Gantin, hijo eminente de vuestra tierra y humilde servidor de la Iglesia?
Nuestro encuentro de esta mañana me ofrece la ocasión para expresaros directamente mi gratitud por vuestro compromiso pastoral. Doy gracias a Dios por vuestro celo, no obstante las condiciones a veces difíciles en las que estáis llamados a testimoniar su amor. Y le doy gracias también por tantos hombres y mujeres que han anunciado el Evangelio en la tierra de Benín, así como en toda África.
Dentro de poco firmaré la Exhortación apostólica postsinodal Africae munus. En ella se aborda el tema de la paz, la justicia y la reconciliación. Estos tres valores se imponen como un ideal evangélico fundamental en la vida bautismal y requieren una sana aceptación de vuestra identidad de sacerdotes, consagrados y fieles laicos.
Queridos sacerdotes, la responsabilidad de promover la paz, la justicia y la reconciliación, os incumbe de una manera muy particular. En efecto, por la sagrada ordenación que recibisteis, y por los sacramentos que celebráis, estáis llamados a ser hombres de comunión. Así como el cristal no retiene la luz, sino que la refleja y la devuelve, de igual modo el sacerdote debe dejar transparentar lo que celebra y lo que recibe. Por tanto os animo a dejar trasparentar a Cristo en vuestra vida con una auténtica comunión con el obispo, con una bondad real hacia vuestros hermanos, una profunda solicitud por cada bautizado y una gran atención hacia cada persona. Dejándoos modelar por Cristo, no cambiéis jamás la belleza de vuestro ser sacerdotes por realidades efímeras, a veces malsanas, que la mentalidad contemporánea intenta imponer a todas las culturas. Os exhorto, queridos sacerdotes, a no subestimar la grandeza insondable de la gracia divina depositada en vosotros y que os capacita a vivir al servicio de la paz, la justicia y la reconciliación.
Queridos religiosos y religiosas, de vida activa y contemplativa, la vida consagrada es un seguimiento radical de Jesús. Que vuestra opción incondicional por Cristo os conduzca a un amor sin fronteras por el prójimo. La pobreza y la castidad os hagan verdaderamente libres para obedecer incondicionalmente al único Amor que, cuando os alcanza, os impulsa a derramarlo por todas partes. Pobreza, obediencia y castidad aumenten en vosotros la sed de Dios y el hambre de su Palabra, que, al crecer, se convierte en hambre y sed para servir al prójimo hambriento de justicia, paz y reconciliación. Fielmente vividos, los consejos evangélicos os trasforman en hermano universal o en hermana de todos, y os ayudan a avanzar con determinación por el camino de la santidad. Llegaréis si estáis convencidos de que para vosotros la vida es Cristo (cf. Flp 1,21), y hacéis de vuestras comunidades reflejo de la gloria de Dios y lugares donde no tenéis otra deuda con nadie, sino la del amor mutuo (cf. Rm 13,8). Con vuestros carismas propios, vividos con un espíritu de apertura a la catolicidad de la Iglesia, podéis contribuir a una expresión armoniosa de la inmensidad de los dones divinos al servicio de toda la humanidad.
Me dirijo ahora a vosotros, queridos seminaristas, os animo a poneros en la escuela de Cristo para adquirir las virtudes que os ayudarán a vivir el sacerdocio ministerial como el lugar de vuestra santificación. Sin la lógica de la santidad, el ministerio no es más que una simple función social. La calidad de vuestra vida futura depende de la calidad de vuestra relación personal con Dios en Jesucristo, de vuestros sacrificios, de la feliz integración de las exigencias de vuestra formación actual. Ante los retos de la existencia humana, el sacerdote de hoy como el de mañana – si quiere ser testigo creíble al servicio de la paz, la justicia y la reconciliación – debe ser un hombre humilde y equilibrado, prudente y magnánimo. Después de 60 años de vida sacerdotal, os puedo asegurar, queridos seminaristas, que no lamentaréis haber acumulado durante vuestra formación tesoros intelectuales, espirituales y pastorales.
En cuanto a vosotros, queridos fieles laicos que, en el corazón de las realidades cotidianas de la vida, estáis llamados a ser sal de la tierra y luz del mundo, os exhorto a renovar también vuestro compromiso por la justicia, la paz y la reconciliación. Esta misión requiere en primer lugar fe en la familia, construida según el designio de Dios, y una fidelidad a la esencia misma del matrimonio cristiano. Exige también que vuestras familias sean verdaderas «iglesias domésticas». Gracias a la fuerza de la oración, «se transforma y se mejora gradualmente la vida personal y familiar, se enriquece el diálogo, se transmite la fe a los hijos, se acrecienta el gusto de estar juntos y el hogar se une y consolida más» (Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI a los participantes en el rezo del santo rosario con ocasión del VI Encuentro Mundial de las Familias en Ciudad de México, 17 de enero de 2009, 3). Haciendo reinar en vuestras familias el amor y el perdón, contribuís a la edificación de una Iglesia fuerte y hermosa, y a que haya más justicia y paz en toda la sociedad. En este sentido, os animo, queridos padres, a tener un respeto profundo por la vida y a testimoniar ante vuestros hijos los valores humanos y espirituales. Y me complace recordar aquí que el Papa Juan Pablo II fundó hace 10 años en Cotonou, en un Instituto que lleva su nombre, una sección para el África francófona, con el fin de contribuir a la reflexión y pastoral sobre el matrimonio y la familia. Finalmente, exhorto especialmente a los catequistas, estos valientes misioneros en el corazón de las realidades más humildes, a ofrecer siempre, con una esperanza y determinación indefectibles, su ayuda singular y del todo necesaria para la propagación de la fe en fidelidad a las enseñanzas de la Iglesia (cf. Ad gentes, 17).
Para concluir mi encuentro con vosotros, quisiera exhortaros a una fe auténtica y viva, fundamento inquebrantable de una vida cristiana santa y al servicio de la edificación de un mundo nuevo. El amor por el Dios revelado y por su Palabra, el amor por los sacramentos y por la Iglesia, son un antídoto eficaz contra los sincretismos que extravían. Este amor favorece una justa integración de los valores auténticos de las culturas en la fe cristiana. Libera del ocultismo y vence los espíritus maléficos, porque se mueve por la potencia misma de la Santa Trinidad. Vivido profundamente, este amor es también un fermento de comunión que rompe todas las barreras, favoreciendo así la edificación de una Iglesia en la que no haya segregación entre los bautizados, pues todos son uno en Cristo Jesús (cf. Ga 3, 28). Con gran confianza, cuento con cada uno de vosotros, sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas y fieles laicos, para hacer vivir esta Iglesia. En prenda de mi cercanía espiritual y paternal, y confiándoos a la Virgen María, invoco sobre todos vosotros, vuestros familiares, los jóvenes y los enfermos, la abundancia de las bendiciones divinas.
aklunɔ ni kɔn fɛnu tɔn lɛ do mi ji [fon]
[Trad.: Que el Señor os colme de sus gracias].
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