Queridos hermanos y hermanas,
En la catequesis de hoy quisiera afrontar un Salmo de fuertes
implicaciones cristológicas, que continuamente aflora en los relatos de
la pasión de Jesús, con su doble dimensión de humillación y de gloria,
de muerte y de vida. Es el Salmo 22 según la tradición judía, 21 según
la tradición greco-latina, una oración sincera y conmovedora, de una
densidad humana y una riqueza teológica que lo convierten en uno de los
Salmos más rezados y estudiados de todo el Salterio. Se trata de una
larga composición poética (nosotros nos detendremos en particular en la
primera parte), concentrada en el lamento, para profundizar algunas
dimensiones significativas de la oración de súplica a Dios.
Este Salmo presenta la figura de un inocente perseguido y rodeado de
adversarios que quieren su muerte; él recurre a Dios en un lamento
doloroso que, en la certeza de la fe, se abre misteriosamente a la
alabanza. En su oración la realidad angustiosa del presente y el
recuerdo consolador del pasado se alternan, en una sufrida toma de
conciencia de la propia situación desesperada que no quiere renunciar a
la esperanza. Su grito inicial es una llamada dirigida a Dios que parece
lejano, que no responde y que parece haberlo abandonado:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
¿Por qué estás lejos de mi clamor y mis gemidos?
Te invoco de día, y no respondes,
de noche, y no encuentro descanso” (v. 2 y 3).
Dios calla y este silencio hiere el ánimo del orante, que llama
incesantemente, pero sin encontrar respuesta. Los días y las noches se
suceden en una búsqueda incansable de una palabra, de una ayuda que no
llega; Dios parece muy distante, muy olvidadizo, muy ausente. La oración
pide escucha y respuesta, solicita un contacto, busca una relación que
pueda darle consuelo y salvación. Pero si Dios no responde, el grito de
ayuda se pierde en el vacío y la soledad se convierte en algo
insoportable. Además el orante de nuestro Salmo llama al Señor tres
veces “mi Dios”, en un extremo acto de confianza y de fe. No obstante
las apariencias, el Salmista no puede creer que el vínculo con el Señor
se haya roto totalmente y, mientras pide un por qué del presunto
abandono incomprensible, afirma que “su” Dios no puede abandonarlo.
Como se sabe, el grito inicial del Salmo, “Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?” se cita en los Evangelios de Mateo y de Marcos
como el grito lanzado por Jesús cuando muere en la cruz (cfr. Mt 27,46;
Mc15,34). Expresa toda la desolación del Mesías, Hijo de Dios, que está
afrontando el drama de la muerte, una realidad totalmente contrapuesta
al Señor de la vida. Abandonado por casi todos los suyos, traicionado y
renegado por los discípulos, rodeado por los que le insultan, Jesús está
bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación
y el aniquilamiento. Por esto grita al Padre y su sufrimiento asume las
palabras dolientes del Salmo. Sin embargo el suyo no es un grito
desesperado, como no lo era el del Salmista, que en su súplica recorre
un camino atormentado que llega finalmente a una perspectiva de
alabanza, en la confianza de la victoria divina. Y ya que en la
costumbre judía citar el inicio de un Salmo implicaba una referencia al
poema completo, la oración de Jesús agonizante, aunque mantiene su carga
de sufrimiento indecible, se abre a la certeza de la gloria. “¿No era
necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su
gloria?”, dirá el Resucitado a los discípulos de Emaús (Lc 24,26). En su
Pasión, en obediencia al Padre, el Señor Jesús atraviesa el abandono y
la muerte para alcanzar la vida y darla a todos los creyentes.
A este grito inicial de súplica, en nuestro Salmo 22-21, seguidamente, en una dolorosa comparación, recuerda el pasado:
“En ti confiaron nuestros padres:
confiaron, y tú los libraste;
clamaron a ti y fueron salvados,
confiaron en ti y no quedaron defraudados” (v. 5 y 6).
Ese Dios que hoy al Salmista le parece lejano, es el Señor
misericordioso que Israel ha experimentado siempre en su historia. El
pueblo, al que pertenece el orante, ha sido objeto del amor de Dios y
puede testificar su fidelidad. Comenzando por los Patriarcas, después en
Egipto y en la larga peregrinación en el desierto, durante la
permanencia en la tierra prometida, en contacto con pueblos agresivos y
enemigos hasta la oscuridad del exilio, toda la historia bíblica ha sido
una historia de petición de auxilio por parte del pueblo y de
respuestas salvíficas por parte de Dios. Y el Salmista hace referencia a
la inquebrantable fe de sus padres, que “confiaron” -se repite este
verbo tres veces- sin quedar nunca defraudados. Ahora, sin embargo,
parece que esta cadena de invocaciones confiadas y respuestas divinas se
haya interrumpido. La situación del Salmista parece desmentir toda la
historia de salvación, haciendo más dolorosa la realidad presente.
Pero Dios no puede desmentirse, y entonces la oración vuelve a
describir la penosa situación del orante, para hacer que el Señor tenga
piedad e intervenga, como había hecho siempre en el pasado. El Salmista
se define “pero yo soy un gusano, no un hombre;la gente me escarnece y
el pueblo me desprecia” (v.7), se burlan de él, lo desprecian (cfr v.
8), y herido en su propia fe: “Confió en el Señor, que él lo libre;que
lo salve, si lo quiere tanto” (v.9). Bajo los golpes burlones de la
ironía y del desprecio, parece que el perseguido pierda sus
connotaciones humanas, como el Siervo sufriente del Libro de Isaías (cfr
Is 52,14; 53,2b-3). Y como el justo oprimido del Libro de la Sabiduría
(cfr 2,12-20), como Jesús en el Calvario (cfr Mt 27,39-43), el Salmista
ve cómo se pone en tela de juicio su relación con el Señor, el énfasis
cruel y sarcástico de los que lo están haciendo sufrir: el silencio de
Dios, su aparente ausencia. Sin embargo, Dios está presente en la
existencia del orante con una cercanía y una ternura incuestionable. El
Salmista lo recuerda al Señor: “Tú, Señor, me sacaste del seno
materno,me confiaste al regazo de mi madre; a ti fui entregado desde mi
nacimiento (v. 10-11a). El Señor es el Dios de la vida, que hace nacer y
acoge al neonato y lo cuida con afecto de un padre. Y si antes se había
recordado la fidelidad de Dios en la historia del pueblo, ahora el
orante evoca su propia historia personal de relación con el Señor,
remontándose al momento particularmente importante del inicio de su
vida. Y allí, no obstante la desolación del presente, el Salmista
reconoce una cercanía y un amor divino tan radical, que ahora puede
exclamar, en una confesión llena de fe y generadora de esperanza: “desde
el seno de mi madre, tú eres mi Dios” (v.11b).
El lamento se convierte ahora en una súplica conmovedora: “No te
quedes lejos, porque acecha el peligro y no hay nadie para socorrerme”
(v.12). La única cercanía que el Salmista percibe y que lo aterroriza es
la de los enemigos. Y por tanto es necesario que Dios se haga cercano y
que lo socorra, porque los enemigos rodean al orante, lo cercan y son
como toros poderosos, como leones que abren sus fauces para rugir (cfr v.
13-14). La angustia altera la percepción del peligro, aumentándolo. Los
adversarios parecen invencibles, se han convertido en animales feroces y
peligrosísimos, mientras que el Salmista es como un pequeño gusano,
impotente, sin defensa alguna. Pero estas imágenes, usadas en el Salmo,
sirven para decir que cuando el hombre es un ser brutal que agrede a su
hermanos, algo animal lo posee, parece perder su apariencia humana; la
violencia tiene algo de bestial y sólo la intervención salvadora de Dios
puede restituir la humanidad al hombre. Ahora, para el Salmista, objeto
de tanta feroz agresión, parece que no hay salida y que la muerte
comienza a poseerlo: “Soy como agua que se derrama y todos mis huesos
están dislocados [...]; mi garganta está seca como una teja y la lengua
se me pega al paladar. Se reparten entre sí mi ropa y sortean mi
túnica”(v. 15.16.19). Con imágenes dramáticas, que encontramos en los
relatos de la Pasión de Cristo, se describe la descomposición del cuerpo
del condenado, el calor insoportable que atormenta al moribundo y que
encuentra eco en la petición de Jesús: “Tengo sed” (cfr Jn 19,28), hasta
alcanzar el gesto definitivo con el que los torturadores, como los
soldados bajo la cruz, se reparten las vestiduras de la víctima a la que
consideran muerta (cfr Mt 27,35; Mc 15,24; Lc 23,34; Jn 19,23-24).
Y de nuevo, la petición de socorro urgente: “Pero tú, Señor, no te
quedes lejos; tú que eres mi fuerza, ven pronto a socorrerme.
Sálvame”(vv. 20.22a). Este es un grito que abre los cielos, porque
proclama una fe, una seguridad que va más allá de toda duda, de toda
oscuridad y de toda desolación. Y el lamento se transforma, deja lugar a
la alabanza en la acogida de la salvación: “Yo anunciaré tu Nombre a
mis hermanos, te alabaré en medio de la asamblea” (v.23). Así el Salmo
se abre a la acción de gracias, al gran himno final en el que participa
todo el pueblo, los fieles del Señor, la Asamblea litúrgica, las
generaciones futuras (cfr v. 24-32). El Señor ha venido en su ayuda, ha
salvado al pobre y le ha mostrado el rostro de su misericordia. Muerte y
vida se han cruzado en un misterio inseparable del que ha salido
victoriosa la vida, el Dios de la salvación se ha mostrado Señor
indiscutible ante el cual todos los confines de la tierra celebrarán y
todas las familias de los pueblos se postrarán. Es la victoria de la fe,
que puede transformar la muerte en don de vida, el abismo del dolor en
fuente de esperanza.
Querídisimos hermanos y hermanas, este Salmo nos ha llevado al
Gólgota, a los pies de la cruz, para revivir su pasión y compartir la
alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos invadir de la luz del
misterio pascual y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir
la verdadera realidad más allá de las apariencias, reconociendo el
camino de la exaltación en la humillación y la plena manifestación de la
vida en la muerte, en la cruz. Así poniendo de nuevo toda nuestra
confianza y esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia, le
podremos rezar con fe también nosotros y nuestro grito de auxilio se
transformará en cantos de alabanza. Gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
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