A la Comisión Teológica Internacional, en su 50º aniversario, van mi cordial saludo y mi especial bendición.
El Sínodo de los Obispos como estable institución en la vida de la Iglesia y la Comisión Teológica Internacional fueron dados ambos a la Iglesia por el Papa Pablo VI para fijar y continuar las experiencias del Concilio Vaticano II. El desapego, que se había manifestado en el Concilio, entre la Teología que se estaba desarrollando en el mundo y el Magisterio del Papa tenía que ser superado. Desde el inicio del siglo XX se constituyó la Pontificia Comisión Bíblica, que en su forma originaria representaba una parte del Magisterio pontificio, y que tras el Concilio Vaticano II se trasformó en un órgano de consulta teológica al servicio del Magisterio, para aportar un parecer competente en materia bíblica. Según lo establecido por Pablo VI, el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe es a la vez Presidente de la Pontificia Comisión Bíblica y de la Comisión Teológica Internacional, las cuales, sin embargo, eligen a su secretario internamente.
Se quería demostrar así que ambas Comisiones no son un órgano de la Congregación para la Doctrina de la Fe, hecho que podría haber disuadido a ciertos teólogos de aceptar ser miembros. El Cardenal Franjo Šeper comparó la relación del Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe con el Presidente de las dos Comisiones a la estructura de la monarquía austro-húngara: el emperador de Austria y el rey de Hungría eran la misma persona, mientras que los dos países vivían autónomamente uno junto al otro. Además, la Congregación para la Doctrina de la Fe pone a disposición de las sesiones de la Comisión y de sus participantes sus posibilidades prácticas y, a tal fin, creó la figura del Secretario Adjunto, que de vez en cuando asegura las ayudas necesarias.
Sin duda las expectativas sobre la recién constituida Comisión Teológica Internacional, en un primer momento, fueron mayores de cuanto se pudo realizar en el arco de una historia de medio siglo. Del primer periodo de Sesiones de la Comisión surgió una obra, El ministerio sacerdotal (10-X-1970), que fue publicada en 1971 por la editorial Du Cerf de Paris y estaba pensada como ayuda para el primer gran encuentro del Sínodo de Obispos. Para el mismo Sínodo, la Comisión Teológica nombró un grupo específico de teólogos que, como consultores, estaban a disposición en la primera sesión del Sínodo de Obispos y, gracias a un extraordinario trabajo, lograron que el Sínodo pudiese inmediatamente publicar un documento sobre el sacerdocio elaborado por el Sínodo. Desde entonces, esto no ha vuelto a pasar. En cambio, enseguida se fue desarrollando la tipología de la Exhortación post-sinodal, que no es ciertamente un documento del Sínodo sino un documento magisterial pontificio que toma del modo más amplio posible las afirmaciones del Sínodo y hace así que, junto al Papa, sea todo el episcopado mundial el que hable[1].
Personalmente, quedé particularmente impresionado por el primer quinquenio de la Comisión Teológica Internacional. Debía ser definida la orientación de fondo y el modo esencial de trabajo de la Comisión, estableciendo en qué dirección, en última instancia, debía ser interpretado el Vaticano II.
Junto a las grandes figuras del Concilio −Henri de Lubac, Yves Congar, Karl Rahner, Jorge Medina Estévez, Philippe Delhaye, Gerard Philips, Carlo Colombo de Milán, considerado el teólogo personal de Pablo VI, y el padre Cipriano Vagaggini−, formaban parte de la Comisión teólogos importantes que curiosamente no participaron en el Concilio.
Entre ellos, aparte de Hans Urs von Balthasar, debe citarse sobre todo a Louis Bouyer que, como converso y monje, era una personalidad extremadamente tozuda, y por su descuidada franqueza no gustaba a muchos obispos, pero que fue un gran colaborador con su increíble inmensidad de conocimientos. Entró luego en escena el padre Marie-Joseph Le Guillou, que había trabajado noches enteras, sobre todo durante el Sínodo de Obispos, haciendo posible en esencia el documento del Sínodo, con ese modo radical de servir; desgraciadamente muy pronto enfermó de Parkinson, despidiéndose tan precozmente de esta vida y del trabajo teológico. Rudolf Schnackenburg encarnaba la exégesis alemana, con todas las pretensiones que la caracterizaban. Como una especie de polo opuesto, André Feuillet y Heinz Schürmann de Erfurt fueron empleados con mucho gusto en la Comisión, cuya exégesis era más espiritual. Finalmente debo mencionar también al prof. Johannes Feiner de Coira que, como representante del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos, tenía un papel particular en la Comisión. La cuestión acerca de si la Iglesia católica debía haberse sumado al Consejo ecuménico de las Iglesias de Ginebra, como un miembro normal a todos los efectos, fue un punto decisivo en la dirección que la Iglesia debería haber embocado tras el Concilio. Después de un desencuentro dramático sobre la cuestión, se decidió al final negativamente, cosa que llevó a Feiner y a Rahner a abandonar la Comisión.
En la Comisión Teológica del segundo quinquenio hicieron su aparición figuras nuevas: dos jóvenes italianos, Carlo Caffarra y el padre Raniero Cantalamessa, que dieron a la Teología de lengua italiana un nuevo peso. La Teología de lengua alemana, aparte de los miembros ya presentes, con el jesuita padre Otto Semmelroth fue reforzada gracias a un teólogo conciliar cuya capacidad de formular velozmente textos para las diversas exigencias se reveló tan útil a la Comisión como lo fue durante el Concilio. Junto a él, saltó a la palestra, con Karl Lehmann, una nueva generación, cuya concepción comenzó a afirmarse claramente en los documentos producidos.
Pero no es mi intención seguir con la presentación de las personalidades que trabajaron en la Comisión Teológica, sino hacer algunas reflexiones sobre temas escogidos. Al inicio se afrontaron las cuestiones sobre la relación entre Magisterio y Teología, sobre las que siempre hay que seguir reflexionando necesariamente. Lo que la Comisión dijo sobre este tema en el curso del último medio siglo merece ser nuevamente escuchado y meditado.
Bajo la guía de Lehmann se analizó también la cuestión fundamental de Gaudium et spes, es decir la problemática del progreso humano y la salvación cristiana. En ese ámbito surgió inevitablemente también el tema de la Teología de la liberación, que en aquel momento no representaba solo un problema de tipo teórico sino que determinaba muy concretamente, y amenazaba, también la vida de la Iglesia en Sudamérica. La pasión que animaba a los teólogos iba pareja al peso concreto, también político, de la cuestión[2].
Junto a las cuestiones relativas a la relación entre el Magisterio de la Iglesia y la enseñanza de la Teología, uno de los principales ámbitos de trabajo de la Comisión Teológica siempre fue el problema de la Teología moral. Quizá es significativo que, al principio, no fue la voz de los representantes de la Teología moral, sino la de los expertos en exégesis y dogmática: Heinz Schürmann y Hans Urs von Balthasar, en 1974, abrieron con sus tesis la discusión, que luego siguió en 1977 con el debate sobre el Sacramento del matrimonio. La oposición de los frentes y la falta de una común orientación de fondo, de la que hoy sufrimos lo mismo que entonces, en aquel momento me quedó clara de modo inaudito: por una parte estaba el teólogo moral americano prof. William May, padre de muchos hijos, que venía siempre con su mujer y sostenía la concepción antigua más rigurosa. Dos veces tuvo que experimentar el rechazo por unanimidad a su propuesta, hecho que jamás había ocurrido. Estalló en lágrimas, y ni yo mismo pude consolarlo. Cerca de él estaba, según recuerdo, el prof. John Finnis, que enseñaba en Estados Unidos y expresó el mismo enfoque y concepto de un modo nuevo. Fue tomado en serio desde el punto de vista teológico, sin embargo tampoco él logró alcanzar ningún consenso. En el quinto quinquenio, de la escuela del prof. Tadeusz Styczen −el amigo del Papa Juan Pablo II− llegó el prof. Andrzej Szoztek, un inteligente y prometedor representante de la posición clásica, pero que tampoco logró crear consenso. Finalmente, el padre Servais Pinckaers intentó desarrollar a partir de santo Tomás una ética de las virtudes que me pareció muy razonable y convincente, pero tampoco consiguió alcanzar consenso alguno.
Lo difícil de la situación se puede deducir también del hecho de que Juan Pablo II, al que le preocupaba particularmente la Teología moral, al final decidió posponer la redacción definitiva de su Encíclica moral Veritatis splendor, queriendo atender primero al Catecismo de la Iglesia Católica. Publicó su Encíclica solo el 6 de agosto de 1993, contando para ella con nuevos colaboradores. Pienso que la Comisión Teológica debe continuar teniendo presente el problema y debe fundamentalmente seguir en el esfuerzo de buscar un consenso.
Quisiera finalmente poner de relieve otro aspecto del trabajo de la Comisión. En ella se ha podido sentir cada vez más y con más fuerza también la voz de las jóvenes Iglesias respecto a la siguiente cuestión: ¿hasta qué punto están vinculadas a la tradición occidental y hasta qué punto las otras culturas pueden determinar una nueva cultura teológica? Fueron sobre todo los teólogos provenientes de África, por un lado, y de la India, por otro, quienes plantearon la cuestión, sin que hasta aquel momento hubiera sido propiamente tratada. E igualmente, no se ha tratado hasta ahora el diálogo con las otras grandes religiones del mundo[3].
Al final debemos expresar una palabra de gran agradecimiento, aun con todas las insuficiencias propias del humano buscar e interrogarse. La Comisión Teológica Internacional, a pesar de todos los esfuerzos, no ha podido alcanzar una unidad moral de la Teología y de los teólogos en el mundo. Quien esperase eso, nutría expectativas equivocadas sobre las posibilidades de semejante labor. Y sin embargo la de la Comisión se ha vuelto una voz escuchada, que de algún modo indica la orientación de fondo que un serio esfuerzo teológico debe seguir en este momento histórico. Al agradecimiento por cuanto realizado en medio siglo, se une la esperanza de un ulterior fructuoso trabajo, en el que la única fe pueda llevar también a una común orientación del pensamiento y del hablar de Dios y de su Revelación.
Por lo que a mí respecta personalmente, el trabajo en la Comisión Teológica Internacional me ha dado la alegría del encuentro con otras lenguas y formas de pensamiento. Pero sobre todo, ha sido para mí continua ocasión de humildad, que ve los límites de lo que nos es propio y abre así la senda a la Verdad más grande.
Solo la humildad puede encontrar la Verdad y la Verdad a su vez es el fundamento del Amor, del que en última instancia todo depende.
Ciudad del Vaticano, Monasterio Mater Ecclesiae, 22 de octubre de 2019
Benedicto XVI
Papa Emérito
Fuente: vatican.va
Traducción de Luis Montoya (publicado en Almudi.org)
[1] Una excepción la constituye en cierto modo el documento sobre el diaconado publicado en el 2003, elaborado por encargo de la Congregación para la Doctrina de la Fe y que debía aportar una orientación sobre la cuestión del Diaconado, en concreto si ese ministerio sacramental se podía conferir también a las mujeres. El documento, elaborado con gran esmero, no llegó a un resultado unívoco respecto a un eventual Diaconado de las mujeres. Se decidió someter la cuestión a los Patriarcas de las Iglesias orientales, pero solo muy pocos respondieron. Se vio que la cuestión planteada, en cuanto tal, era de difícil comprensión para la tradición de la Iglesia oriental. Así ese amplio estudio concluía con la afirmación de que la perspectiva puramente histórica no permitía alcanzar ninguna certeza definitiva. En última instancia, la cuestión debía ser decidida a nivel doctrinal. Cfr. Comisión Teológica Internacional, Documentos 1969-2004, Ediciones Estudio Dominico, Bolonia 22010, 651-766.
[2] Permítaseme aquí un pequeño recuerdo personal. Mi amigo el padre Juan Alfaro sj, que enseñaba en la Gregoriana sobre todo la doctrina de la gracia, por razones para mí totalmente incomprensibles en estos años, se había vuelto un apasionado defensor de la Teología de la liberación. No quería perder la amistad con él y aquella fue la única vez en todo el periodo de mi pertenencia a la Comisión que me ausenté de la Sesión Plenaria.
[3] Aquí quisiera apuntar un curioso caso particular. Un jesuita japonés, padre Shun’ichi Takayanagi, se había familiarizado tanto con el pensamiento del teólogo luterano alemán Gerhard Ebeling que argumentaba completamente basado en su pensamiento y en su lenguaje. Pero nadie en la Comisión Teológica conocía a Ebeling tan bien como para permitir desarrollar un diálogo fructuoso, de modo que el erudito jesuita japonés abandonó la Comisión porque su lenguaje y su pensamiento no lograban encontrar sitio.
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