Sala del Consistorio
Sábado 8 de marzo de 2008
Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amables señoras;
ilustres señores:
Me alegra recibiros con ocasión de la asamblea plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura, congratulándome por el trabajo que realizáis y, en particular, por el tema elegido para esta sesión: «La Iglesia y el desafío de la secularización». Se trata de una cuestión fundamental para el futuro de la humanidad y de la Iglesia. La secularización, que a menudo se vuelve secularismo abandonando la acepción positiva de secularidad, pone a dura prueba la vida cristiana de los fieles y de los pastores. Durante vuestros trabajos la habéis interpretado y transformado también en un desafío providencial, con el fin de proponer respuestas convincentes a los interrogantes y las esperanzas del hombre, nuestro contemporáneo.
Agradezco al Arzobispo Mons. Gianfranco Ravasi, desde hace pocos meses Presidente del dicasterio, las cordiales palabras con las que se ha hecho vuestro intérprete y ha explicado el desarrollo de vuestros trabajos. Expreso también mi agradecimiento a todos por el gran esfuerzo que realizáis para que la Iglesia entable un diálogo con los movimientos culturales de nuestro tiempo y así se conozca cada vez más ampliamente el interés que la Santa Sede tiene por el vasto y variado mundo de la cultura.
En efecto, hoy, más que nunca, la apertura recíproca entre las culturas es un terreno privilegiado para el diálogo entre hombres y mujeres comprometidos en la búsqueda de un auténtico humanismo, más allá de las divergencias que los separan. La secularización, que se presenta en las culturas como una configuración del mundo y de la humanidad sin referencia a la Trascendencia, invade todos los aspectos de la vida diaria y desarrolla una mentalidad en la que Dios de hecho está ausente, total o parcialmente, de la existencia y de la conciencia humanas.
Esta secularización no es sólo una amenaza exterior para los creyentes, sino que ya desde hace tiempo se manifiesta en el seno de la Iglesia misma. Desnaturaliza desde dentro y en profundidad la fe cristiana y, como consecuencia, el estilo de vida y el comportamiento diario de los creyentes. Estos viven en el mundo y a menudo están marcados, cuando no condicionados, por la cultura de la imagen, que impone modelos e impulsos contradictorios, negando en la práctica a Dios: ya no hay necesidad de Dios, de pensar en él y de volver a él. Además, la mentalidad hedonista y consumista predominante favorece, tanto en los fieles como en los pastores, una tendencia hacia la superficialidad y un egocentrismo que daña la vida eclesial.
La «muerte de Dios», anunciada por tantos intelectuales en los decenios pasados, cede el paso a un estéril culto del individuo. En este contexto cultural, existe el peligro de caer en una atrofia espiritual y en un vacío del corazón, caracterizados a veces por sucedáneos de pertenencia religiosa y de vago espiritualismo. Es sumamente urgente reaccionar ante esa tendencia mediante la referencia a los grandes valores de la existencia, que dan sentido a la vida y pueden colmar la inquietud del corazón humano en busca de felicidad: la dignidad de la persona humana y su libertad, la igualdad entre todos los hombres, el sentido de la vida, de la muerte y de lo que nos espera después de la conclusión de la existencia terrena.
Desde esta perspectiva, mi predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II, consciente de los radicales y rápidos cambios de las sociedades, recordó insistentemente la urgencia de salir al encuentro del hombre en el terreno de la cultura para transmitirle el mensaje evangélico. Precisamente por eso instituyó el Consejo Pontificio de la cultura, para dar nuevo impulso a la acción de la Iglesia encaminada a hacer que el Evangelio se encuentre con la pluralidad de las culturas en las diferentes partes del mundo (cf. Carta al cardenal secretario de Estado Agostino Casaroli, 20 de mayo de 1982: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de junio de 1982, p. 19).
La sensibilidad intelectual y la caridad pastoral del Papa Juan Pablo II lo impulsaron a poner de relieve el hecho de que la revolución industrial y los descubrimientos científicos han permitido responder a preguntas que antes sólo la religión satisfacía en parte. La consecuencia ha sido que el hombre contemporáneo a menudo tiene la impresión de que no necesita a nadie para comprender, explicar y dominar el universo; se siente el centro de todo, la medida de todo.
Más recientemente, la globalización, por medio de las nuevas tecnologías de la información, con frecuencia ha tenido también como resultado la difusión de muchos componentes materialistas e individualistas de Occidente en todas las culturas. Cada vez más la fórmula etsi Deus non daretur se convierte en un modo de vivir, cuyo origen es una especie de «soberbia» de la razón —realidad también creada y amada por Dios— la cual se considera a sí misma suficiente y se cierra a la contemplación y a la búsqueda de una Verdad que la supera.
La luz de la razón, exaltada, pero en realidad empobrecida por la Ilustración, sustituye radicalmente a la luz de la fe, la luz de Dios (cf. Discurso preparado para el encuentro con la Universidad de Roma «La Sapienza», 17 de enero de 2008: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de enero de 2008, p. 4). Grandes son, por tanto, los desafíos que debe afrontar en este ámbito la misión de la Iglesia. Así, resulta sumamente importante el compromiso del Consejo Pontificio de la Cultura con vistas a un diálogo fecundo entre ciencia y fe. La Iglesia espera mucho de este confrontarse recíprocamente, pero también la comunidad científica, y os animo a proseguirlo. En él, la fe supone la razón y la perfecciona; y la razón, iluminada por la fe, encuentra la fuerza para elevarse al conocimiento de Dios y de las realidades espirituales.
En este sentido, la secularización no favorece el objetivo último de la ciencia, que está al servicio del hombre, imago Dei. Este diálogo debe continuar, con la distinción de las características específicas de la ciencia y de la fe, pues cada una tiene sus propios métodos, ámbitos, objetos de investigación, finalidades y límites, y debe respetar y reconocer a la otra su legítima posibilidad de ejercicio autónomo según sus propios principios (cf. Gaudium et spes, 36); ambas están llamadas a servir al hombre y a la humanidad, favoreciendo el desarrollo y el crecimiento integral de cada uno y de todos.
Exhorto sobre todo a los pastores de la grey de Dios a una misión incansable y generosa para hacer frente, en el terreno del diálogo y del encuentro con las culturas, del anuncio del Evangelio y del testimonio, al preocupante fenómeno de la secularización, que debilita a la persona y la obstaculiza en su deseo innato de la Verdad completa. Ojalá que así los discípulos de Cristo, gracias al servicio prestado en especial por vuestro dicasterio, sigan anunciando a Cristo en el corazón de las culturas, porque él es la luz que ilumina a la razón, al hombre y al mundo.
También nosotros debemos escuchar la exhortación que dirigió el ángel a la Iglesia de Éfeso: «Conozco tu conducta: tus fatigas y paciencia; (...) pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes» (Ap 2, 2.4). Hagamos nuestro el grito del Espíritu y de la Iglesia: «¡Ven!» (Ap 22, 17) y dejemos que penetre en nuestro corazón la respuesta del Señor: «Sí, vengo pronto» (Ap 22, 20). Él es nuestra esperanza, la luz para nuestro camino, la fuerza para anunciar la salvación con valentía apostólica, llegando hasta el corazón de todas las culturas. Que Dios os ayude en el cumplimiento de vuestra ardua pero excelsa misión.
Encomendando a María, Madre de la Iglesia y Estrella de la nueva evangelización, el futuro del Consejo Pontificio de la Cultura, y el de todos sus miembros, os imparto de todo corazón la bendición apostólica.
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