Tema: Eclesiología (Catolicidad de la Iglesia); Reino de Dios
"Jesús usa esta expresión rica y
compleja, y la refiere a sí mismo para manifestar el verdadero carácter
de su mesianismo, como misión hacia todo el hombre y todos los hombres,
superando todo particularismo étnico, nacional y religioso. En efecto,
en este nuevo reino, que la Iglesia anuncia y anticipa, y que vence la
fragmentación y la dispersión, se entra precisamente siguiendo a Jesús,
dejándose atraer dentro de su humanidad, y por tanto en la comunión con
Dios".
«Creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica».
Queridos hermanos y hermanas
Estas palabras, que dentro de poco pronunciarán solemnemente los
nuevos cardenales al hacer la profesión de fe, son parte del símbolo
niceno-constantinopolitano, la síntesis de la fe de la Iglesia que cada
uno recibe en el momento del Bautismo. Sólo profesando y preservando
intacta esta regla de la verdad somos verdaderos discípulos del Señor.
En este Consistorio, quisiera centrarme particularmente en el
significado del término «católica», que indica un rasgo esencial de la
Iglesia y su misión. El argumento sería amplio y se podría enfocar desde
diversas perspectivas. Hoy me limito sólo a alguna consideración.
Las notas características de la Iglesia responden al designio divino, como se afirma en el Catecismo de la Iglesia Católica:
«Es Cristo, quien, por el Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una,
santa, católica y apostólica, y Él es también quien la llama a ejercitar
cada una de estas cualidades» (CEC 811). Más específicamente, la Iglesia
es católica porque Cristo abraza en su misión de salvación a toda la
humanidad. Aunque la misión de Jesús en su vida terrena se limitaba al
pueblo judío, «a las ovejas descarriadas de Israel» (Mt 15,24),
sin embargo desde el inicio estaba orientada a llevar a todos los
pueblos la luz del Evangelio y a hacer entrar a todas las naciones en el
Reino de Dios. En Cafarnaún, Jesús exclama ante la fe del centurión:
«Os digo que vendrán muchos de Oriente y Occidente y se sentarán con
Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos» (Mt 8,11).
Esta perspectiva universalista se desprende, por ejemplo, de la
presentación que Jesús hace de sí mismo, no sólo como «Hijo de David»,
sino también como «Hijo del hombre» (Mc 10,33), como hemos oído
en el pasaje evangélico proclamado hace poco. En el lenguaje de la
literatura judía apocalíptica inspirada en la visión de la historia en
el Libro del profeta Daniel (cf. 7,13-14), el título «Hijo del
hombre» se refiere al personaje que viene «en las nubes del cielo» (v.
13), y es una imagen que anuncia con antelación un reino totalmente
nuevo, un reino que no se apoya en los poderes humanos, sino en el
verdadero poder que proviene de Dios. Jesús usa esta expresión rica y
compleja, y la refiere a sí mismo para manifestar el verdadero carácter
de su mesianismo, como misión hacia todo el hombre y todos los hombres,
superando todo particularismo étnico, nacional y religioso. En efecto,
en este nuevo reino, que la Iglesia anuncia y anticipa, y que vence la
fragmentación y la dispersión, se entra precisamente siguiendo a Jesús,
dejándose atraer dentro de su humanidad, y por tanto en la comunión con
Dios.
Además, Jesús no envía su Iglesia a un grupo, sino a la totalidad
del género humano para reunirlo, en la fe, en un único pueblo con el
fin de salvarlo, como lo expresa bien el Concilio Vaticano II en la
Constitución dogmática Lumen gentium: «Todos los hombres están
invitados al Pueblo de Dios. Por eso este pueblo, uno y único, ha de
extenderse por todo el mundo a través de todos los siglos, para que así
se cumpla el designio de Dios» (LG 13). Así, pues, la universalidad de
la Iglesia proviene de la universalidad del único plan divino de
salvación del mundo. Este carácter universal aparece claramente el día
de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo inunda de su presencia a la
primera comunidad cristiana, para que el Evangelio se extienda a todas
las naciones y haga crecer en todos los pueblos el único Pueblo de Dios.
Así, ya desde sus comienzos, la Iglesia está orientada kat’holon,
abraza todo el universo. Los Apóstoles dan testimonio de Cristo
dirigiéndose a los hombres de toda la tierra, todos los comprenden como
si hablaran en su lengua materna (cf. Hch 2,7-8). A partir de
aquel día, la Iglesia, con la «fuerza del Espíritu Santo», según la
promesa de Jesús, anuncia al Señor muerto y resucitado «en Jerusalén, en
toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo» (Hch
1,8). Por tanto, la misión universal de la Iglesia no sube desde abajo,
sino que desciende de lo alto, del Espíritu Santo, y está orientada
desde el primer instante a expresarse en toda cultura para formar así el
único Pueblo de Dios. No es tanto una comunidad local que crece y se
expande lentamente, sino que es como levadura destinada a lo universal, a
la totalidad, y que lleva en sí misma la universalidad.
«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15); «haced discípulos de todos los pueblos», dice el Señor (Mt
28,19). Con estas palabras, Jesús envía a los Apóstoles a todas las
criaturas, para que llegue por doquier la acción salvífica de Dios. Pero
si nos fijamos en el momento de la ascensión de Jesús al cielo, según
se relata en los Hechos de los Apóstoles, observamos que los discípulos
siguen encerrados en su visión, piensan en la restauración de un nuevo
reino davídico, y preguntan al Señor: «¿Es ahora cuando vas a restaurar
el reino de Israel?» (Hch 1,6). Y ¿cómo responde Jesús?
Responde abriendo sus horizontes y dejándoles la promesa y un cometido:
promete que serán colmados de la fuerza del Espíritu Santo y les
confiere el encargo de dar testimonio de él en el mundo, superando los
confines culturales y religiosos en los que estaban acostumbrados a
pensar y vivir, para abrirse al reino universal de Dios. Y en los
comienzos del camino de la Iglesia, los Apóstoles y los discípulos se
ponen en marcha sin ninguna seguridad humana, sino con la sola fuerza
del Espíritu Santo, del Evangelio y de la fe. Es el fermento que se
esparce por mundo, entra en las diversas coyunturas y en los múltiples
contextos culturales y sociales, pero que sigue siendo una única
Iglesia. En torno a los Apóstoles florecen las comunidades cristianas,
pero éstas son «la» Iglesia, que tanto en Jerusalén como en Antioquía o
Roma, es siempre la misma, una y universal. Y cuando los Apóstoles
hablan de la Iglesia, no se refieren a su propia comunidad: hablan de la
Iglesia de Cristo, e insisten en esta identidad única, universal y
total de la Catholica, que se realiza en cada Iglesia local. La
Iglesia es una, santa, católica y apostólica; refleja en sí misma la
fuente de su vida y de su camino: la unidad y la comunión de la
Trinidad.
También el Colegio Cardenalicio se sitúa en el surco y en la
perspectiva de la unidad y la universalidad de la Iglesia: muestra una
variedad de rostros, en cuanto expresa el rostro de la Iglesia
universal. A través de este Consistorio, deseo destacar de manera
particular que la Iglesia es la Iglesia de todos los pueblos, y se
expresa por tanto en las diversas culturas de los distintos continentes.
Es la Iglesia de Pentecostés, que en la polifonía de las voces eleva un
canto único y armonioso al Dios vivo.
Saludo cordialmente a las delegaciones oficiales de los
diferentes países, a los obispos, sacerdotes, personas consagradas y
fieles laicos de las distintas comunidades diocesanas, así como a todos
los que participan en la alegría de los nuevos miembros del Colegio
Cardenalicio, a los cuales les unen lazos de parentesco, amistad o
cooperación. Los nuevos cardenales, que representan a varias diócesis
del mundo, son ahora agregados a título especial a la Iglesia de Roma, y
refuerzan así los vínculos espirituales que unen a toda la Iglesia,
vivificada por Cristo, estrechamente reunida en torno al Sucesor de
Pedro. Al mismo tiempo, el rito de hoy expresa el valor supremo de la
fidelidad. En efecto, en el juramento que haréis dentro de poco,
venerados hermanos, están escritas palabras cargadas de un profundo
significado espiritual y eclesial: «Prometo y juro permanecer, ahora y
por siempre hasta el final de mi vida, fiel a Cristo y a su Evangelio,
constantemente obediente a la Santa Iglesia Apostólica Romana». Y, al
recibir la birreta roja, oiréis cómo se os recuerda que ésta indica «que
debéis estar preparados para comportaros con fortaleza, hasta el
derramamiento de la sangre, por el incremento de la fe cristiana, por la
paz y la tranquilidad del Pueblo de Dios». A su vez, la entrega del
anillo está acompañada de una advertencia: «Has de saber que, con el
amor al Príncipe de los Apóstoles, se refuerza tu amor a la Iglesia».
He aquí indicada, en estos gestos y las expresiones que los
acompañan, la fisionomía que hoy asumís en la Iglesia. De ahora en
adelante, estaréis todavía más estrechamente unidos a la Sede de Pedro:
los títulos o las diaconías de las iglesias de la Urbe os recordarán el
lazo que os une, como miembros a título especialísimo, a esta Iglesia de
Roma, que preside la caridad universal. Principalmente por la
colaboración con los Dicasterios de la Curia Romana, seréis mis
preciosos colaboradores, ante todo en el ministerio apostólico para con
la catolicidad entera, como Pastor de toda la grey de Cristo y primer
garante de la doctrina, de la disciplina y de la moral.
Queridos amigos, alabemos al Señor, que «no cesa de enriquecer
con generosidad de dones a su Iglesia extendida por el mundo» (Oración),
y da nuevo vigor a la perenne juventud que le ha dado. A él confiamos
el nuevo servicio eclesial de estos estimados y venerados hermanos, para
que den un valiente testimonio de Cristo, en el dinamismo edificante de
la fe y en el signo de un incesante amor oblativo. Amén.
0 Comentarios